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Violencia visible

Estarán, como yo, consternados, y estarán, como yo, conmovidos, por el caso de esa madre que le propinó una paliza terrible a su hija de tres años: la levantó de los pelos, la zamarreó y la pateó, diciéndole cosas bestiales.

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Estarán, como yo, consternados, y estarán, como yo, conmovidos, por el caso de esa madre que le propinó una paliza terrible a su hija de tres años: la levantó de los pelos, la zamarreó y la pateó, diciéndole cosas bestiales. Ocurrió en Bahía Blanca, a fines de diciembre. “Por una tablet”, subrayaron los medios en general al dar la espantosa noticia, lo cual, aunque aportaba una especificación pertinente sobre el episodio, no dejaba de introducir cierto matiz más bien equívoco: “por una Tablet” parece querer indicar que el objeto en cuestión no justificaba la golpiza, cuando es indudable que ningún otro objeto, fuera cual fuese, podría justificarla tampoco. Lo concreto es que el hecho trascendió y entonces la Justicia intervino, poniendo a los tres menores (a la nena agredida y a sus dos hermanos) a resguardo de su madre (aquí hace falta desambiguar la expresión: la madre no es la que resguardaba, sino de quien fue preciso resguardarlos).

Son tiempos de grandes avances en cuanto a la visibilización de la violencia doméstica, invisible por definición; son tiempos de grandes avances en cuanto a la desnaturalización de una forma fuertemente naturalizada de esa violencia: la que se emplea para aleccionar a los niños, educarlos, ponerlos en caja. También son tiempos de grandes avances contra la taras culturales del machismo, que persisten, por cierto, pero cada vez más debilitadas por otras concepciones, más abiertas y menos dogmáticas, de la subjetividad.

Entre las taras del machismo se cuenta, sabidamente, la de asignar a las mujeres un lugar siempre pasivo, de objeto o cuasi objeto sin acción ni iniciativa propias; y se cuenta, además, de un modo por demás insistente, la tendencia a la santificación de la mujer en tanto que madre (estereotipo que, como todo estereotipo, comporta una cosificación). Estos dos factores, tan profundamente enquistados en los parámetros de la tradición machista, contribuyen de la peor manera a que la violencia contra los niños, ejercida en sus propias casas, se soslaye o se silencie. O peor aún: a que se la sepa pero se la tolere, pues transcurre al interior de un espacio “sagrado”, en el que nadie supuestamente puede “meterse”. Pero si nadie se quiere meter, ¿qué pueden hacer los chicos? ¿A quién pueden recurrir? ¿Cómo pueden protegerse?

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El tema, a mi entender, no debería quedar relegado en el contexto de las actuales luchas de género.