De vez en cuando me da por pensar en volver al pasado. A los dos minutos reacciono y digo ay por favor no. Lo que pasa es que del living oigo venir la voz inconfundible de un señor que habla de las últimas noticias y cuenta cómo chocaron siete autos al hilo en la panamericana y cuántas dosis de paco se encontraron en no sé dónde, y así. Por supuesto, no me diga usté nada, ya sé que esas cosas sucedían y sucedieron a lo largo de los tiempos aun cuando en 1936, es un decir, no hubiera paco. Había opio, que era mucho más sutil, distinguido, exótico y literario. Y láudano, que era muy novelístico. Y si bien no había panamericana sí había choques a montones. Bueno, ¿es que no ha cambiado nada? Pues sí, claro que sí. En 1941, también es un decir, yo era mucho más boba de lo que nadie puede imaginar. No me gustaría volver al pasado, que por otra parte es eso inútil que está allá lejos desde hace tanto tiempo y que sirve solamente para molestar y para ir diluyéndose y cambiando a medida que una cambia. Después resulta que el señor que se sienta detrás del diván dice “¿Ajá?” y a una el pasado se le hace pedazos y ya le sirve todavía para menos que nada.
Lo que es interesante es el futuro, vea. Porque el pasado existe, mal, torcido, opaco, tartamudo, pero existe. En cambio, ah, el futuro. El futuro no existe así que podemos hacer con él lo que se nos dé la gana. El futuro es materia prima para muchísimas actividades, todas interesantes. La literatura en primer lugar, porque de allí vienen las utopías, distopías, ucronías y toda la cohorte de géneros y subgéneros que sirve para dar miedo, exaltar, entristecer, entusiasmar, esperanzar, sorprender, y hasta enamorar ¿por qué no? Y después, ahí nomás, está el cine. No, no se asuste, no voy a enumerar películas aunque la cosa es tentadora. Pero ¡es que son tantas! y hay tanta basura entre esas tantas. Además una va y ve Metrópolis, de Fritz Lang, y ya no necesita ver nada más. Pero me arriesgo a decir que en todas las sesiones de cine a las que una va, anda buscando Metrópolis, así como a veces a mí me da por andar buscando el vagón comedor del Ferrocarril Central Argentino en el que la sopa venía en soperas de plata.