CULTURA
Apuntes en viaje

Amor góndola

Negándose a reconocer el insomnio, Alejandro apretó rápidamente el remolino visual, acabó perdiendo ligeramente la conciencia.

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Amor góndola. | marta toledo

La copiosa bruma matinal se había esfumado; esponjosos haces de luz (metáfora) calentaban el entorno como el abrazo materno, aquella mañana de otoño. En este rincón alejado del centro ya no se escuchaban ni los pasos largos ni los vendedores ni las grúas ni los guías turísticos; ni tampoco los gritos de la ronda carraspera. Ni. El silencio era casi absoluto, si no fuera por el estruendo provocado por las olas al dar contra la orilla marmolada de los canales; sería, si no fuera por el palpitar de los corazones de Leyna y Alejandro que latían al unísono con pavorosa dedicación anaranjada. Un sonido jugoso que despertó en ambos el deseo de fundirse en un abrazo (¿beso?) ahí, en la góndola frente al conductor parlante. Habían pasado la mañana juntos, habían compartido galletas de miel, nueces y arándanos y medio litro de chocolatada fría en el hostal mediopelo.

Alejandro estaba exhausto, tironeado por el centro de la espalda vencida. Leyna lo tomó del brazo antes de lanzarse a sonreír y activar el relato (en perfecto inglés) con descripción meticulosa:

En los bosques de Estonia, en un poblado de nombre Runeberg, vivía una anciana llamada Zara. Una mujer muy popular, no sé si me explico, de esas personas siempre dispuestas a tender una mano, un plato de sopa caliente para cualquier viajero perdido. De joven, ella había sido maestra en una escuela rural de la zona –hizo una pausa, luego prosiguió–. Un buen día tocó a su puerta un muchacho de veintitantos, que juraba haber llegado de muy lejos; un periplo de años, seis según recordaba, que lo condujo por los cinco continentes. La anciana lo invitó a sentarse a su mesa. Había cocinado pavo y hervido unas habichuelas. El joven comió y se sintió a gusto en casa de la anciana de piel gamuza. Juntos pasaron el día, y planificaron un paseo para el siguiente. Nunca en mi vida conocí más que este bosque, le reconoció la dulce anciana, pero lo domino como a la sopa de vegetales. Mañana puedo enseñártelo. Y así fue: descansaron, y con los primeros quejidos del alba despertaron. Desayunaron pan y plátanos maduros, y emprendieron la salida. Recorrieron el pardusco paisaje del bosque de hielo, transitaron los valles encantados, atravesaron la colina mayor, los manantiales de agua fresca. Cruzaron las fronteras bárbaras (con cuatro tiros en la recámara), el nido donde canta el ruiseñor árabe, y los acantilados de Obsbourn y los siete cerros de Wood y los cascos hundidos de la ermita. Obnubilados por la quietud del crepúsculo, sin reparar en las tibias advertencias vestidas de yeso, abordaron el bajel del capitán Willburg. Cruzaron el gran océano.

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Se detuvo. 

–¿Por qué me contás eso? –dijo Alejandro alzando las cejas alfombra, los ojos sudados.

Negándose a reconocer el insomnio, Alejandro apretó rápidamente el remolino visual, acabó perdiendo ligeramente la conciencia. Se detuvo en la ristra de remeros que paría el gran muelle. Un sujeto robusto había prendido un cigarrillo y escribía un mensaje de texto en el teléfono celular. Una brisa húmeda y tibia había preñado el entorno. Las nubes, oscuras ahora, aventuraban más lluvia. Como sea, aquel tinte dejaba ver el contorno fino de los edificios, empapados por el aguacero de madrugada. 

Alejandro se sintió habitante de un mundo extraño. ¿Podría acaso ser tan desafortunado? La película que proyectaba su mente brava ya no tenía el final feliz que hubiera querido. La poesía y la embriaguez se habían esfumado junto al opio en ciernes. Lo único que quería en ese momento, lo único que podía completarlo, extraerlo de la vida mediocre, era el amor de Leyna, que esa misma tarde –confesó- partiría rumbo a Berlín para reencontrarse con su marido y su hija de tres años. Dicen que los muertos ven el final de la historia –enfrascó mentalmente Alejandro–. La pregunta es: ¿volveré a vivir algún día?