Dos ratas devoran un libro entre la basura. “¿Qué tal está?”, pregunta una. La otra le contesta: “A mí me gustó más la película”. El chiste es la mejor forma de saldar una discusión tan vieja como inútil. Niños del hombre, de Alfonso Cuarón, es una versión cinematográfica de Hijos de los hombres, de la escritora británica P. D. James y, en este caso, tanto el libro como su contrapartida cinematográfica son fallidos, aunque por razones distintas: el libro no es culpable de los errores de la película mientras que ésta trata de evitar el mayor problema de la novela.
Hijos de los hombres incurre en la ciencia ficción, un género poco glorioso en general. Como las fábulas, en las que los pobres animalitos suelen estar allí con el solo fin de producir una moraleja, la CF no suele evitar la solemnidad ni la trampa que le tienden sus metáforas. Especialmente cuando el escenario es una sociedad distópica, un futuro en el que los males del presente se han agravado de manera radical, pero siguen siendo demasiado reconocibles. James no hace nada por evitar ese peligro. Al contrario, las intenciones de la novela son tan transparentes que apenas pueden llamarse alegóricas.
La historia transcurre en 2021 y, para entonces, la humanidad lleva 25 años sin reproducirse (en la película es 2027, y la infertilidad lleva 18 años). Es un mundo sin chicos, ya parcialmente despoblado y condenado a la desaparición en un lapso muy breve. En una Inglaterra relativamente tranquila, los habitantes languidecen y apenas tratan de evitar “el miedo, las privaciones y el aburrimiento”. A esta situación ya deprimente, James le agrega un gobierno totalitario cuya maldad se aprovecha del desgano reinante para maltratar a los inmigrantes y liquidar a los ancianos. Un pequeño grupo terrorista intenta combatir contra el poder, pero su lógica es tan perversa como la del elenco reinante y sus integrantes son tan indiferentes al dolor del prójimo como el resto de sus conciudadanos. Para esos males, James propone un viejo remedio: el nacimiento de un niño que será bautizado en la fe cristiana. Una monserga.
Pero apacible. El libro transcurre en Oxford y la campiña inglesa, donde la destreza de la autora logra hacer vivo el contacto con la naturaleza. La película de Cuarón, en cambio, es caótica y urbana (en el cine, el futuro no puede escaparse de Blade Runner) y demuestra que el cine ha perdido la posibilidad de filmar el campo. A cambio, es mucho más eficaz que la literatura para matar con rapidez: en una toma, en segundos apenas, se puede ver morir a una docena de personajes. En una página escrita, cuesta mucho más.
Al cine le resulta demasiado fácil lo concentracionario y el film no ahorra pinceladas gruesas en ese aspecto hasta alcanzar la crueldad del libro por otros medios. Adaptada, como es costumbre, según una lógica onírica que condensa y deforma (la ex esposa se transforma en líder guerrillera, el niño cambia de sexo, un viejo profesor es ahora Michael Caine disfrazado de John Lennon), Niños del hombre coincide con el original en su mirada sobre la política (“Que se vayan todos”), aunque hace más contemporáneos los enfrentamientos (hay algo vagamente árabe en los insurrectos).
Pero la película toma la precaución de sustituir la parábola cristiana por un vago sentimiento new age con aristas hippies, algo sin sentido alguno pero ciertamente mucho más ligero (criterio que contrasta con un pomposo, insoportable uso de la música). El director, sabiamente si se quiere, mezcla las pistas y confunde las metáforas, aunque no puede evitar una importante. Hay en el film una fundación que se dedica, en medio del caos, a rescatar las grandes obras de arte extranjeras, en la mejor tradición imperialista de los museos británicos. Del mismo modo, Cuarón, que vive declarando su amor por los grandes cineastas, actúa como depredador del gran cine del pasado. Esta vez, nuestras ratas podrían llegar a atragantarse con una cita de Tarkovski.