Es de noche y estoy viendo uno de los muchos programas políticos que oferta la TV. Un periodista joven entrevista a Horacio González en relación con los últimos temas calientes de la grilla política. Si fuera un partido de tenis, diría que González no la está pasando bien: el periodista es joven, tiene buena velocidad de piernas y hace saque y volea. La mayoría de las objeciones que le pone sobre la mesa al ex director del Ojo Mocho son difíciles de revertir: la corrupción y la desidia de la dirigencia política que terminan con los accidentes ferroviarios, el lavado de dinero, la fortuna presidencial, etc. Pero lo que me llama la atención a mí es cómo, con una gran parsimonia y lentitud –para los tiempos televisivos– González trata de dar cuenta de sus opiniones, y hasta de poner en relieve sus contradicciones. Y entonces yo, el espectador, que no comulgo con muchas de las políticas del Gobierno, que detesto la falta de humildad y la billetera de la presidenta de turno, me reconozco, de alguna manera intuitiva, captado por la personalidad de González. Sin que ningún estudio de marketing lo justifique, me digo: este tipo apoya al Gobierno por convicción. Cree que es el lugar donde hay que estar en este momento para dar un servicio. Puede cometer errores ridículos (como cuando pidió que Vargas Llosa no abriera la Feria del Libro), pero quién no los comete. Acuérdense de Lord Jim, acuérdense de Menotti. Es probable que a González, como le pasa a Alterio en el final de La Patagonia rebelde, la peor gente de la que él defiende le cante el cumpleaños en inglés. No importa. Como dice el gran Kan en el final de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino: buscar y reconocer quién en medio del infierno no es infierno es una tarea ardua y de aprendizaje continuo. Y una vez que lo encontramos hay que hacer que dure y darle espacio.