Lo sucedido el jueves 14 en Boca es bochornoso por donde se lo mire. La magnitud del impacto público guarda proporción con la magnitud del evento deportivo que se vio frustrado. Pero cosas comparables suceden demasiado frecuentemente en encuentros de alcance mucho más modesto. No es raro que en algún partido entre equipos “chicos” mueran hinchas. El daño es siempre el mismo.
El problema de fondo es que nadie asume la responsabilidad del control en los estadios. Por lo de Boca esta semana, Gobierno y club se tiran la pelota. Es cierto que siempre podrá haber algún loco suelto haciendo barbaridades. Pero el salvajismo en nuestros estadios de fútbol está lejos de ser un problema de algún brote ocasional. En muchos lugares del mundo el problema existía y en magnitudes no menores, y lo resolvieron. A las barras bravas y a los violentos no se les pone límites porque son útiles a dirigencias de las entidades deportivas y de la política.
La entrada a los estadios debería estar sujeta a reglas razonables y a controles estrictos. De hecho, hay normas; pero es evidente que no funcionan. Cualquier loco suelto se vería limitado si estuviera rodeado de un clima que no alimenta su bestialidad. En gran medida, el problema no es el loco sino quienes lo rodean. Y nada avala el argumento de que excluir a los violentos enfriaría el fervor de las hinchadas, que es parte del espectáculo; no
conozco el barómetro de fervor para comparar lo que sucede entre nosotros y, por tomar un caso, en Inglaterra –donde el contraste entre lo que era y lo que es el clima del fútbol es enorme–. En Londres los estadios están igualmente llenos, todos los espectadores sentados, sin hooligans ni salvajes desaforados en las tribunas, y el clima de entusiasmo por las camisetas es suficiente para que el espectáculo sea genuinamente “fútbol” –un fenómeno complejo que sucede dentro del campo de juego, en las tribunas que lo rodean y entre los miles de personas que lo siguen por TV–.
El análisis de las soluciones es materia de especialistas y técnicos. Pero señalar el problema de fondo compete a todos, y muy especialmente a quienes vivimos la pasión del fútbol y sufrimos su continua y minuciosa destrucción. El jueves en Boca se malogró un partido, se puso en riesgo la integridad física de los jugadores de River, se hicieron trizas los esfuerzos de todos los jugadores y sus entrenadores, se perturbó seriamente el desarrollo de la Copa Libertadores, se dio otro paso en la dirección de destruir esto que en algún momento del siglo XIX dio en llamarse “football association” –que, por lo demás, arraigó notablemente en nuestro país–.
Los argentinos somos bastante maleducados, anómicos, incumplidores, fanáticos y violentos. Los protagonistas del fútbol no se destacan por estar encima del promedio. Pero la vida en nuestra sociedad es suficientemente llevadera y agradable en parte porque, en el balance, el lado amigable, convivencial, civilizado y tolerante de millones de personas prevalece. Y eso debería suceder también en el fútbol. Sin duda los jugadores, los árbitros y los dirigentes del partido del jueves en Boca no han calificado para un premio al buen comportamiento. Pero no les echemos la culpa a ellos; el problema de fondo estuvo en la tribuna donde unos inadaptados irresponsables demostraron que su potencialidad destructiva no tiene límites porque nadie se los pone.
*Sociólogo.