Cuál será el futuro del libro. ¿Cuántas veces hemos oído esta pregunta? ¿Y cuántas las respuestas? Que el libro es un formato irreemplazable; que no hay nada que se asemeje a la experiencia de leer sobre papel, de pasar una a una las páginas con los dedos; que si las enciclopedias o los diccionarios se muestran más permeables a su traslado a un soporte digital, las historias de ficción (para decirlo en una palabra: la literatura) tienen décadas por delante a resguardo, producidas y ensambladas como siguen hoy, en un formato casi idéntico al que un imprentero alemán inventó hace más de cinco siglos.
Algunos editores locales viajaron la semana pasada a Frankfurt, a la Feria del Libro más importante del mundo (la misma a la que la Argentina asistirá como invitada de honor en 2010), para tomarles el pulso a los títulos de la próxima temporada. Es improbable que logren contratar, en medio de la crisis financiera y con sus carteras depreciadas, los derechos de un autor de primera línea: viajaron, sobre todo, para exportar traducciones y obras originales, no para comprar. Pero algunos quizás hayan escuchado el discurso de Paulo Coelho (a quien sólo unos pocos entusiastas se atreven a llamar escritor, a pesar de que haya vendido unos 100 millones de ejemplares) acerca del futuro del libro. Coelho, una maquinaria capaz de sostener por sí sola los balances anuales de un grupo editorial, habló el martes pasado, el mismo día en que el Nobel turco Orhan Pamuk le reclamó a su presidente una mayor libertad de expresión para su país. ¿Qué dijo? Que si la industria musical tambalea frente a un abismo es porque en lugar de bajar los precios de los discos respondió al desarrollo de Internet con demandas legales. Y que los editores deben aprender a adaptarse a los tiempos que corren, si es que no pretenden acabar igual.
Al margen de los vaticinios del brasileño, tal vez uno de los problemas más graves de la industria editorial no sea, al menos por ahora, el de la posibilidad de que los lectores analógicos sean borrados por lectores digitales, sino más bien la manera en que desde hace al menos dos décadas se decide qué se publica y qué no. El experimentado editor André Schiffrin analiza el origen de este conflicto en un ensayo que ya tiene diez años, La edición sin editores. Schiffrin narra, desde su experiencia, cómo fue que los grandes grupos compraron –y fundieron– a lo largo de la segunda mitad del siglo XX las editoriales independientes y especializadas más prestigiosas de Europa y los Estados Unidos, en busca de beneficios económicos mucho mayores que los que los libros pueden ofrecer. A pesar de que sus predicciones no se cumplieron del todo –y por fortuna: la industria del libro todavía se resiste a ser absorbida por la del entretenimiento–, algunas de ellas se implementaron como dogmas en los grandes sellos de casi toda Hispanoamérica: “La decisión de publicar o no un libro ya no la toman los editores sino lo que se llama el ‘comité editorial’, donde el papel principal lo desempeñan los responsables financieros y comerciales (…) En el proceso de decisión, basado en la existencia o en la ausencia de un público previo para cada libro, lo que se busca es el autor conocido, el tema de éxito, y los nuevos talentos o los puntos de vista originales difícilmente encuentran lugar en las grandes editoriales”. Sabemos que en la Argentina esos resquicios fueron cubiertos en los últimos años por las editoriales independientes. Pero seguir creyendo que el libro es equiparable a cualquier mercancía, ofrecer vulgaridad en envases de lujo, elevar cada vez más los precios y creer que el de editor es un oficio innecesario a la hora de construir un catálogo es tentar demasiado al destino.