Una novela que combina la precisión de la crónica y la profundidad del ensayo para generar una historia que ilustra cómo el totalitarismo puede bucear en los más extraños sedimentos del pasado con tal de darse un origen mítico que justifique sus pretensiones de dominio del presente. Esa puede ser una de las claves de lectura de La culpa de lo sagrado (Mansalva), nueva obra de Carlos Piñeiro Iñíguez, quien ya ha publicado numerosos ensayos y libros de ficción.
Rodolfo Burgos nace en Cañuelas en 1905, hijo de dos alemanes que, en una aventura hoy inverosímil, escapaban de las penurias europeas para forjarse algo parecido a un destino promisorio en ese lejano país de América del Sur. A su padre, Rainer Burg, le castellanizaron el nombre en el Registro Civil argentino por el más sencillo de Ramiro Burgos y ese hecho puede leerse, para su hijo, como un signo de la pérdida de su lazo germánico; lazo que ya en su adultez buscará remendar con una intensidad creciente.
Esa búsqueda tiene antecedentes; el ya maduro Ramiro-Rainer parte como voluntario para pelear por Alemania en la Primera Guerra Mundial y, a su regreso, más que dedicarse de lleno a la fábrica de molinos que había montado en el barrio de Chacarita, se enreda con pasión en la lectura de autores que impulsaban ese nuevo nacionalismo que se maceraba en su país de origen. El joven Rodolfo absorbía ese clima, alimentado también por la lectura compartida junto a su padre de publicaciones alemanas y a la prensa en ese idioma editada en Buenos Aires. Por supuesto, detectan que un joven agitador, Adolfo Hitler, quien había sido solo cabo en la Guerra (como Rainer), comenzaba a destacarse en el tablero político. “Mi padre decía que era el hombre; el guía que habíamos estado esperando”, rememora Rodolfo.
En ese periplo conceptual y geográfico, el joven Burgos se empapa de literatura nórdica y de cultos esotéricos, que, de un modo u otro, remiten a que la civilización aria es superior a las demás. Así, el personaje describe, fascinado, las características del Walhalla, las ideas de los tres soles (de ámbar, de hielo y de fuego) y la historia de la Sociedad Thulé, un grupo de estudios de la antigüedad germánica que sostenía que la Tierra era hueca.
En 1933, el mismo año en que Hitler gana las elecciones en Alemania (a la que poco después convierte en un Estado totalitario), llega Rodolfo a ese país, en donde logra cambiar su identidad por la de Rudolf Burg, para afianzar su relación entre suelo y sangre y ocultar que, por más ascendencia germánica que tuviera, no dejaba de ser un argentino. Para progresar en el campo de la antropología y la arqueología, al que quería dedicarse, bajo la férula de Otto Rahn, debía entender y asimilar los códigos raciales del nuevo orden propuesto (e impuesto) por los nazis.
Burg ingresa en las SS y se dedica con fervor a explorar las más extravagantes hipótesis sobre el origen de la raza aria. Su ingreso en la Deutscher Ahnenerbe, la Sociedad para la Investigación y la Enseñanza de la Herencia Ancestral Alemana, que va a terminar siendo absorbida por la megaorganización liderada por Heinrich Himmler, le permitirá acentuar ese camino.
La Ahnenerbe, en su furor por encontrar elementos que permitieran construir un nuevo credo con el cual sostener espiritualmente al Tercer Reich, desplegará sus tentáculos por Suecia, Finlandia, Francia, Turquía, Grecia, Irak, Siria, España, Italia y Tíbet, en búsqueda de todo tipo de rastros arqueológicos y hasta tradiciones orales. Esos recorridos pretenden llegar, con el mismo fin, hasta el Lago Titicaca, para estudiar las ruinas de la civilización de Tiahuanaco, pero la invasión nazi a Polonia aborta esos planes. Pero sí se realiza la expedición a la Antártida en la busca de los atlantes dormidos.
Rudolf Burg relata, con la puntillosidad de un entomólogo, la memoria de un historiador y la credulidad de un fanático, desde las internas en las entrañas del régimen, el acopio de hallazgos arqueológicos en el castillo de Wewelsburg y la multiplicación de nuevos rituales con los que, dentro de las SS, se pretende inventar una nueva religión. Así, desfilan runas, solsticios, manuscritos esotéricos y celebraciones paganas que buscan cimentar esa espiritualidad. Hacia 1943, el protagonista se embarca junto a otros compañeros de la organización rumbo a Buenos Aires, para allí ir a Córdoba y tratar de dar con un Martillo de Thor o un Bastón de Wotan, supuestamente enterrados en alguna estribación del Cerro Uritorco.
La estadía en suelo cordobés le depara una gran sorpresa y regresa a Alemania. El ocaso del nazismo provocará que el protagonista decida escaparse antes de que Berlín caiga en poder soviético y, vía Lisboa y otra vez en barco, recala en Brasil. Una incandescente y breve estadía en Buzios desafía sus sentidos y su ideología y su siguiente y última escala es Apóstoles, en Misiones, evitando a la comunidad alemana local y con el temor de ser capturado por el Mossad. La selva misionera será el escenario final de su vida. Y, al revés del policial clásico, en este caso el detective aparece al terminar la obra y solo aporta conjeturas más que esclarecimientos, en realidad, ninguno de los actores quiere esclarecer nada porque todos saben, o al menos sospechan, qué se esconde detrás de la tragedia.
Novela con solidez histórica, La culpa de lo sagrado además nos lleva a un fascinante viaje donde se cruzan desde Carl Schmitt hasta Marcia, una jefa de camareras de piel negra. En este estremecedor e inquietante texto, Carlos Piñeiro Iñíguez, con vueltas imprevistas y giros que sorprenden al lector, demuestra que la enajenación generada por los totalitarismos se cristaliza en los sinsentidos de una intelectualidad que primero es un actor pasivo y luego se convierte en cómplice de la gran tragedia.