CULTURA
un siglo de grandes invenciones

Bioy

Autor de una de las obras más originales en lengua castellana, el centenario de su nacimiento permite revalorizar a uno de los mayores autores argentinos –bastardeado durante décadas por críticos y escritores–, creador no sólo de diarios míticos, sino de una obra considerada perfecta por su entrañable amigo Borges.

Bioy Casares.
| Cedoc

En el célebre prólogo a la Antología de la literatura fantástica, de 1965, Bioy Casares explicaba por qué, veinte años atrás, lo sedujo la literatura de género. En ese entonces (pero también después), acusaba a la literatura de moda y, en especial, a la novela psicológica, de “deficiencia de rigor en la construcción” o de “adolecer de una grave debilidad en la trama”, entre otras cosas, porque “los autores habían olvidado lo que podríamos llamar el propósito primordial de la profesión: contar cuentos”. La obsesión por delinear una psiquis con el mayor y más exasperante grado de verosimilitud los había alejado de aquello para lo que acaso están hechas las palabras: inventar historias y, con ello, inventar-se: devenir sujeto.

Además, la inmortalidad, la eternidad –y ese tipo de inquietudes “aristocráticas”–, no cabía en esa literatura. Bioy tenía que buscar algún género que le permitiera más libertad. Un terreno más propicio a la conjetura y la especulación sobre la condición humana. No tardó, pues, en adoptar la ciencia ficción, pero transgrediéndola, dándole un vuelco: poniendo el acento, no en una idea o tesis novedosa, como solía –y suele– suceder, sino en las relaciones humanas y en algunos problemas existenciales y universales. Prácticamente, toda su carrera ha estado ligada a ese género. Cuenta la leyenda que, cuando Horacio Moreno, presidente del Cacyf (Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía), le dio el premio a la trayectoria en la década del 90, Bioy Casares, entre risas, le dijo: “Gracias, yo hace sesenta años que venía sospechando que hago ciencia ficción”.

Pero la ciencia ficción, en Bioy, tiene una particularidad: está preñada de fantástico, de ambigüedades, de vacilaciones, de hipótesis filosóficas o intuiciones sobre la naturaleza del signo. Por eso, entre otras cosas, sigue teniendo una vigencia abrumadora y escapa de la obsolescencia programada a la que parecen estar condenadas muchas obras del género. Dormir al sol (1973), más allá de la ingenuidad y precariedad de sus fundamentos científicos, continúa siendo una pieza maestra que sigue interpelando a cualquiera que haya tenido un conflicto de pareja. En La invención de Morel (1940), a la que Borges calificó de “perfecta” y de la que ya se hicieron cuatro versiones cinematográficas –lo que, por cierto, la transforma una de las novelas más adaptadas de la literatura nacional–, la ciencia es un pretexto para abordar temas como la inmortalidad, la trascendencia, la naturaleza del amor, en una textura entretejida con procedimientos típicos del género fantástico: la “imaginación razonada”, como en muchas otras de sus obras, irrumpe recién al final.

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Sin embargo, hoy, más allá de sus obras, y con una “nueva narrativa argentina” (esa entelequia de la que sólo puede jactarse alguien como Elsa Drucaroff) cuyas historias, si las hay, no logran trascender el carácter anecdótico (en general, todo se reduce al estilo, al tono, a un juego inocuo de significantes, como si todos quisiesen ser Libertella, Lamborghini –Leónidas–, Fogwill o César Aira), su legado más importante tal vez sean esas dos palabras: “Contar cuentos”. Volver a la historia. Construir artefactos narrativos precisos como un mecanismo de relojería, sin excederse en el fetichismo –metalingüístico y literario– hacia sus piezas. Escribir para lectores, no para obtener el nihil obstat de tres o cuatro técnicos o autómatas entrenados para leer desde Ricoeur, Barthes o Theodor Adorno, o desde los sistemas y cartografías que han trazado nuestros críticos ilustres como Beatriz Sarlo, para quien Bioy, sin Borges, sin el centro Borges, no hubiese sido más que un autor del montón.

Como se sabe, durante años, o más bien décadas, se lo consideró un privilegiado: un terrateniente que dedica sus ratos a la lectura y la escritura antes bien que un escritor. Un aristócrata ocioso que practica el hedonismo en su estancia y que se desentiende de los males que aquejan al país. Que le da la espalda a la revolución cubana mientras otros, los escritores posta, los que no viven a la sombra de nadie, asisten a eventos internacionales del socialismo, se unen a las FAR, eligen el exilio o se sacan fotos con Fidel y se hacen un tiempo para ir a Berkeley a impartir cátedra sobre la responsabilidad política y el compromiso desde el que debe narrar el escritor latinoamericano.

Por suerte, en los últimos años hubo una creciente revalorización de la figura de Bioy, que se inició con el premio Cervantes y que continuó luego –“satelismo cultural” mediante, como diría Adolfo Prieto– en ambientes académicos. Sin embargo, todavía existe la sospecha o la sensación de que no tiene el reconocimiento que una obra como la suya se merece.

Llegando casi a los cien años de su nacimiento, Florencio Basavilbaso Bioy, uno de sus nietos, lo recuerda con nostalgia. “No he conocido a nadie con tantas ganas de vivir como Tata. Siempre viví con él hasta el último momento. Me podía quedar largas horas escuchando sus cuentos e historias. Teníamos una relación de mucho respeto y libertad. Nunca me retó ni me levantó la voz. Era una persona que me transmitía mucha paz y me enseñaba a ser buena persona. El decía que las personas inteligentes no hacían el mal. Me demostraba con pasión las cosas maravillosas de la vida, entre las cuales, obviamente, estaba la lectura. Los últimos libros que me recomendó fueron de Stendhal: Rojo y Negro y La cartuja de Parma”.

Por su parte, Alberto Casares, un librero al que lo unía menos el lejano parentesco que la amistad, lo describe como alguien “complaciente, sencillo, lleno de humor inteligente y muy poco afecto a la confrontación: siempre buscaba puntos de contacto”. Una de las anécdotas que recuerda con más simpatía fue cuando salió su libro Historias Desaforadas. “Le pregunté si le gustaría presentar el libro en mi librería. ‘¿Presentar un libro?’, me dijo, ‘yo nunca presenté un libro’. Llevaba 46 años de La invención de Morel y una buena cantidad de libros editados. Finalmente –porque era complaciente–, aceptó la idea y me puso dos condiciones: la primera, ‘que no venga nadie a decir que soy un buen escritor y todas esas cosas que se dicen’, y, la segunda, ‘que no convides con champagne o vino y bocaditos’”.

Sin embargo, esa sencillez, austeridad, gusto por lo íntimo, timidez, encuentran su contrapunto en la que ha sido una de sus grandes pasiones: las mujeres. El donjuanismo. Alberto Casares lo describe como un “seductor nato”. Florencio Bioy coincide y recuerda una anécdota. “Cuando tenía catorce años, estaba llorando escondido en el escritorio de mi abuela Silvina porque había sido dejado por mi primera novia. De repente, entra mi Tata y me ve tratando de disimular mi tristeza. Me pregunta ‘¿Qué te pasa, papanatas? ¿Por qué estás llorando?’. Le conté lo que me pasaba y me dijo: ‘Yo te voy a dar un consejo, porque yo también sufrí mucho cuando era chico como vos. No tenés que tener una novia... Tenés que tener por lo menos tres. Así, si una te deja, inmediatamente la reemplazás por otra’. En ese instante, se me secaron las lágrimas y me empecé a reír con él”.

Sin embargo, lo que parecía una broma acaso no lo era. En un artículo publicado hace algunos años, Manuel Vicent recuerda que en una ocasión Bioy le dijo: “Cuando tuve una sola mujer, realmente fui muy infeliz. Con dos o tres me iba mejor. Parece que lo adivinaban y me mimaban para no perderme”.

Pero las mujeres no sólo ocuparon un lugar importante en su vida, sino también en su obra, de la que son una constante. En sus páginas (como en su vida), hay todo un caleidoscopio de prototipos modernos y posmodernos de féminas: están las inalcanzables, como la bella e inolvidable Faustine, de La invención de Morel, o Paulina, del relato En memoria de Paulina, las que suscitan un afecto maternal, como la enfermera del relato La trama celeste o Doña Carmen, la dueña de la pensión en La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985); las que son dominantes y manipuladoras, como Diana, de Dormir al sol; o las benéficas y juiciosas como Clara, de la que tal vez sea la mejor novela de género fantástico que ha producido la narrativa rioplatense, El sueño de los héroes (1954).

Respecto de su relación con Borges, ¿qué más se puede agregar a lo que ya se ha dicho? La publicación del libro Borges (2006), por el que algunos lo acusaron de traición, pareció abrir y, al mismo tiempo, clausurar, por saturación, toda discusión al respecto. Sin embargo, tal vez no fue más que un último homenaje. Juan Pablo Canala, investigador de la Biblioteca Nacional y docente de la cátedra de Literatura Argentina de la UBA, parece considerarlo así. “Creo que en ese diario”, dice, “Bioy inventa y recrea una voz para Borges, y con ese gesto de reproducir con maestría la voz del autor de El Aleph hay un uso borgeano, pero con un procedimiento muy típico de Bioy. Dicho brutalmente: retoma de Borges la invención de un personaje literario a partir de un referente real (como hizo con Macedonio o con Evaristo Carriego), pero lo hace no a través de un uso desviado del ensayo o de sus ideas estéticas, sino a partir de la voz del propio Borges”.

Ahora bien, cambiemos un poco el ángulo. Hay quienes afirman que los escritores tienen, siempre, un lector modelo. Pero no una función lectora ya inscripta en los textos, como arguyen las estéticas de la recepción (¡líbresenos por un momento de las teorías literarias!), sino un lector real: una persona a la que, a sabiendas o no, se dirigen cada vez que apoyan la pluma sobre el papel o las manos sobre el teclado. En el caso de Bioy, ese lector tal vez ha sido Borges. Acaso no hubo, como se creía, una gran influencia del Borges-escritor, sino más bien del Borges-lector. En lo que cuenta Alberto Casares, hay una metáfora que es reveladora: “Pocos días después de la muerte de Borges, me encontré con un Bioy verdaderamente triste, que me dijo: ‘Sabés que yo escribo todas las mañanas antes de tomar el té, pero en estos días no puedo hacerlo: siento que me han cortado una mano’, e hizo el gesto con la mano izquierda sobre la derecha”. Es una interesante línea de trabajo para algún tesista desprevenido y poco ocurrente: analizar y comparar las huellas de lector en la obra de Bioy antes y después de la muerte de Borges.

Probablemente, haya más de una sorpresa.

Por último, tal vez faltaría agregar que, entre los centenares de textos que han escrito juntos, acaso uno de los más interesantes es el guión de la película Invasión (1969), dirigida por Hugo Santiago, donde un grupo de personas pelean para detener una invasión de hombres de gabardina cuyas razones se desconocen. Una de las curiosidades es que ambos, en el film, practican una forma de la ostranenie –extrañamiento– que, paradójicamente o no, nunca practicaron ni hubieran practicado en la literatura. Podría considerarse, pues, una marca de originalidad de “Biorges”: ese híbrido que también, bajo el seudónimo de Bustos Domecq, le dio vida, entre otros, al memorable detective Isidro Parodi.

En fin. Entre lo que se está haciendo con motivo de su centenario, este año Emecé ha reeditado toda su obra en formato bolsillo, con tapas e interiores nuevos atravesados por una estética pop, según dicen, con el objetivo de atraer a los lectores más jóvenes. También se completó la obra completa en tres tomos, al cuidado de Daniel Martino, con la novedad de que se incorporan algunos textos inéditos que habían quedado dispersos en revistas como El hogar o Sur. Más adelante, en septiembre, coincidiendo con el centenario, se sumará una Biblioteca Bioy en formato normal, o trade, con cinco libros: La invención de Morel, Diario de la guerra del cerdo, El sueño de los héroes, Dormir al sol e Historias fantásticas. Cada uno llevará una nota introductoria de un escritor consagrado. Se sabe que, entre otros, escribirán Guillermo Martínez, Alan Pauls y Claudia Piñeiro.

También se supo que, este año, desde la cátedra de Literatura Argentina de la UBA se le hizo un homenaje, que se hicieron otros en algunos puntos dispersos del país y que en la feria del libro de Guadalajara, en noviembre, habrá un evento dedicado a él.

Sin embargo, al destino, como a Bioy, le gustan las ironías. Durante buena parte de su vida ha sido pensado como una angiosperma parasitaria creciendo a la sombra de Borges. Ahora, ya fenecido, parece quedar a la sombra de otro gran escritor argentino. “A Julio Cortázar”, dice Alberto Casares, “lo estamos recordando bien: actos, exposiciones, ediciones especiales, la gran bibliografía de mi colega Lucio Aquilanti que sale en estos días, notas periodísticas, etc. A Bioy Casares todavía le debemos algo, aunque a él tal vez le hubiera encantado pasar desapercibido en sus cien años, sin que nadie venga a decir que soy un gran escritor, sin champagne o vino y bocaditos”.