CULTURA
El Nobel tiene nombre de mujer

Cómo y que escribre Doris Lessing

Contra todas las previsiones realizadas a lo largo de las últimas semanas, con diversos nombres, viejos y nuevos, figurando entre los preferidos –con Philip Roth, eterno candidato, entre los primeros, y Claudio Magris entre los segundos– la Academia Sueca, como cada año, volvió a sorprender. Le adjudicó el tan preciado premio a la escritora británica Doris Lessing, una prolífica autora cuyo nombre había empezado a pronunciarse en los pasillos en los años 60. Para muchos –incluso para ella–, había perdido toda probabilidad de ser galardonada con el tan ansiado premio.

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| AFP

Un anochecer de otoño; abajo, la calle era un escenario de pequeñas luces amarillas que sugerían intimidad, y la gente ya iba abrigada como para el invierno. A su espalda la habitación empezaba a llenarse de una fría penumbra, pero nada conseguiría abatir a Francés: estaba flotando, con el ánimo tan elevado como una nube de verano, tan contenta como una niña que acaba de aprender a andar. La causa de este insólito buen humor era un telegrama de su ex marido, Johnny Lennox —el camarada Johnny—, que había recibido hacía tres días. FIRMADO CONTRATO PARA PELICULA DE FIDEL PAGARE TODOS LOS ATRASOS Y LO CORRESPONDIENTE A ESTE MES EL DOMINGO. Y el domingo había llegado. Sabía que aquel «todos los atrasos» obedecía a una euforia semejante a la que ella estaba experimentando; de ningún modo los pagaría “todos”, pues a esas alturas ascendían a una cantidad tan grande que había perdido la cuenta. Aun así, la confianza que él demostraba parecía indicar que esperaba una suma verdaderamente importante. La confianza era el... no, no debía decir que era el sello de Johnny, pero ¿acaso alguna vez lo había visto amilanado por las circunstancias, o desconcertado siquiera?

Detrás de ella, sobre el escritorio, había dos cartas dispuestas la una al lado de la otra, como una lección acerca de las improbables pero frecuentes yuxtaposiciones dramáticas de la vida. En una le ofrecían un papel en una obra. Francés Lennox era una actriz de reparto, formal y fiable; nunca le habían exigido otra cosa. Se trataba de una obra nueva y brillante, un mano a mano en el que el protagonista masculino sería Tony Wilde, a quien hasta entonces había considerado tan inalcanzable que jamás había aspirado a ver su nombre junto al de él. Y había sido el propio Tony Wilde quien la había propuesto para el papel. Dos años antes habían trabajado juntos; ella interpretando un personaje insignificante y funcional» como de costumbre. Al final de la breve temporada —la obra había distado de ser un éxito—, después de la última función y entre una y otra salida a escena para saludar, había oído: “Buen trabajo, has estado muy bien.” Sonrisas desde el Olimpo, había pensado, aunque sabía que él ya había manifestado cierto interés por ella. No obstante, ahora había tomado conciencia de todas las fantasías febriles por las que se dejaba llevar, lo que no la pilló desprevenida, pues sabía lo atrincherada que estaba, lo bien que controlaba su faceta erótica. A pesar suyo, echó a volar su imaginación pensando en su capacidad para divertirse (aún no la había perdido, ¿verdad?), incluso para experimentar un imprudente placer, si le daban pie, mientras demostraba lo que era capaz de hacer en el escenario, siempre y cuando le brindaran la oportunidad. Sin embargo, en un pequeño teatro y con una obra tan arriesgada no ganaría mucho. De no ser por el telegrama de Johnny, no habría podido permitirse el lujo de aceptar.

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En la otra carta le ofrecían que se encargara de un consultorio sentimental (con un nombre aún por decidir) en The Defender. Se trataba de un trabajo seguro y bien pagado que supondría una prolongación de su otra faceta profesional, la de periodista freelance, que era la que le daba de comer.

Hacía años que escribía sobre los temas más variados. Había hecho sus pinitos en periódicos locales y sensacionalistas, en cualquier sitio donde le pagaran algo. Más tarde comenzó a investigar para artículos serios, que se publicaron en la prensa nacional. Tenía fama de escribir notas rigurosas y equilibradas que a menudo presentaban un enfoque original sobre hechos corrientes.

Se le daría bien. ¿Para qué la capacitaba su experiencia sino para tratar con objetividad los problemas ajenos? Pero aceptar ese trabajo no le proporcionaría placer ni la sensación de estar ampliando sus horizontes. Más bien la obligaría a enderezar los hombros con esa férrea determinación interior que es como un bostezo reprimido.

Qué harta estaba de problemas, de almas magulladas, de críos abandonados; qué maravilloso sería decir: “Bien, ya podéis cuidaros solos por un tiempo. Yo estaré en el teatro todas las noches y la mayor parte del día”. (Llegada a ese punto, se echó a sí misma otro jarro de agua fría: “¿Has perdido la cabeza?”. Sí, y le encantaba.)

Vio brillar la copa de un árbol todavía envuelto en su follaje estival, ahora un poco enralecido; la luz procedente de dos plantas más arriba, de las habitaciones de la vieja, lo había rescatado de la oscuridad para llenarlo de animado movimiento y de un tenue verdor: el color apenas se insinuaba. De manera que Julia estaba en casa. Al readmitir a su suegra –ex suegra– en su mente, experimentó una aprensión familiar, causada por el peso de la censura que descendía a través de la casa hasta ella, aunque recientemente se había percatado de algo más. Julia había estado ingresada en el hospital, al borde de la muerte, y Frances se había visto obligada a reconocer cuánto dependía de ella. ¿Qué haría sin Julia? ¿Qué harían todos?

Entretanto, todo el mundo se refería a ella como “la vieja”; incluida Frances, hasta hacía poco. Andrew, en cambio, no. Y había notado que Colin había empezado a llamarla Julia. En las tres habitaciones situadas directamente encima de donde se encontraba en ese momento, debajo de las de Julia, vivían los hijos que había tenido con Johnny Lennox: Andrew, el mayor, y Colin, el menor.

Frances también disponía de tres habitaciones: un dormitorio, un estudio y un cuarto que siempre venía bien cuando alguien se quedaba a pasar la noche. Había oído comentar a Rose Trimble: “¿Para qué necesita tantas habitaciones? Es una egoísta”.

Sin embargo, nadie se preguntaba para qué quería Julia cuatro habitaciones. La casa era suya. En lo alto de ese edificio ruidoso y demasiado concurrido, en el que la gente no paraba de entrar y salir, dormía en el suelo y llevaba amigos cuyos nombres Frances casi siempre ignoraba, había una zona aparte que era todo orden, donde el aire parecía suavemente malva y olía a violetas, con armarios que contenían sombreros de hacía décadas, adornados con velos, diamantes falsos y flores, así como trajes de una tela y un corte extraordinarios, que ya no se encontraban en las tiendas. Julia Lennox bajaba por la escalera y salía a la calle con la espalda erguida y las manos enfundadas en guantes –tenía cajones repletos de ellos–, con zapatos impecables, sombrero y abrigo violeta, gris o malva, rodeada por un halo de aromas florales. “¿De dónde saca esa ropa?”, había preguntado Rose antes de descubrir una verdad del pasado: que era posible guardar la ropa durante años y que no era preciso tirarla una semana después de comprarla.

Debajo de la zona de la casa correspondiente a Frances había un salón que se extendía desde el fondo hasta la fachada, y en cuyo amplísimo sofá rojo los adolescentes solían intercambiarse apasionadas confidencias, de dos en dos; si Frances abría la puerta con cautela, a veces veía hasta media docena de “críos”, acurrucados como una camada de cachorros.

El uso de la estancia no justificaba el que le hubieran concedido tanto espacio en el centro del edificio. La vida de la casa se desarrollaba en la cocina. La sala sólo demostraba su utilidad cuando organizaban una fiesta, lo que no ocurría a menudo, porque los chicos iban a discotecas y conciertos de música pop; aunque les costaba salir de la cocina y separarse de la grandiosa mesa que Julia había usado para servir sus cenas, con un ala plegada, en los tiempos en que “recibía invitados”, como ella decía.

Ahora la mesa estaba siempre extendida, rodeada de entre dieciséis y veinte sillas y banquetas.

El apartamento del sótano era grande, y Frances casi nunca sabía quién acampaba en él. Los sacos de dormir y los edredones salpicaban el suelo como si fuesen despojos de una tormenta. Cuando bajaba no podía evitar sentirse una especie de espía. Aparte de insistir en que mantuvieran el lugar limpio y ordenado –de vez en cuando les daba por “limpiar”, aunque los efectos de esos arrebatos higiénicos no resultaban fáciles de apreciar–, procuraba no interferir. Julia no adolecía de las mismas inhibiciones; a menudo descendía por la estrecha escalera y contemplaba la escena de los durmientes, que en ocasiones seguían dentro de sus sacos hasta el mediodía o incluso más, rodeados de tazas sucias, pilas de discos, radios y montañas de ropa; luego se volvía despacio, una figura severa a pesar de los pequeños velos y los guantes, que en ocasiones llevaban una rosa bordada en la muñeca, y tras deducir por la rigidez de una espalda o por una cabeza que se alzaba con nerviosismo que habían reparado en su presencia, subía lentamente la escalera, dejando en el viciado aire un aroma a flores y polvos cosméticos caros.

Frances se asomó a la ventana para ver si salía luz de la cocina; sí, de manera que estarían todos allí, esperando la cena. ¿Quiénes serían esta noche? En ese momento Johnny dobló la esquina con su Escarabajo, aparcó hábilmente y se apeó. Las fantasías de tres días se desvanecieron en el acto, mientras Frances pensaba: “He sido una idiota, una loca, ¿qué me indujo a creer que iba a cambiar algo?”. Aunque de verdad fuera a realizarse esa película, no habría dinero para ella y los chicos, como de costumbre..., si bien él había asegurado que ya habían firmado el contrato, ¿no?

Durante el tiempo que tardó en caminar despacio, detenerse ante el escritorio para contemplar las dos cartas fatídícas, llegar a la puerta, siempre a paso lento, y empezar a bajar la escalera, fue como si aquellos tres días no hubieran existido. No actuaría en la obra, no disfrutaría de la peligrosa intimidad del teatro con Tony Wilde, y estaba casi segura de que al día siguiente escribiría a The Defender para aceptar la columna.

Descendió poco a poco, tratando de recuperar la compostura, y se detuvo ante la puerta abierta de la cocina, sonriendo. Allí estaba Johnny, junto a la ventana, de pie y con los brazos apoyados en el alféizar, lleno de arrogancia y –aunque de un modo inconsciente– también de culpa. En torno a la mesa había un variopinto grupo de jóvenes, entre ellos Andrew y Colin. Todos contemplaban a Johnny, que había estado pontificando sobre un tema u otro, con cara de admiración; todos menos sus hijos. Estos sonreían, como los demás, pero de pura ansiedad. Al igual que Francés, sabían que el dinero que les había prometido se había esfumado en el país de los sueños. (¿Por qué se lo había contado? ¡Debería haber sido más lista!) No era la primera vez. Y también sabían, como ella, que Johnny se había presentado en ese momento, cuando sabía que la cocina estaría llena de jóvenes, para que no lo recibieran con ira, lágrimas, reproches..., aunque todo eso pertenecía al pasado, a un pasado lejano.

Johnny abrió los brazos con las palmas hacia ella y esbozó una sonrisa forzada.
—La película se ha cancelado... La CIA... –Al ver la cara que ella ponía, dejó la frase sin terminar, mirando con nerviosismo a los chicos.
—No te molestes –replicó Frances–. La verdad es que no esperaba otra cosa.
Entonces los chicos se volvieron hacia ella con un gesto de preocupación que intensificó sus remordimientos.
Frances se aproximó al horno, donde varios platos estaban a punto de llegar al momento de la verdad. Como si la espalda de su ex mujer lo hubiera absuelto, Johnny comenzó con la vieja cantinela sobre la CIA y sus maquinaciones, que esta vez habían sido responsables de la cancelación de la película.
Colin, que por lo visto necesitaba hechos a los que aferrarse, lo interrumpió:
—Pero, papá, pensé que el contrato...
—Demasiados problemas –se apresuró a alegar Johnny–. No lo entenderías... La CIA siempre se sale con la suya.
Francés miró con cautela por encima del hombro y descubrió que el rostro de Colin estaba crispado por una mueca que era a la vez de rabia, confusión y resentimiento. Como de costumbre, Andrew parecía tranquilo, casi risueño, aunque ella sabía que se trataba de una falsa impresión. Esa escena y otras parecidas se habían repetido en incontables ocasiones durante la infancia de los chicos.