En 1949, el semanario inglés The New Statesman abrió un concurso de parodias de Graham Greene, tácita admisión de que su estilo era tan personal y reconocido que podía ser objeto de parodia. El ganador del segundo premio fue un relato que empezaba así: “El niño tenía aire de observarlo todo y expresar nada. En el aeropuerto de Roma fue conducido por su tía, pero parecía no escuchar sus consejos”. Ese niño, que el lector siente inmediatamente al borde de alguna experiencia inédita, anunciaba un punto de vista habitual en la ficción de Greene: el parodista había sugerido un posible suspenso con dos breves frases, había captado algo esencial del abordaje de la ficción por el modelo parodiado. Cuando se reveló la identidad de los premiados el ganador de ese segundo premio resultó ser el propio Graham Greene.
(El fragmento presentado tenía una extensión de dos párrafos. De ellos derivó el tratamiento para un film, que iba a realizar en 1954 su amigo, el escritor y cineasta Mario Soldati: The Stranger’s Hand.)
En agosto de 1965, el mismo periódico organizó un concurso de parodias de la biografía del escritor, tal como las hubiese escrito su hermano Hugh. El mismo Hugh, bajo un seudónimo, ganó el primer premio; Graham, también bajo seudónimo, debió contentarse con una mención honorable.
Un día encontró en la guía de teléfonos de Londres otro Graham Greene y lo llamó para preguntarle si era el autor de esas “novelas repugnantes”, llenas de blasfemia y sexo como El fin de la aventura. El pobre homónimo se defendió: era un escribano jubilado. Greene insistió en exigirle que admitiese haber escrito esas novelas indecentes.
Estos no son los únicos casos en que la vocación de Greene por la impostura, incluso por el ataque a sí mismo, parecerían corresponder a una visión teológica implícita en buena parte de su ficción: pocos de nosotros somos inocentes, pero todos somos inocentes de la mayoría de los crímenes de los que nos acusan. El escritor anglo-hindú Pico Iyer propone que “deslizarse en una identidad, y luego descartarla, fue lo que lo mantuvo vivo, en su vida pública tanto como en la privada”.
Como muchos famosos, Greene fue asediado por gente que usurpaba su nombre: recibió cartas de mujeres que recordaban, con orgullo o despecho, el breve tiempo en que estuvieron juntos. En un diario se encontró con una foto de un desconocido en Jamaica, identificado en el epígrafe como “el escritor inglés Graham Greene”. La anécdota más retorcida relata que después de almorzar con el presidente Allende en Chile, fue brevemente interrogado por personal de seguridad: temían que fuese alguien que se hacía pasar por Graham Greene.
Algunas ideas que parecen típicas de sus novelas a menudo desbordaban sobre la vida no escrita. Enviado a Africa Occidental por los servicios de inteligencia británicos durante la Segunda Guerra Mundial, propuso reclutar a una madama francesa para que abriese un prostíbulo que serviría de distracción a los oficiales del régimen de Vichy estacionados allí, y de paso permitiera sonsacarles información. Aunque no fue adoptado el plan se discutió seriamente en Londres.
Greene tuvo relaciones sostenidas pero tormentosas con el M16, como se conoce familiarmente en Inglaterra a los servicios de inteligencia exterior. Hay quien supone que su ineficacia como espía era igual a su avidez por recoger material para sus novelas. Sus relaciones de amistad con Kim Philby, el desertor de esos mismos servicios exiliado en la Unión Soviética, amistad que lo llevó a escribir un prólogo solidario para sus memorias, se mantuvieron incólumes a través de los años. En Nuestro hombre en La Habana se burló de los métodos del espionaje al que había servido, y en El factor humano los presentó como criminales. Ya en el ocaso de su vida, se fascinó con el general Torrijos de Panamá.
Como católico, Greene parece haber anticipado posiciones de la que iba a llamarse “teología de la liberación”, sobre todo en El cónsul honorario, novela cuya acción ocurre entre Paraguay y Argentina. El Vaticano incluyó varias de sus novelas en el Index. Muchos de sus personajes más torturados son católicos, pecadores, incluso criminales como Pinkie en Brighton Rock. La religión les aporta un sentido de culpa que hace más compleja su relación con el mundo y sobre todo con su propia conducta. En varias novelas de Greene es posible reconocer cierta voluptuosidad en el hecho de condenarse por el libre albedrío.
Acaso no sea inútil recordar que Robert Louis Stevenson, autor de Dr Jeckyll y Mr Hyde, era primo hermano de su madre. Y Greene vivió fascinado por los Jeckylls y Hydes que conviven en conflicto dentro de cada persona.