CULTURA
martinez estrada

Con la fortaleza del huracán

Protagonista indiscutible de la ensayística latinoamericana del siglo pasado, el Fondo de Cultura Económica publica los Cuentos completos de Ezequiel Martínez Estrada, primera edición continental de una obra fundamental de la literatura argentina.

| Pablo Temes

A nadie parece responder con mayor ingratitud la esquiva gloria literaria que a los temperamentos sensibles, casi siempre atormentados, abocados a la escritura de ensayos. Basado en pruebas empíricas –recuérdese los casos de José Vasconcelos en México, Luis Cardoza y Aragón en Guatemala, Germán Arciniegas en Colombia (autor de la fascinante y elegante Biografía del Caribe), José Carlos Mariátegui en el Perú, Angel Rama en Uruguay o José Edmundo Clemente en la Argentina–, queda claro que el oficio de la llamada “literatura de ideas” es un salvoconducto efectivo para engrosar los incontables pasillos de la Biblioteca del Olvido Universal, donde reposan algunas de las manifestaciones más lúcidas y poderosas de la otrora fulgurante inteligencia literaria.
El caso de Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), prócer imbatible de la ensayística latinoamericana, es sintomático por varias causas. Autor de, cuando menos, dos libros perennes –pienso en Radiografía de la pampa y sobre todo en La cabeza de Goliath–, el grueso de su obra prosística se lee poco y nada, salvo en círculos intelectuales específicos y desperdigados seminarios universitarios. Al margen de su libro sobre Nietzsche, su Muerte y transfiguración de Martín Fierro y sus diversas consideraciones sobre Sarmiento, la suya es la maldición del hombre orquesta, parecida a la de Alfonso Reyes o Carlos Monsiváis: por haber hecho del mundo su morada y paladar, la sustancia más noble de sus obras se pierde dentro de la hojarasca inmanejable que alguna vez convocó legiones pero difícilmente se lee con el alcance y el provecho de su época fuera de círculos especializados (a título personal, considero que una obra como Diferencias y semejanzas entre los países de América Latina debería ser una lectura obligatoria para los alumnos de bachillerato del subcontinente, portento de una inteligencia visceral hermanada con un esfuerzo desaforado).
La reciente edición de los Cuentos completos, publicada por el Fondo de Cultura Económica, se impone como una de las joyas de la Serie del Recienvenido, edición que reproduce con apenas unos cambios ortográficos la preparada por Roberto Yahnni para Alianza Editorial publicada en Madrid en 1975. Dicha impostura tiene que ver con la disponibilidad y acercamiento a una de las facetas menos conocidas del ensayista y, a no dudarlo, una de las más jugosas (cuando un ensayista de su calibre narra, la realidad acusa el golpe).
En opinión de Ricardo Piglia, flamante receptor del prestigioso premio Formentor, “sus relatos no explican ni interpretan, dan a juzgar. La cuestión central aquí es –como siempre en literatura– la enunciación. El que narra es un coleccionista de calamidades, un sujeto distanciado que registra los hechos con cierta ironía y resuelve magistralmente, con detalles circunstanciales y diálogos de gran eficacia, la construcción de un mundo a la vez cotidiano y condenado”.
Por su extensión y complejidad, más que cuentos se trata de nouvelles, o para decirlo en buen cristiano, de noveletas densas y complejas de corte kafkiano, donde un destino inexorable mueve las vidas de feroces desgraciados, recortados siempre en un momento particular de profundo patetismo que no se resuelve de ninguna manera, para bien ni para mal, como suele suceder en nuestras existencias miserables.
En textos como La inundación –de crueldad inclemente y obstinada–, La escalera, Examen sin conciencia –circular y áspero, más bien espeso– y particularmente Sábado de gloria, la sensación de sofocamiento y opresión llega a ser intolerable. Hay esperanza… pero no para nosotros, podrían decir a voz en cuello sus personajes, remedos de marionetas que ni siquiera mueven a la conmiseración porque con un par de pinceladas asesinas el narrador devela descarnadamente su naturaleza de canallas. Dicha opresión es una herencia directa de Kafka que el autor explicitó en más de una ocasión: “Confieso que le debo muchísimo al checo –el haber pasado de una credulidad ingenua a una certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema–, y creo que su influencia es evidente en mis obras de imaginación”.
Es visible en la totalidad de los relatos un pesimismo radical sostenido por una narración pasmosa que retrata los infortunios de la vida en sociedad cuestionando directamente sus fundamentos a través de la erosión de valores como la compasión, la empatía o el sentido del deber, que luego de su mirada quirúrgica se revelan como fugitivos y aparentes. Los cuentos en los que describe las relaciones y correspondencias que se dan en la miseria, como en el caso del extraordinario Juan Florido, padre e hijo, minervistas, revelan un temperamento que, si no la conoce desde las entrañas, la ha mirado con detenimiento muy de cerca.
En este relato aflora un humor discreto y cuasi criminal, donde se destaca el carácter necrológico y hasta abyecto que envuelve al libro, siempre a través de digresiones eternas que se solazan en el detalle y de manera pendular apuntalan la anécdota: casi sin querer. Martínez Estrada crea mundos y atmósferas cada tres líneas, a la manera de Rulfo o de Zweig, apuntalando un estilo menos contenido que torrencial: en su prosa se adivina la sangre del novelista: “Cuando hallaban en el camino algún caballo uncido a un carro, solían detenerse un instante para contemplarlo en silencio, pues uno y otro estaban convencidos de que los caballos que reposan con la cabeza gacha padecen también de cefalea y que habían enmudecido a consecuencia de esos indecibles dolores”. El dolor de los hombres. El dolor de los caballos. Chéjov y Nietzsche para el alma del ensayista acongojado.
En este relato extraño, además de describir cierta idiosincrasia profunda del rioplantese, se da cita un niño muerto de pene gigante conservado en formol como testimonio de un territorio inmundo y envilecido: “El angelito permanecía en la misma actitud desde hacía cuarenta años, las piernas un poco torcidas, el vientre y alguna otra parte del cuerpo muy desarrollados, por ejemplo la cabeza, los bracitos levantados y como llevándose las manos a las sienes”. Hay en estas páginas descarnadas niñas con la cara embarrada de mierda, prostitutas, delincuentes, muertos de hambre y una carroza para niños muertos en la que llevarán a enterrar, de la manera más humillante posible, a un extraño caballero: “Así son los pobres, ¿ven? Miseria y mugre y todavía buscan basura”. Cadáveres roídos por las ratas.
Martínez Estrada acusa una sensibilidad lucida y por ello no deja títere con cabeza, como en La tos, donde también disecciona los encantos del matrimonio: “No se le ocurrió que tuviera que contestar esas palabras, que eran acaso una parte insignificante de las acusaciones reprimidas durante muchos años de vida conyugal. Mantenidas latentes con esfuerzos por mutuas concesiones que en este momento perdían para siempre toda contención. Delante de sí tenía a su mujer, una mujer de otra sangre y de otro espíritu, con la que nunca le había sido posible entenderse sino sobre las cuestiones más triviales y rutinarias de la vida de hogar”.
Escamoteado en vida por sus veleidades de poeta (Tres poemas del anochecer acaso sea el mejor de sus títulos), algunos fragmentos de sus relatos imantan por su belleza, como en el caso de La cosecha, una pieza magistral: “El mediodía encendía y arrojaba fuegos por todas partes. Los campos brillaban en reverberación metálica, fundiéndose la tierra y el cielo en un bloque de piedra preciosa”.
Con una lectura no exenta de fatiga, precisamente por un trasfondo en el que sin la tortura de la inquietud metafísica se adivina un severo desasosiego existencial, los cuentos de Martínez Estrada irrumpen con la fuerza de un huracán desde un pasado presente en el que destacan, por sobre todo, dos elementos esenciales: una dicción casi profética, profundamente desgarradora, que hace de sus piezas ejercicios de orfebrería, descorazonadores, en la línea telúrica de José Revueltas o Thomas Bernhard: Martínez Estrada escribe una narrativa crepuscular.
El otro elemento es la incomunicable soledad; esa imposibilidad de comunión que reduce a los personajes al tamaño de su mirada. Por ello resuenan en sus páginas las palabras de José Edmundo Clemente vertidas en la Historia de la soledad: “El infinito es uno de los nombres de la soledad, porque la soledad no dura un tiempo dado sino la distancia de un camino. Por eso sentimos la soledad como si la anduviéramos”.
Siempre es difícil sopesar con justeza la obra de un autor proteico y titánico en cuyo aliento se dieron cita la historia con la filosofía y la moral con la política: tiempos como el nuestro, donde la vida literaria ha sucumbido a la farandulización barata y cretinizante, no verán en lo absoluto una figura del tamaño de Martínez Estrada; sin embargo, la lectura de sus relatos permite conocer el paisaje interior de un hombre que supo dictaminar, con aliento de profeta, a un joven Ricardo Piglia que “la Argentina se tiene que hundir. Si merece vivir, saldrá a flote, y si no, mejor será que permanezca hundida en el pantano de la Historia”.
Las ficciones del ensayista, ni duda cabe, continúan navegando.