Ser argentino y escandalizarse por la falta de reglas en Nápoles no vale; es pura vanidad y –por qué no– tilinguería. Me permitiré ambas cosas, aprovechando que el diario de viaje va a caballo entre la literatura y la fatiga.
A Nápoles no se viene con el auto. Te lo dicen. La ciudad, con sus escaleras, túneles y cantones, es intransitable. Sobre todo desde que se decidió abrir obras de pavimentación que llevan décadas y cuyo objetivo es aislar como ghettos los barrios donde aún vive la gente pudiente.
La geografía no ayuda, pero hay más: a veces, el GPS indica doblar en una calle, pero la realidad no lo permite. En la esquina, un manzanero de la camorra te dice que por ahí hoy no se circula. Es en vano preguntar por qué. A veces se trata de actividad ilegal en pleno desarrollo, a veces simplemente es fiesta patria. Para estacionar en Nápoles hace falta también conocer al manzanero de la cuadra. Una amiga me cuenta con horror la transacción monetaria de 30 euros para dejar su auto allí una semana. Traduzco mentalmente la operación y comprendo que se trata apenas de un trapito. Una vez más, como con el dulce de leche, la invención que creíamos argentina no es más que copia menor de un género clásico y tirreno. La camorra es un Estado paralelo que cobra impuestos y distribuye jerarquías y trabajos allí donde el Estado está fallando.
Unos adolescentes me impiden hamacar a mi hijo en una plaza. Ocupan todas las hamacas cada vez que se acerca un niño necesitado de vaivén. Ya me han advertido que no les diga nada. Su tarea es comenzar una discusión para que luego intervengan los mayores, escondidos a la sombra de algún toldo y así rodear al desprevenido con el fin de robarlo. Parece que el objetivo de casi todas las reglas de uso es robar a alguien.
Las calles no se cruzan en los pasos de cebra. En teoría, la prioridad la tiene el peatón, pero los automovilistas te gritan si cruzás donde se debe y, en cambio, a mitad de cuadra se paran –respetuosos– en inexplicable complicidad. Más inexplicable es de dónde surgen esos autos, porque –ya lo dije– circular es imposible.
Acceder a lugares públicos (como una playa improvisada entre las rocas) o privados (como unas aguas termales robadas al volcán) depende del azar y del sentido del tacto con el que se le pregunte al encargado. No hay horarios para los negocios, los bancos, el correo. Todo abre o cierra más o menos a alguna hora, más o menos algunos días.
La distancia entre la teoría y la práctica, entre el caos y la regla, es rubricada en Nápoles con el sello de la simpatía. Todos son simpáticos. Los cacos son simpáticos. Los policías son simpáticos. Los antipáticos son simpáticos. Es imposible enojarse en serio cuando las cosas salen mal, porque ante tanta simpatía el sentido común se relaja y se deja. Nápoles es infinita y su imaginario de ilegalidad no acaba jamás: en la última metrópolis al sur de Italia, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia literaria.