Meses antes de propagarse la pandemia como reguero de pólvora, mis compañeros y compañeras de la escuela primaria organizaron un reencuentro. Vale decir: especímenes que no veía desde hacía décadas; simplemente accedí por curiosidad, saber qué habían hecho de sus vidas. Lo llamativo es que cuando ocurrió el evento, todos y todas compartían situaciones que yo no recordaba y entonces me dediqué toda la noche a dibujar alguna mueca cómplice para simular sintonía con el anecdotario colectivo.
Considero la memoria de la misma manera que un reservorio mineral que al tiempo que socavamos, agotamos. Es una maniobra de centrifugado instintiva para traducir la apatía en el siniestro correlato de nuestra existencia, una sensibilidad de su percepción, descripción tomográfica de nuestro interior mental. En el ejercicio de búsqueda, logro estirarme hasta los tres primeros recuerdos de mi vida. Los tengo bien identificados. El primero me ubica en mi habitación, en un departamento de tres ambientes. Sentado en el piso plastificado, con una hoja blanca generosa y un estuche con lápices de colores. Mi madre me había pedido que hiciera un dibujo para regalarle mi abuelo que se desintegraba a fuego lento en una cama de hospital. Por entonces tenía cuatro años.
El segundo: misma habitación, también en el suelo, pero esta vez jugando con mi padre. Aquella habitación tenía una ventana que compartía con un pasillo que hacía a la vez de lavadero. Cuando mi madre pasó por detrás de la ventana que permanecía siempre abierta, alcancé a preguntarle por qué el abuelo Alfredo no me traía más regalos. Ella tomó lo primero que tuvo a su alcance (para mi desgracia un casco amarillo de plástico rígido, esos que usan los obreros, que estaba apoyado sobre el marco inferior del ventanal) y lo lanzó sobre mi cuerpecito. Mi abuelo había fallecido, mi madre no conseguía lidiar con tanta muerte.
El siguiente –siempre en disposición cronológica- me tiene como protagonista en el mismo espacio, esta vez metido en la cama, un sábado por la tarde. Llovía torrencialmente, mis padres me habían arrinconado a una siesta forzada, aunque yo, en aquel momento, creía estar inmerso en una pesadilla con los ojos abiertos. Cubrí mi humanidad con las sábanas hasta que los gemidos cesaron. Años después comprendí que había sido testigo auditivo de una cojida de mi padre y de mi madre.
Toda aventura interior es un tanto terrorífica. No sabemos qué demonios despertaremos. El menú compositivo que en ocasiones acomoda procedimientos y resultados, pero también momentos que ocurren casi como accidentes, como sucede con aquellos relatos metafísicos. Al pasear la vista por mi reserva de recuerdos, distingo un canal bloqueado, el único que quisiera transitar.
La arquitectura del tiempo como fracaso estratégico, una máquina que fabrica fantasmas, de modo que lo insignificantemente insoportable, que puede ser visto como una descarga peligrosísima y a la vez inofensiva, es la matriz de una narración suspendida en la indefinición sentimental de los personajes. Percibir las monstruosidades, sobre todo las moleculares, las imperceptibles, ahí vamos. Como sea, decía: el único cuarto que quiero ocupar y no consigo es donde atiende mi hermano mayor, que murió a los cinco años, cuando yo tenía tres. Solo conservo un puñado de fotografías, no más de seis o siete, en las que estamos juntos, sonrientes, cómplices; él, con su cabeza desnuda por prepotencia de la quimio. No consigo recordar absolutamente nada de Pablo.