Se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible, hasta deshacer el grumo de sus vísceras y palidecer un poco. Está esculpido por la desazón, busca la evasión de su destino, logra ver un punto luminoso que lo enceguece y sin embargo intenta retenerlo. Conmovido, teme degradarse hasta quemarse por completo, componiendo para sí la exégesis de su propia criatura atormentada. El llorar ineludible se alista para proceder, pero una tos repentina lo espabila. Entonces queda así, detenido entre paréntesis, antes de arrojar la osamenta otra vez al centro mismo del ritual salvaje.
Son las 6 de la tarde de un sábado de enero. El clima apenas tibio (uf, alivio) si tenemos en cuenta las temperaturas habituales para esta época del año. Mi primera vez en la Fiesta Nacional del Chamamé, megaevento turístico cultural de pasión vaporosa. Más de 100 mil personas extasiadas durante diez días por un ritmo que no comprendo, ajeno por completo. Ñandereko y punto.
J nos había confiado el secreto. La auténtica fiesta se encorseta acá, en Puente Pexoa, una de las bailantas que conforman el circuito off, esquivas al mainstream, las cámaras, el anfiteatro coqueto. Vuelvo: son las 6.20 ahora, estamos a unos 15 kilómetros del centro de la ciudad de Corrientes. Los que no viven cerca de este predio chamamecero en el municipio de Riachuelo llegan en bicicleta, moto, auto o a caballo. Abundan los jinetes, familias amuchadas, empanadas, reposeras, vino tinto en vaso de aluminio. “Acá se bebe, hombre”, me anuncia Miguel –carpintero de Riachuelo– antes de volver al baile, superado el vahído inicial.
Una niña de tez biliosa blande una fuente de cartón con sándwiches de salame y queso; lleva pantalón de tergal negro y camisa rosada con manchones de grasa. Camina flanqueada por una mujer espigada, los críos colgando de las tetas. Un joven anuda los cordones del febo marrón cabaña con suelas de caucho. El perro sin dueño olisquea un tacho de basura.
El escenario está techado, todos los chiches: parrilla de luces, amplificadores, presentador chistoso, músicos locales. A los pies: la pista de tierra milagrosa con una treintena de bailarines que sudan mucho. Con empuje elástico, Miguel inclina el cuerpo hasta enroscar los huesos con su compañera. Ella baja los párpados, ríe la vida. Veinteañera, carga con un cuerpo más bien cónico. Ostenta un vestido largo y suelto, estampado con flores y pájaros. Los ojos color castaño luminoso, piel morena, en la frente una simpática verruga pringosa. Luce rizos de ébano que se sacuden como el fresno en medio de un vendaval. La pareja se funde así en una trenza húmeda de movimientos acompasados por la música en vivo.
Miguel retira elegante el sombrero de la cabeza para escuchar mis preguntas zoquetas. Las canas empiezan a colonizar su pelo ralo, que lo lleva casi rapado. Arquea las cejas raquíticas hacia arriba. Las ramitas venosas ascendentes en la sien pegajosa. Viste con camisa blanca, chaleco de cuero negro, botas con espuelas de plata. Me las señala. Esboza un comentario ininteligible. Al intentar reincorporarse, un tenue tirón lateral basta para sujetarlo, estrujarlo con un dolor reflejo. “De acá me sacarán muerto. Nunca dejaré de venir. Ahora lo hago con mi hija. Es todo muy emocionante”. Fue en esa misma bailanta donde décadas atrás conoció a Silvia, su compañera, fallecida en octubre. Me cuenta también que cuando ella vivía metían doblete: previa en la bailanta hasta las 10, luego a la ciudad para seguir con la farra. Abandonó la costumbre. Queda muy lejos, dice. La versión desabrida de Miguel se seca una lágrima.