El carmín es ese color rojo sangre, oscuro; un tono muy distintivo en los lápices labiales. Y quizá lo más destacado al respecto sea que es muy difícil de limpiar o quitar de la boca y así que como almohadas de rock trazan estos rastros, justamente, que unen un mapamundi musical. Y quien se ocupó de investigarlo, analizarlo, (vivirlo) y escribirlo fue Greil Marcus. Rastros de carmín: Una historia secreta del siglo XX (Anagrama, 1989) tiene muchas reediciones y traducciones a lo largo de todos estos años y por qué se preguntará el lector:
Desarrollaremos en esta columna la importancia de este libro fundamental para la Biblioteca Musical ya que se trata de un long seller, esas publicaciones a las que volvemos cual enciclopedia en busca de data, análisis, vivencias.
Con un posgrado en Ciencias Políticas, el autor defiende el valor del ensayo cultural como definición de una identidad social y lo deja más que claro en su vasta obra que incluye más de una veintena de ensayos. Sí, todas de música rock.
Marcus le dijo a quien suscribe en una entrevista: “Rastros de Carmín tiene 600 páginas. Empieza con los Sex Pistols y termina con los Sex Pistols, las 500 páginas en el medio son sobre cualquier otra cosa, sobre vanguardia. La música siempre está ahí. Todo comienza con una canción”.
Veamos por qué Rastros… tiene que ser leído. ¿Acaso fue Marcus quien inventó la crítica de álbumes? Muy probablemente, ya que tuvo ese primer puesto como jefe de la sección de reseñas de discos de la revista Rolling Stone. Así, con la pluma de un crítico cultural que se aprecie, hizo que los Sex Pistols estuvieran a la altura de un Wagner, por su análisis erudito sobre la obra del primer punk. “El punk es una experiencia intelectual', dirá.
La, diremos, veracidad o autenticidad de sus escritos se cimenta en su conocimiento y vivencia de todo lo que relata en Rastros…: una crónica del infierno más encantador: el rock. Despojado de academicismos y la no menos futilidad con la que el periodismo se puede ocupar de estas lides, Marcus crea un género que se continuará (¿mejorará?) por años. Mark Fisher, por ejemplo, fue el crítico, el pensador pop de tiempos lóbregos mientras que Greil Marcus fue el estudioso dadaísta del punk: los Pistols habían causado una gran impresión en el autor y su reivindicación del álbum de la banda inglesa, “Anarchy in the UK”, o la proclamación de “Cuando no hay futuro/ Cómo puede haber pecado/ Somos las flores/ En el cubo de la basura” supo que había una tradición cultural que continuaba la formación nihilista con dos tonos sin mucho talento musical, un par de gritos en dos minutos, palo y la bolsa.
Marcus tuvo esa visión única: entendía que la trascendencia cultural del rock, el punk rock y el pop delinearía identidades. Las canciones como premisas, los músicos como artistas transmisores de esas analogías. ¿El adendum? El giro narrativo emocional que agrega. Y el filosófico: ¿acaso se puede contemplar el punk de Sex Pistols desde la perspectiva de Walter Benjamin? Es retórica; claro que sí. Y acá está muy bien desarrollado. La cualidad intelectual de Marcus no da puntada sin hilo. Ese verdadero rastro de carmín va llenando espacios antes no desarrollados y no hay loción de limpieza que quite esa marca.
Contextualicemos: “En un mundo configurado por el debilitamiento de la escena pop, el abrumador desempleo juvenil, el terrorismo del IRA que se extendía desde Belfast hasta Londres, la creciente violencia callejera entre los neonazis británicos, los ingleses de color, los socialistas y la policía, el punk se convirtió en una verdadera cultura”, escribe el autor.
A lo largo de la lectura, el lector ve cómo Marcus transmite la energía de esos escenarios vividos, los acontecimientos más vibrantes y extraños, cómo no -es rock, come on- y lo transforma en un libro apasionante sobre los movimientos culturales y artísticos, que de tan explosivos, han creado corrientes e ideologías en gritos violentos, como la negación del futuro. Una exigencia de un cambio definitivo.
Una obra monumental, verdaderamente, tenemos en mano mientras escribimos estas líneas, un ensayo titánico donde la música y la filosofía recorren el mismo rastro, justamente. Este libro no es sobre los Pistols -donde Marcus contrapone la intención de estilo musical al punk cuando en realidad es una militancia radical política, un grito frente a las injusticias sociales- sino que fundamenta al situacionismo (la crítica a la vida cotidiana), al fetichismo del capitalismo, a Marx y cuanto santo pensador se le cruce.
Otra clave para leerlo: explica con sus historias como nadie qué es la vanguardia y la importancia de semejante género que se adelanta a las tendencias ideológicas, políticas, literarias, artísticas de modo muy extremo. Artistas musicales únicos que estuvieron antes que el resto dando el puntapié (ya saben, Bowie y pocos más).
El rock se había convertido “en un hecho social ordinario, como un viaje en tren al trabajo o el proyecto de construcción de una autopista (...), un hábito, una estructura, una opresión invisible”, escribe. “Los Sex Pistols eran una propuesta comercial y una conspiración cultural; habían sido lanzados para transformar el negocio musical y sacar dinero de esa transformación, pero Johnny Rotten cantaba para cambiar el mundo. Al igual que todos aquellos que durante un tiempo encontraron sus propias voces en la suya (...) Había un agujero negro en el corazón de la música de los Sex Pistols, una obcecada lujuria por destruir los valores con los que nadie se podía sentir cómodo, y ése fue el motivo por el que, desde el principio, Johnny Rotten fue quizá el único cantante verdaderamente aterrador que ha conocido el rock’n’roll”, se lee en Rastros…. Una canción, o muchas, la música, puede cambiar la vida de cualquier persona; es como leer un libro que definirá hasta la existencia misma, o una obra de arte que nos mira con ojos vacíos donde nos reflejamos. Entonces, empieza la música y la vida sigue. Por eso hoy hay que escribirla.
El rock ha muerto. Viva el rock.