CULTURA
Apuntes en viaje

Clausuras

La inmersión cada vez más precoz de las nuevas generaciones en los cenotes audiovisuales tiene consecuencias inmediatas en la forma de satisfacer el gusto por el relato.

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Clausuras. | Marta toledo

No hay caso: por más que lo intente, no puedo con las series. La formulación esquiva el tufillo plástico que impone una determinada posición estética o ideológica. Simplemente no puedo. En un esfuerzo de encomiable optimismo –similar al de quien se compromete a la dieta el lunes próximo-, nutro mi bloc de notas con las recomendaciones de especialistas que raspo en los diarios y portales, en las radios y también, cómo no, de los sin título que escupen los grupos de whatsapp. No ver series –no estar prendido a ellas el tiempo que dure la emisión-, en el feedlot en el que anido, es estar condenado al ostracismo. Durante algún tiempo consideré que en el instante flash de la reunión en el que se enciende la ristra de datos y comentarios sobre la serie del momento, bastaba con fabricar una mueca cómplice. Hoy sostengo que muchos amigos y amigas han dejado de invitarme a los encuentros por mi falta de participación –lo que es peor: mi falta de compromiso para clausurar esa carencia- en los celebrados pasajes en los que la pandilla toda conjetura sobre tal o cual personaje de la serie de la que todos hablan. 

Para el neurocientífico Pierre-Marie Lledo “cuando se pone a un individuo en un escáner y se le pide que lea, el 80% de su actividad mental se ve comprometida. Cuando se ve la película tomada de la misma obra, mirarla solo requerirá el 15% de la actividad total de nuestro cerebro”. Esta pasividad neuronal del espectador frente a las imágenes funciona básicamente porque la inmersión cada vez más precoz de las nuevas generaciones en los cenotes audiovisuales tiene consecuencias inmediatas en la forma de satisfacer el gusto por el relato que estructura la historia. 

Comencé a escribir este desvarío con una afirmación, aunque todavía no expliqué el porqué. No lo hice porque no lo tengo claro (y tengo que completar la página). Podría bosquejar como primer argumento para justificar mi apatía, la extensión de las mismas. Las series, como los libros, requieren dedicación, continuidad, blabla. Mi vida, si bien se ha organizado mucho gracias a la pandemia, ostenta algunos obstáculos que no consigo superar: nunca estoy en mi casa en el momento adecuado para sentarme o recostarme y encender el televisor. Aunque intuyo que esto solo no basta para comprender, para entenderme. Sintonizo entonces con Henry Miller cuando recordaba que “las cosas pueden perder todo valor, todo encanto, toda seducción, si a uno lo llevan de los pelos para admirarlas”. Creo que va por ahí.

Como sea: la explosión de la pandemia a escala planetaria me encontró viajando por Jordania. Salir de allí significó un verdadero tormento. Luego de rebotar en aeropuertos de tres continentes, finalmente logré ingresar a España a horas del cierre de fronteras para extracomunitarios como yo. Esperé el vuelo de repatriación en un departamento espléndido que me prestaron en Valencia. En ese entonces, el confinamiento era absoluto, con estrictos apercibimientos a quienes desobedecieran la única norma que había que cumplir: quedarse en casa. De modo que los primeros días los pasé leyendo, trabajando, durmiendo. Una noche, con la clara intención de amplificar mi campo perceptivo y enfrentado a la exploración de la curiosidad, encendí la tele e ingresé a Netflix. De casualidad di con una serie que me cautivó desde el comienzo. Durante cuatro días no hice otra cosa que devorar un capítulo tras otro, como un poseso extasiado. Supe que había escalado hasta la cumbre del bienestar burgués (¡ahora sí mis amigos volverían a invitarme a las tertulias!). Para mi sorpresa, el vuelo de repatriación llegó antes de lo esperado. Y con ello, todo se derrumbó: Homeland engordaba la cartelera de la plataforma en España, sí. En Argentina, en cambio, la compañía había decidido borrar cualquier indicio de ese título. Un año y medio pasó ya, y jamás pude terminarla.