Hay quienes acusan a los adalides de la expropiación de YPF de que en su momento se jactaron de que no pagarían un peso pero, en cambio, ahora acuerdan pagar 5 mil millones de dólares más intereses. La acusación tal vez sea injusta porque, en algún punto, los expropiadores mantuvieron su palabra: no serán ellos quienes paguen, sino quienes se encuentren con este regalito en los años venideros.
Aunque pueda parecer muy simpático que se logre posponer el pago de una deuda, no deberíamos engañarnos: asumir los costos de las decisiones que tomamos es una forma de fomentar que esas decisiones sean debidamente meditadas y justificadas. Si los beneficios los reciben quienes deciden expropiar, pero los costos los pagan otros, ¿cómo sabemos que los primeros hicieron bien las cuentas?
Para que esto no dependa exclusivamente de la buena fe de nuestros gobernantes, nuestra Constitución provee un antídoto: exige indemnizar previamente a quien es privado de su propiedad por causa de utilidad pública. Si se hubiera cumplido esta norma, la maniobra de la que hoy algunos se vanaglorian habría sido imposible. Vale la pena recordar que la Constitución es un intento, muchas veces vano, de poner coto a los reflejos cortoplacistas.
Pero estos reflejos, en realidad, ya habían metido la cola en YPF un par de décadas atrás. Cuando, en los noventa, se tomó la decisión de privatizar YPF, existía la posibilidad de hacerlo de tal manera que se inyectara competencia en los distintos mercados en los que operaba esta empresa. Concretamente, como un experto en antitrust de Estados Unidos sugirió, se podía vender YPF no como una empresa única, sino como varias empresas independientes entre sí, cada una de ellas integrada verticalmente, es decir, con presencia en la producción, el refinamiento, el almacenamiento, la distribución y la venta de combustibles. Esto hubiera tendido a disolver la estructura líder-seguidor que primaba en este mercado y que reducía sustancialmente las condiciones de competencia. Como sabemos, la estrategia que se siguió fue otra: YPF se vendió como una empresa con presencia dominante en un mercado que sigue caracterizado por un bajo nivel de competencia.
¿Por qué? La respuesta es sencilla. Una empresa con posición dominante en el mercado se puede vender mejor que varias empresas que deberían actuar en condiciones de mayor competencia porque el nivel de precios en el primer caso tiende a ser más alto que en el segundo. Una empresa dominante vale más porque puede cobrar más caro.
A la larga, la libre competencia es el mecanismo más efectivo para proteger a los consumidores. Esto, que en el mundo desarrollado es una perogrullada, entre nosotros sigue despertando miradas entre desconfiadas y sorprendidas, y nuestros gobernantes optan, o bien por la regulación directa sin normas o con normas erráticas y distorsivas, o bien por sentar a “los formadores de precios” a negociar en una mesa.
En definitiva, en aquel entonces se antepuso “la caja” al bienestar de los consumidores a largo plazo y, varios años después, se expropió YPF haciendo caso omiso de la Constitución para que el costo –que siempre llega– nuevamente lo pague otro. Como se puede apreciar, en nuestro país las modas pasan (quienes ayer privatizaban, hoy estatizan), pero el cortoplacismo queda.
*Profesor de Derecho Constitucional y Defensa de la Competencia, Universidad de San Andrés.