CULTURA
Contar el Conurbano

Cartografía mítica

Espejo insurrecto de la capital argentina, las representaciones del conurbano –tanto ficcionales como antropológico/sociológicas– son ya un género en sí mismo que demuestran una complejidad, abigarramiento y mestizaje mucho más real que los imaginarios capitalinos. Escritores y escritoras reflexionan y analizan ese continente magnético, a la vez que sumergido, cuna de una poderosa experiencia literaria.

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Imaginada como un más allá de la ciudad, la representación del Gran Buenos Aires es ya un tópico literario, con tantas aristas como autores lo habitan. | pablo temes

Está en boca de sesudos comentaristas políticos y es materia de discusión de sociólogos, economistas, funcionarios públicos y (pandemia mediante) sanitaristas e infectólogos. Sus habitantes –millones de personas– se identifican con un territorio que suele ser representado como campo de batalla de agrupaciones políticas, iglesias, mafias, fuerzas de seguridad, movimientos sociales. Tuvo además esta semana su segundo simposio internacional, “Literaturas y conurbanos. Entre lo local y lo global”, organizado por Clacso y la Universidad Nacional Arturo Jauretche y cuyas ponencias se pueden escuchar en el canal de YouTube del evento. Desde hace años, el conurbano bonaerense constituye un escenario literario. Conformado por veinticuatro municipios en dos cordones según el Atlas del conurbano bonaenrense, motiva a narradores de distintas generaciones y estilos a escribir ficciones en las que se le atribuye una lengua. ¿Tienen algo en común además del espacio (que en ficción no es poca cosa y puede determinar la acción)? Vestido y desvestido de prejuicios y estereotipos –de los que la literatura también se nutre–, el Conurbano y sus imaginarios atraviesan historias de autores como Claudia Piñeiro, Leo Oyola, Dolores Reyes, Walter Lezcano, Giselle Aronson, Juan Diego Incardona, Edgardo Scott, Pablo Forcinito, Denis Fernández y Mariana Komiseroff, entre otros. En relatos policiales, realistas, fantásticos o autoficcionales, el Conurbano se espeja en las narraciones del siglo XXI. 

Una antología de cuentos al cuidado del escritor Julián López, Conurbe. Cartografía de una experiencia (Unahur), en la que participan la ecuatoriana residente en el país Katya Adaui, Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Inés Garland, Hugo Salas y Camila Sosa Villada, entre otros, elevó el Conurbano al álbum local de escenarios literarios, donde ya figuran el desierto, la urbe porteña, las Malvinas, la selva y el Delta. “El Conurbano, geografía que concentra una enorme potencia histórica, política y cultural argentina, una geografía real que, por esa misma potencia, se impone mítica, puede pensarse como cuna de una experiencia literaria –escribe López en el prólogo de Conurbe–. Si los mitos son aquello que nunca sucedió pero siempre se repite, la poética del más allá de la gran ciudad es una argamasa en constante producción de formas nuevas, de nuevos contenidos y, sobre todo, de nuevas lecturas y relecturas de lo argentino, de la historia común”. A fines de 2020, Pedro Saborido, oriundo de Gerli y cocreador de Peter Capusotto y sus videos, publicó el libro de cuentos Una historia del Conurbano (Planeta). “En el Conurbano el hogar se prolonga a la calle –dijo su autor en una entrevista con Página/12–. En cuanto a formas y estéticas, tiene algo de pueblo. A medida que va progresando, se va llenando de gente y eso se va perdiendo, ya no sabés quién vive en la esquina, no te saludás, se va convirtiendo en la ciudad. Es la transición hacia la urbe”.

Literaturas de la periferia. Para testear una idea (¿existe la literatura del Conurbano?), es posible comenzar por aquellos que la ponen en tela de juicio. “No creo que haya una literatura conurbana –sostiene la escritora Nina Ferrari, autora de Mariposas negras y Los días se volvieron ceniza (Sudestada)–. La literatura es una, y en todo caso hay diversas formas de ejercerla de acuerdo al contexto, y todas son válidas. Sí creo que lo que sucede en la actualidad es que las voces de quienes habitamos este territorio se están abriendo camino, cuestionando ese lema que propone ‘darles voz a quienes no tienen voz’, proponiendo en cambio que quienes no tienen voz ejerzan su derecho a tomar la palabra y a contar su historia”. 

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Para el escritor y profesor Eduardo Muslip, se puede rastrear una tradición conurbana en la literatura argentina. “Hay una sensibilidad mayor a la localización y enunciación del Conurbano incluso en el hecho de que se releen textos que en su momento no se pensaron de ese modo –afirma–. Fogwill con Quilmes, los libros de memorias de Sylvia Molloy con sus historias en la zona norte del Gran Buenos Aires , Hebe Uhart y sus textos ambientados en Moreno”. Muslip señala algunos núcleos en el desarrollo de estas narraciones. “Por un lado, está la circulación permanente entre la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano; luego, la desintegración que se da con la dictadura y la posdictadura, y otro quiebre fuerte es el de la crisis de 2001, donde se advierte una segregación de espacios: el country, los barrios prósperos y los barrios pobres. En Instantáneas, de Beatriz Sarlo, hay unas páginas hermosas sobre la separación de los espacios en el conurbano bonaerense, y en el nuevo libro de Edgardo Scott, Cassette virgen, también hay observaciones muy interesantes sobre este armado de la geografía narrativa entre la Ciudad de Buenos Aires, ya terminada, y el Conurbano, en proceso de cambio continuo. Las universidades del Conurbano cumplen un papel y están articulando un pensamiento sobre el entorno y las literaturas llamadas periféricas”. 

 “La idea de una literatura conurbada es extraña porque está pensada desde una mirada que suele percibirse central –señala López–. En todo caso, hay ejemplos y tradiciones que me parecen muy luminosos en ese sentido. El Carlos Correas de Los reportajes a Félix Chaneton, específicamente, y la obra de Ioshua, una performance completa y descarnada, me parecen una donación muy excepcional en ese sentido. Desde esta mirada, no se puede eludir la cuestión de géneros pensada como otra conurbanidad; no es condición, pero comparten lo limítrofe, la marginalidad no como una mirada desde lo central y desde la que se mira lo que está fuera del margen sino como lo que se genera en el mismo margen, la existencia propia, central y productora del margen”. Esa mirada conlleva un método para el tratamiento de cuestiones universales: la violencia, el amor y el odio, la familia, el trabajo, el aprendizaje, la muerte y la magia. Y la reivindicación de una diversidad lingüística, que ya hizo varias ofrendas al lenguaje de los argentinos.

Contra el desprecio. “El Conurbano es un territorio enorme, siempre en movimiento: trenes, colectivos, remises, carros con caballos y tanta gente de a pie que por momentos recuerda a la primavera, cuando los hormigueros estallan e invaden toda la vereda –destaca Dolores Reyes, autora de la celebrada novela Cometierra (Sigilo) y autora de uno de los relatos de Conurbe–. Los sábados a la mañana hay tantas personas en las ferias y centros comerciales que hay que bajar a caminar por la calle, esquivando también los autos. Con el calor se baja a la calle porque los pibitos y las pelopinchos ocupan las veredas. Hacés diez cuadras y tenés un descampado, una fábrica abandonada. El aire es música y voces, porque la mayoría de esa gente es muy joven y le gusta salir y compartir: comida, música, mate, juegos, cerveza”. Para Reyes, que vive en Caseros, la lengua en el Conurbano es puro movimiento. “Un territorio así es una bomba literaria, pasan muchísimas cosas y el potencial narrativo es enorme –agrega–. Yo me cansé de que nos contaran desde afuera, con estereotipos y desprecio, y decidí hacer del Conurbano mi zona de escritura. Como en el resto del país, desaparecen chicas todo el tiempo, pero acá se siente muchísimo. Son muy jóvenes y la violencia hacia esos cuerpos es bestial. Muchas ya tienen hijos que van a quedarse huérfanos si esa mamá no vuelve. A la hora de ficcionalizar la historia de una vidente que descubre su poder en el mismo instante en que visualiza el femicidio de su madre, ¿cómo no narrar desde el Conurbano? Esta es la tierra de Oyola, de Ioshua, de Komiseroff, de Incardona, entre tantos otros”.

Músico y escritor, Alejandro Guyot acaba de publicar Sangre (Alto Pogo), su primera novela. “Transcurre en parte en esa combinación fascinante de paisajes, aleatoria y desordenada, del Conurbano: fábricas abandonadas, estructuras de hormigón armado sin terminar, discotecas, estaciones de servicio derruidas, albergues transitorios, galpones ferroviarios, desarmaderos en donde se apilan esqueletos de autos robados, corralones, terrenos baldíos –detalla –. Esta geografía híbrida de pampa y ciudad conecta de una manera muy particular con la religiosidad popular, haciendo un sincretismo rabioso que combina la subsistencia de curanderos y curanderas, hueseros, los pai umbanda, las macumbas en los cementerios, los Ministerios de Fe, que no son otra cosa que iglesias evangélicas, las congregaciones de monjas alemanas de Schönstadt, los conventos de las carmelitas descalzas, el Cotolengo, el Gauchito Gil, san La Muerte, los testigos de Jehová, el Heavy Metal Evangélico, las virgencitas que lloran sangre. Es una zona geográfica en donde todas las creencias, religiones y supersticiones conviven y no provocan conflicto alguno”.

Guyot comenzó a escribir su novela a partir de una noticia publicada en la sección de policiales del diario Crónica sobre una Virgen de José C. Paz que lloraba lágrimas de sangre. Dante, el protagonista, elabora una estrategia de marketing que consiste en salir a altas horas de la noche con una tropilla de operarios a bordo de una Trafic con el objetivo de reemplazar estatuas de la Virgen María ubicadas en plazas, rotondas, estaciones de trenes e iglesias ubicadas en puntos estratégicos del Gran Buenos Aires por sus virgencitas adulteradas que, cuando aumenta la temperatura en verano, lloran sangre. “El 20 de diciembre, con los calores infernales típicos de ese mes, las resinas dentro de las virgencitas fermentan y comienzan a licuarse, y termina provocando una catarata de llantos milagrosos en todo el Conurbano que coincide con la crisis y el estallido social de 2001”. Ese acontecimiento, que decretó hace veinte años el fin de una etapa en el país, figura en las efemérides del conurbano bonaerense y su literatura.

 

Excentricidad y cercanía

Maru Leonhard*

A mí el Conurbano me da cercanía. Hay algo del barrio, de cualquier barrio, que puedo identificar como propio; es algo que no me pasa cuando las historias suceden en la Capital. Para mí, la Capital es anónima, extraña, incluso habiendo vivido ahí más de diez años. Pero ahora que volví a mi barrio de casi toda la vida, me doy cuenta de que las calles donde mejor me muevo están acá. Que el miedo de una cuadra desierta me es tan familiar que lo tengo incorporado en el cuerpo, sé cómo moverme. Las historias que suceden en el Conurbano, ya sea primer cordón o tercero, me definen, me identifican. Son un espejo de mi vida pero también de otras vidas que compartí, de mis amigxs y de mi familia, de barrios más chetos y de barrios con calles de tierra que se inundan. Con vecinxs que salen a los tiros por las dudas y vecinxs que están para lo que unx necesite. De hecho, lo primero que hice cuando volví al barrio fue presentarme con la vecina de adelante, con la del negocio de la puerta, con la del dúplex contiguo. Y a nadie le pareció raro que me presentara. Por el contrario: me dieron la bienvenida, me pasaron datos de la cuadra, me contaron de sus casas, de sus vidas, acá en la cuadra ya conozco a todxs.

La excentricidad del Conurbano, la picardía que se maneja, sus mezclas imposibles: la estética que combina casas ampulosas con edificios nuevos cinco estrellas, con casas de más de cien años, con chalets prolijitos, con plantas descontroladas, con jardines de alegrías del hogar, con fachadas grises de humedad, todo el abanico que se ve, los olores que se sienten, la cloaca algo tapada, los baches que hay que esquivar, el negocio de la esquina que pasa de abuelo a padre a hijo, el club medio derruido, las motos, las motitos, el olor a jazmines de la primavera: toda la literatura que se mueve en esos márgenes, que hace mezclas imposibles, que habla de la oscuridad sin perder ninguna un rayito de luz que da alegría, la bestialidad de la noche, la violencia internalizada hasta con fines recreativos. Toda la literatura que se mueve ahí y que sucede en estas calles me atrapa, me conmueve, siento los olores de los que hablan, escucho los tonos de voz, son elementos que me son propios, que podrían ser míos.

*Escritora, autora de la novela Transradio (Cía. Naviera Ilimitada).

 

El encanto de los suburbios

Edgardo Scott*

Días atrás hablábamos con el cineasta Néstor Rodríguez Correa de que la pertenencia al Conurbano (yo soy del sur, él es del oeste), es decir, la pertenencia a un nombre que es ajeno, a una proyección de los porteños para un territorio que estaría rodeándolos, acechándolos, sitiándolos, pero siempre fuera de ellos, como un anillo sucio, temido e infame, decíamos o decía Néstor que ya habíamos pegado la vuelta. Que ya podíamos apropiarnos sin conflictos de eso. Esa sería la primera cuestión, admitir o no ese llamado; él tiene razón y, sin embargo, yo rechazo la categoría “escritor del Conurbano”. Si me gana es por cansancio. Luis Gusmán es de Avellaneda; Piglia, de Adrogué; Hebe Uhart, de Moreno; Mariana Enríquez, ni siquiera de Lanús, de Valentín Alsina. Es que el Conurbano parece un invento radiante para un viejo reality como Policías en acción. O una categoría que le conviene a la política en términos partidarios, pero ¿a la literatura? Prefiero decir “el suburbio” porque, como decía Pierre Drieu la Rochelle, “los suburbios son el fin del mundo”. Porque el suburbio es el arrabal, la rara extensión de la ciudad: ahí donde la ciudad se deshace o empieza. Desde que vivo en Francia, y especialmente en París, es más fácil porque acá la banlieu tiene una entidad geográfica y política muy definida. Mucho más que en Buenos Aires, probablemente. O sea que digo que nací en la banlieu de Buenos Aires. Pero sé que no estoy diciendo la verdad. 

Creo que muchos autores se plegaron a esa representación más o menos reciente que sería el “Conurbano”. Al mercado le gustan las etiquetas, las necesita, no es novedad. Creo que ceder a eso es traicionar algo sagrado (aunque suene pomposo). Es falsear algo, también. Hace unos años estaba en una lectura de poemas con Tamara Kamenszain, yo leí un poema que se llama Lanús, y cuando terminé se acercó Tamara para decirme que le hacía acordar a un poema de Néstor Perlongher que decía “Quilmes con sus patios”. Es decir que ella conectaba dos cosas: una cierta entonación de letanía, pero también el contraste y la pertenencia a esos nombres del suburbio. Recuerdo que Borges decía que Flores robadas en los jardines de Quilmes era un gran título. También por lo inesperado de ese nombre final. Supongo que eso sigue produciendo el suburbio (o si usted, lector, quiere, el Conurbano). Es un lugar para lo inesperado. Porque la ciudad es la ciudad, enseguida aparecerá lo “urbano”, desde el Manhattan Transfer a Los siete locos. Pero en los suburbios no habría una representación definida. Una vez un fotógrafo al lado del Riachuelo, en los galpones destruidos de Fabricaciones Militares, me dijo: “Esto parece Bielorrusia”. Me gusta que el suburbio siga siendo impredecible. Si en cambio solo va a producir y reproducir un mismo paisaje, un mismo tono, un mismo lenguaje, el Conurbano habrá triunfado y la ciudad habrá perdido el encanto de sus suburbios: la posibilidad de ser siempre otra cosa de lo que se espera.

*Escritor, su libro más reciente es Cassette virgen (Emecé).

 

Nuevos caminos

Walter Lezcano*

La historia es una pesadilla de la que estamos intentando despertar. Y esta historia es la que dice que la literatura que se produce en el Conurbano o que tiene ese territorio que parece infinito como escenario debe ser categorizada y señalada. ¿Por qué? Por su sesgo clasista, su aroma a desprecio, su mirada policíaca y aduanera. Grandes obras como Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Asís, o Vivir afuera, de Fogwill, o Cómo desparecer completamente, de Mariana Enríquez, transcurren en el Conurbano por una necesidad narrativa compleja que no podría ser reflejada en plenitud si no fuera en esa zona específica del mundo. En este sentido, quizás, el Conurbano como espacio literario pareciera construir un imaginario donde reinan el caos, la ilegalidad, el desborde de lo civil, la violencia y un más allá de las buenas costumbres. Sin embargo, esta mirada de un territorio signado únicamente por la violencia es incompleta, sesgada y perezosa. Ciudad dormitorio, de Damián Snitifker; Rock barrial, de Juan Diego Incardona, o Mi vida con ella, de Julieta Novelli –por citar algunos casos–, se manejan por nuevos caminos donde confluyen la música, lo generacional, la radio, la intimidad de los vínculos filiales. Pensar en literatura desde su graduación de “conurbanidad” también indica una puesta en tensión de una problemática atávica: la concepción de centro y periferia. ¿Es esta una perspectiva productiva para comprender en su totalidad una apuesta estética? La respuesta no sopla en el viento y es clara: por supuesto que no.

*Poeta, narrador y periodista.