Después de las elecciones el Gobierno está decidido a avanzar con una nueva reforma laboral. No es ninguna sorpresa. Macri ya estuvo tanteando el terreno y haciendo pruebas parciales con los convenios flexibilizadores por sector. Sobre todo, no sorprende porque se trata de un reclamo empresarial postergado que se ha vuelto más acuciante luego de la reforma brasilera. La búsqueda de la reducción de los “costos laborales” mediante el ataque a las condiciones de trabajo, usualmente llamada flexibilidad laboral, es una tendencia a nivel mundial que responde a las necesidades de superar la crisis.
La avanzada de Macri tampoco asombra si se observa la evolución histórica de las condiciones laborales. Aunque se asocia la flexibilidad laboral al gobierno menemista, ya en los convenios firmados bajo el peronismo pueden encontrarse cláusulas de este tipo, asociadas a la flexibilidad horaria, polivalencia o productividad. A mediados de los 90, la flexibilidad se profundizó frente a la amenaza de la desocupación, algo similar a la disyuntiva que el Gobierno plantea hoy. Pero esta avanzada no evitó que la tendencia al aumento de la desocupación siguiera su curso. La flexibilidad trascendió al gobierno de Menem y al de De la Rúa y se consolidó durante el kirchnerismo, aunque suele creerse que luego del 2003 se revirtió o, al menos, se frenó. En la última década y media se avanzó en la atomización de la negociación colectiva. Es decir, se mantuvo la tendencia que inauguró el menemismo de que los convenios firmados por empresa superen a los firmados a por rama de actividad (en una proporción de 70/30 aproximadamente). Durante el kirchnerismo se mantuvo elevado el porcentaje de convenios que incluían cláusulas de flexibilización horaria (47%), así como las de flexibilización de la organización del trabajo (51%). Otro elemento que se mantuvo en el mismo porcentaje son las cláusulas de productividad, aquellas que atan una parte del salario a metas productivas.
Por todo esto, Macri no está inventando nada nuevo, sino que busca profundizar una estrategia de largo aliento. No debiera sorprender que la reforma que se busque sea similar a las que se están implementando en otras partes del mundo. Lo cual se confirma, por ejemplo, con las exigencias que presentaron las empresas automotrices y los convenios que ya se han firmado. En esta nueva vuelta de tuerca, los principales objetivos son la inclusión de pautas de productividad y la extensión de la jornada laboral. Esta última tiene varias vías de realización: reducción de descansos, extensión de la jornada, o excluyendo de la jornada ciertas tareas. También se buscará incrementar la tercerización, los contratos temporarios y, sobre todo, reducir las indemnizaciones. Si se sigue el ejemplo brasilero, se profundizará la atomización de las negociaciones colectivas. En Brasil se desligó al empresario de los riesgos asociados a higiene y salubridad, algo en lo que Macri ya había avanzado con la reforma de la ley de ART, en un sentido similar a la reforma que había hecho el kirchnerismo.
En la Argentina, el problema de los costos laborales es de vieja data. Obedece a que la clase obrera local ha alcanzado históricamente conquistas importantes en comparación con otros países. Muchas se han ido perdiendo, así como el poder adquisitivo del salario, que es la mitad que el de la década del 70. Se supone que la nueva reforma laboral mejorará la competitividad local. Pero ser competitivos en un mundo capitalista es tener como vara las condiciones laborales y salariales de los obreros chinos o indios. Por ello, el Gobierno busca avanzar en una nueva degradación de las condiciones laborales. El problema es que desde el punto de vista del trabajador cualquier ajuste implica un deterioro de su vida. Si los trabajadores no quieren descender otro escalón tendrán que pensar en cómo defender sus intereses y frenar esta nueva avanzada.
*Socióloga, Conicet/CEIL – Ceics.