No viene al caso explicar cómo es que el 18 de septiembre, día del plebiscito por la independencia (o no) de Escocia, me encontró en Edimburgo. Sólo aclaro que fue por casualidad.
Siempre que uno descubre para sí un sitio en el mundo surge la tentación de hablar al respecto como si nadie antes hubiese pisado el lugar.
Entonces, cual Neil Armstrong en tierra de María Estuardo, insisto porque me asombra que una ciudad donde los tonos no parecen salirse de la gama de los grises y los ocres se vea tan fantasmagóricamente maravillosa. Y, lejos de cualquier consideración estética, la admiración crece cuando repaso cada segundo vivido durante los tres días más importantes de esta Nación –supongo– desde el final de la Segunda Guerra Mundial para acá.
Es imposible abstraerse de la realidad que uno vive en su lugar de origen. Y cotejar. Al fin y al cabo, ¿desde qué otra posición puede uno contemplar realidades ajenas que desde su cotidianeidad? Termina siendo inevitable mirar con ojos de asombro tanta normalidad civil cuando lo que se estuvo discutiendo hasta hace 48 horas era ni más ni menos que discontinuar un Estado vigente desde hace 307 años. Discontinuarlo para siempre, quiero decir. Hubo algún momento de tensión en Glasgow, cuenta la tele. Ese fue uno de los cuatro distritos en los que ganó el “sí”, y la muchachada del “no” salió a la calle a festejar el triunfo global de su propuesta. Entonces hubo que separar por un rato a los que cargaban la Union Jack de los que se abrigaron con la bandera de San Andrés.
No hubo mucho más que eso. Antes y ahora, mucho debate: aquí no se jugó el mandato de cuatro años de un intendente o un gobernador sino la creación de un país tanto como la desintegración de uno de los Estados más poderosos del planeta. Mucha discusión y mucho respeto. Y ningún medio dio ningún resultado antes de que se anunciaran los oficiales. Lógica pura: ¿por qué violarían las normas los mismos periodistas que denuncian a los funcionarios que sí las violan?
Las calles que me tocó vivir el día del referéndum fueron las de Edimburgo. Un jueves histórico que, curiosamente, no fue feriado ni justificó para asueto; apenas alteró un poco las agendas. Al lado de mi hotel en Charlotte Square había un puesto de votación con fiscales del “sí” ofreciendo café y discutiendo de modo casi inaudible con los del “no”. Y en la esquina, un señor de traje apoyado sobre un cartel que decía “No nos dejen”, la plegaria emotiva de algunos ingleses a los escoceses. Estaba ahí a las 10 de la mañana. Seguía ahí a las 4 de la tarde. La sensación de ese día –y los dos previos– era que llegaba el aluvión de la independencia. Se los veía muy expresivos a los del “sí”. Mala percepción. En la ciudad más poderosa del país, el “no” ganó 61 a 39. Miento. Ganaron la libre elección, la no provocación, la discusión pensando en los tataranietos de quienes votaron y el respeto por el resultado final.
También ganó la prudencia. La misma prudencia mostraron muchos escoceses notorios. Del deporte, apenas horas antes de la votación Andy Murray se expresó a favor del “sí” “en rechazo a tanta negatividad del ‘no’”. El primer británico campeón de Wimbledon desde Fred Perry –década del 30– no se refería a una cuestión meramente semántica sino a la sensación de que la campaña por la permanencia dentro de Gran Bretaña tenía que ver más con una postura conservadora y de temor al cambio que con el bienestar de un pueblo menospreciado dentro del reino. Ya se habrá enterado Murray de que, aun con la victoria del “no”, Escocia advertirá prontamente los beneficios de haber al menos discutido el cambio. Hoy no se duda de que el plebiscito benefició por definición a los escoceses. Detrás de ellos van los galeses y los irlandeses.
Hace más de 25 años, Michael Stipe, líder de la banda REM, escribió una canción llamada It’s the End of the World as we Know It (and I Feel Fine) –“Es el fin del mundo tal como lo conocemos (y me siento bien)”– cuya letra remite más a un extraño sueño suyo que a la referencia apocalíptica que el mismo Stipe le dio mucho después dedicándosela con profundo desprecio a George Bush (h). Sin demasiada imaginación, Murray podrá decir hoy que, aun sin esa separación que auguraba un tsunami universal, lo sucedido esta semana en Escocia significó “El fin del Reino Unido tal cual lo conocemos”. Y por aquí aseguran que será para bien.
Más allá de toda consideración ajena a mi casi nulo conocimiento de lo que sucede por estos pagos, es una figura poética que al parto que dio origen a un reino –el de Jacobo VI de Escocia o Jacobo I de Inglaterra, hijo de María Estuardo– le haya sucedido, tres siglos después, el parto de una Unión, juran desde Londres, más democrática.
Potencia mi asombro que no haya aparecido –hasta ahora– ningún Gabriel Schultz inglés –si lo hubiese– presentando un tape donde se burlara de las declaraciones de Murray, o el conductor de la primera mañana de BBC Radio One dedicándole un “LTA, Andy”.
Con el resultado puesto, muchas inquietudes relacionadas con el futuro del deporte británico ante una Escocia independiente pasaron a ser cuestiones abstractas. Por ejemplo, la imposibilidad de armar un equipo propio para Río 2016: Escocia aportó el 10% de la delegación británica de Londres 2012, incluidos tres medallistas dorados.
Por ejemplo, el armado de los Lions, equipo inventado hace un siglo para hacer frente a los All Blacks y que reúne a ingleses, galeses, irlandeses y escoceses.
Por ejemplo, la realización del Open Championship, el torneo de golf más importante del mundo cuya cuna es St. Andrews, Escocia. Aquí el sacudón fue casi tan fuerte como el del plebiscito: los socios de la entidad que regula el golf del mundo –excepción hecha de los Estados Unidos– votó a favor de la inclusión de socias mujeres 260 años después de su fundación.
Por ejemplo, la presencia de Gran Bretaña en el Grupo Mundial de la Copa Davis, injustificada si Andy Murray dejara de ser británico para ser exclusivamente escocés.
Cosas del deporte “de acá” que, finalmente, no hacen olvidar las cosas del deporte “de allá”. Un “allá” que, al fin y al cabo, representa mi lugar, mi pasión y mis afectos.
Aunque la noticia de que la Argentina, que tan cerca estuvo de descender, tuvo otro sorteo favorable para la Davis de 2015 me haya tomado casi de sorpresa. A propósito, sólo una localía ante Japón prometía algo mejor que ser local de Brasil.
La fortuna hizo lo suyo. Ahora queda lo más difícil: hacer lo nuestro. Lo nuestro significa:
• Elegir el capitán. Ni idea de para dónde saldrá la decisión de la Asociación Argentina de Tenis. Supongo que intentará consensuarlo con Juan Martín del Potro.
• Lograr que Del Potro, si se diese ese consenso, además se comprometa a jugar. Mucho antes que eso está saber cuándo estará Juan Martín en condiciones de volver al circuito. Y en qué condiciones. Nadie, ni siquiera Nadal o Federer, podrían asegurar un regreso triunfal después de un parate semejante.
• Decidir dónde será la localía. Si fuese en Buenos Aires, con el Parque Roca en obra camino a los Juegos Olímpicos de la Juventud de 2018, habría que ir por el Buenos Aires Lawn Tennis Club, donde la semana previa al match se jugará el tradicional torneo del circuito de la ATP, cuyo director es, justamente, Martín Jaite, capitán saliente. Con él y sus socios habrá que negociar la sede, si fuese necesario.
Puesto a elegir –privilegio que me dan los amigos editores de Deportes– me aferro al tema Davis para no arruinar ni su domingo ni mis vacaciones post Mundial. ¿O acaso creen que no me enteré de la suspensión de un partido de fútbol por el picnic de primavera? ¿O del reclamo de un fútbol serio y responsable por parte de protagonistas que andan como culo y calzón con los barras de su club?
No tengo derecho a tanto egoísmo. Encima que ando de viaje…
* Desde Edimburgo, Escocia.