Uno de los principios de soberanía popular sobre los que se basa la democracia consiste en que: a) los ciudadanos eligen entre opciones alternativas de personas y planes de gobierno; b) los ganadores de la contienda electoral asumen los cargos de gobierno de manera soberana; y c) una vez en el poder, llevan adelante los planes propuestos. Este principio es simple, intuitivo y, en tanto permite a los gobernados decidir su propio destino, constituye una de las justificaciones principales por las cuales se considera que los regímenes democráticos son preferibles a los regímenes no democráticos de cualquier tipo.
¿Pero qué es lo que se va a elegir dentro de dos semanas en la Argentina? ¿Por qué gran parte de los argentinos siente que no se cumple este principio básico que justifica a la democracia?
Un primer obstáculo que da origen a la desazón argentina con la democracia es estructural, y está presente en todos los países democráticos. Consiste básicamente en que una vez elegidos (o incluso antes), los representantes desarrollan consciente o inconscientemente mecanismos que alejan sus preferencias y sus intereses de los de sus representados, y que a los representados les resulta difícil controlar el cumplimiento de las promesas de aquéllos. Un segundo obstáculo, también compartido, es la desvinculación entre los candidatos y los programas de gobierno. El desdibujamiento de las ideologías tradicionales y la celeridad de los acontecimientos políticos y de los problemas económicos, tanto en el escenario internacional como en el plano doméstico, entre otros factores, quitan certidumbre a los ciudadanos de que las personas a las que están votando hoy respetarán sus compromisos mañana, muy probablemente aduciendo que aparecieron problemas imprevistos que requieren soluciones no anunciadas, y quizá hasta contradictorias con los postulados de la campaña electoral. Finalmente, la experiencia y la coyuntura políticas de la Argentina reciente quitan expectativas y generan algo de confusión en gran parte del electorado nacional. ¿Qué futuro se supone que estamos eligiendo el 25 de octubre? Un votante que lea más de un diario por día podrá delinear algunas diferencias entre las propuestas de los actuales candidatos, pero no sin dificultad. Y los menos informados estarán en grandes problemas. De hecho, al calor de la necesidad de “robarles” votos a sus contendientes y de consolidar el voto de sus heterogéneas coaliciones, en los últimos dos meses varios de ellos se han “desperfilado”, es decir, se han encargado de insistir en debilitar la imagen que la ciudadanía se podría haber formado de ellos en un aprendizaje a lo largo de varios años.
En ese aspecto, el debate de la semana pasada ofrecía a la ciudadanía una gran oportunidad –sobre todo a aquellos que deciden su voto más en función de las alternativas existentes en cada turno que en función de una identidad partidaria–. Pero no sólo por las virtudes intrínsecas del debate en sí –es una simbolización del poder ascendente (del pueblo a la dirigencia) que rige en la democracia; efectiviza de manera concreta el derecho a la información política de un electorado que financia las campañas con sus impuestos; plasma el acto de la deliberación que antecede a las decisiones democráticas desde la Atenas clásica–, sino también porque hubiera permitido apreciar de qué manera las ideas y las propuestas de los candidatos se someten a la prueba de la contraargumentación y la refutación: ¿en qué medida los aspirantes a la presidencia tienen ideas claras y realmente fundadas acerca de lo que quieren hacer? ¿Pueden defender sus propuestas frente a otras alternativas, o son sólo municiones efectistas de proselitismo? Aunque la experiencia del debate fue muy auspiciosa, la ausencia de uno de los candidatos y un formato demasiado regulado permitieron a los contendientes refugiarse en sus propios monólogos.
Qué votamos. Entonces volvemos un paso atrás y nos hacemos la misma pregunta, ¿qué es lo que vamos a votar? A juzgar por lo visto hasta ahora, que es casi todo, no vamos a elegir un futuro, ni a perpetuar un presente, sino a corregir un pasado. Aun cuando el voto expresa, además de una escogencia, una forma general de interpretar la realidad política, podría decirse que en la Argentina ha habido tres tipos de elecciones presidenciales. En 1983 se eligió prospectivamente entre dos porvenires bien diferentes, una república pluralista o una hegemonía corporativista. En otros turnos, en cambio, se votó un presente, como cuando se prefirió la continuidad de las políticas del gobierno en funciones, como ocurrió en 1995, en 2007 y en 2011. Y finalmente, en otras oportunidades se votó para corregir el pasado: en 1989 se votó la salida a cualquier precio de la crisis económica –algo similar podría decirse del tercer triunfo de Menem en la primera vuelta de 2003 respecto de la crisis de 2001/2002–, y en 1999 se quiso dar prolijidad a un ampliamente aceptado, recordémoslo, estado de cosas en lo económico.
En 2015 la dirigencia política parece compartir un consenso generalizado sobre el fondo de las grandes líneas: básicamente, un Estado activo, orientado al mercado interno y con ayuda a los más pobres. Y aun cuando es sabido que el próximo presidente tendrá menos ingresos genuinos que la presidenta actual, los candidatos –a excepción de la izquierda trotskista, lógicamente– sostienen de manera bastante homogénea que hay que corregir lo que se hizo mal o avanzar hacia lo que falta hacer. No parece haber gran amplitud en el menú de alternativas ni tampoco en los márgenes de maniobra disponibles. Por otro lado, aun teniendo en cuenta el giro kirchnerizador del Scioli de las últimas semanas, parece bastante probable que el estilo y las formas del próximo presidente respondan más al diálogo que al rígido disciplinamiento de la última década.
Si lo anterior es correcto, entonces la elección presidencial de este año es más que nada una elección de personas y de grupos de colaboradores. El liderazgo político es importantísimo en muchas dimensiones para la salud y la calidad del régimen democrático, pero en un sentido trascendente, y una vez más, el pasado parece haber echado ya nuestra suerte.
* Politólogo, presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político.