Aunque hay cuatro libros de Herta Müller traducidos al castellano, este año no proliferaron en las librerías después de que la autora ganó el Premio Nobel. Tal vez porque se trata de una escritora en lengua alemana, nacida en Rumania en 1953 pero descendiente de suabos y acérrima defensora de los derechos de esa minoría. Los suabos rumanos tienen poca prensa pero, además, cuando un Nobel se anuncia en esos términos, lo primero que se sospecha es que los únicos méritos literarios del ganador son su origen étnico y su militancia.
De todos modos, en diciembre me topé con la flamante reedición de En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo, dos libros de tapa dura de la editorial Siruela –siempre tan caros como atractivos para el bibliómano– con una faja roja que decía “Premio Nobel de Literatura 2009”. Los terminé comprando y encima los leí, lo que no me hizo pasar el fin de semana más grato de la década. En tierras bajas (1982) es el primer libro de Müller y se publicó censurado en la Rumania de Ceaucescu. El hombre es un gran faisán en el mundo es el tercero y apareció directamente en Berlín, donde Müller se exilió en 1987.
Al principio de En tierras bajas, se cuenta un sueño de la protagonista de la mayoría de los relatos, una nena desde cuya mirada Müller describirá la vida en una aldea campesina durante los años 60. En ese sueño, se habla de un padre que estuvo en la guerra y “que tiene muchos muertos en la conciencia”. También de una madre que pasó hambre en Rusia. Efectivamente, el padre de Müller revistó en las Waffen-SS y la madre estuvo deportada en Ucrania durante cinco años. El costado autobiográfico de ambos libros es notorio y no falta en él ninguna dictadura, ya que la opresión del régimen de Ceaucescu se insinúa en el primero, pero se hace evidente en el segundo. Sin embargo, los horrores que describe Müller son otros y ni Hitler ni Stalin ni Ceaucescu parecen tan terribles como la vida de esa hija de un padre borracho y una madre violenta en una casa infame. En la mesa no está permitido hablar, en el baño se pueden distinguir por el color los excrementos de toda la familia y los gusanos de quienes sufren alguna enfermedad y “los gatitos que venían al mundo en invierno son ahogados en un cubo de agua hirviendo, y los que nacen en verano, en uno de agua fría. Después son enterrados, invierno y verano, en el estercolero.” Pero esa vida, en la que “desviamos la mirada de nuestra soledad, de nosotros mismos, y no soportamos a los otros ni a nosotros mismos, y los otros tampoco nos soportan” es mejor que la de antes de la guerra, donde había que turnarse para ir a la escuela ya que no había zapatos para todos y las prácticas médicas eran tales que “a Franz, un hermano de la abuela que no paraba de llorar, le pusieron un día un trozo demasiado grande de caca de corneja en la boca y nunca más volvió a despertarse.” El segundo libro es una novela narrada en fragmentos que giran alrededor de un matrimonio (él, ex soldado alemán; ella, presa en un campo de trabajo donde el marido la acusa de haberse prostituido) y una hija maestra a la que los padres le exigen que se acueste con el policía de la aldea y con el cura para obtener los pasaportes que les permitan emigrar a Alemania.
Müller maneja tres estilos: el sórdido naturalista, el sórdido surrealista y el sórdido realista mágico. En el primero, se ocupa de lo cotidiano; en el segundo, experimenta con los sueños y en el tercero, con fantasías tales como que en el pueblo los gatos se aparean con los perros. Todo esto viene batido con largos fragmentos de ese pringue repetitivo que se suele llamar “prosa poética”. Hay que reconocer algo, sin embargo: que Müller siente cierta piedad por sus monstruosas criaturas. Eso les gusta a los suecos de la Academia, siempre un poco religiosos en el fondo. Con los que no tienen piedad es con los lectores.