En 2001, en mi libro Hoy temprano, publiqué un cuento que se llama “La virginidad de Karina Durán”. Karina es una adolescente tímida y rellenita, hija de una madre soltera muy devota y castradora, que le insiste con la idea de que tiene que atesorar su virginidad. Cuando Karina conoce a un vecino de su edad, que le enseña computación, lo enloquece con los amagues y los límites a la hora de los besos y las caricias. El se termina hartando, se pelea con Karina y, lleno de frustración sexual, pone el tesoro de la virginidad de ella en un sitio de remates de Internet, con foto y todo. Karina no lo sabe, lo va a buscar a su departamento y le pide que se escapen juntos. Pasean por la ciudad, deambulan por los shoppings y terminan durmiendo en el local vacío de los padres de un amigo durante un par de semanas, mientras las pujas por comprar la virginidad de Karina en la página de remates suben y el tema rebota en los medios locales primero y después en los internacionales. Karina no sabe nada hasta que ve su propia foto en los diarios. Un programa de televisión arma el gran final: trae al comprador, un supuesto millonario holandés, lo carean con la madre de Karina, se hacen debates, talks shows, hasta que los chicos aparecen y se desmantela la farsa. Sin embargo, a la madre le termina gustando el falso millonario holandés y se van con él a rehacer su vida a Rotterdam. Karina, aislada y aburrida en Holanda, termina adicta a la webcam, exhibiéndose en su portal de Internet mientras se pasea desnuda y virgen por su departamento alquilado.
Con este cuento no creo haber preanunciado lo que pasó la semana pasada con la californiana de 22 años Natalie Dylan, que puso su virginidad en un lugar de remates de Internet para pagarse los estudios. Ni tampoco la decisión de Raffaella Fico, la ex Gran Hermano italiana, que acaba de empezar una subasta también por su virginidad, esperando obtener por ella un millón de euros. Más bien, me parece que el tema está en el aire. O en todo caso no es una predicción a lo Nostradamus, sino bastante más berreta, como las de los salvajes borgeanos del Informe de Brodie que pueden predecir cosas intrascendentes que sucederán en diez o quince minutos; por ejemplo, que una mosca va a rozarles la nuca. En tiempos del capitalismo, donde se vende desde aire de mar envasado hasta lotes en la Luna, rematar la virginidad no parece demasiado sorprendente. Aunque quizá la variante electrónica le agrega una dimensión distinta al asunto, porque se vuelve global y los postulantes pueden ser de otros continentes.
El fenómeno, que quizá no tarde en volverse práctica habitual, es un desafortunado encuentro entre dos milenios muy distintos, es la suma del nuevo capitalismo electrónico y el resabio de las viejas sociedades patriarcales, en las que se sigue valorando y exigiendo la virginidad de la mujer. El islam promete a los mártires un paraíso de sexo ilimitado con setenta y dos vírgenes. La religión católica está basada en la idea de la inmaculada concepción, es decir la virginidad de María. Algunas culturas africanas le practican un cierre vaginal permanente a las menores para preservar su himen. La Torá estipula que la condición ideal de la mujer a la hora de casarse es la virginidad. Cuidar el himen fue siempre una exigencia de la mayoría de las culturas.
Venderlo por Internet parece ser una reacción tardía, provocada por esa exigencia. Casi como vender una antigua joya de la familia para probar si todavía tiene algún valor.