CULTURA
Apuntes en viaje

Copas

En lo de mis padres hasta no hace muchos años había un juego de copas de sidra que les regalaron para el casamiento. No eran de cristal ni mucho menos.

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Copas. | marta toledo

Aquí en el pueblo hay una santería. La atienden dos mujeres. A veces entro a comprar velas (san Marcos o san Jorge o los velones verdes de siete días cuando hay un tema de salud), velas o unos paquetitos de hierbas para poner sobre un carbón encendido. Una vez también les compré un san Expedito: es una figurita recortada en fibrofácil, parece un juguete. Hace un tiempo entré y vi que entre las imágenes y las velas y los sahumerios había una hilera de copas de vidrio tallado. Dos o tres de color verde y cinco o seis transparentes. ¿Qué hacían ahí, de dónde habrían salido? Les pregunté si estaban a la venta y me dijeron que sí y el precio. Enseguida pensé en la herencia humilde de una tía recién fallecida. No lo suficientemente cercana o querida como para conservar esos objetos en el modular de la propia casa. En lo de mis padres hasta no hace muchos años había un juego de copas de sidra que les regalaron para el casamiento. No eran de cristal ni mucho menos. Unas copas cortas y panzonas con un dibujito tallado, una flor, creo. Siempre estuvieron en el aparador como si fueran piezas de lujo aunque eran copas simples de las que se venden en un bazar de pueblo. Nunca bebíamos en esas copas, ni en las Navidades ni en los cumpleaños. Las copas se llenaban de polvo y en alguna limpieza general de esas que hace mi madre, las sacábamos y había que limpiarlas con mucho cuidado de no romperlas. No sé en qué circunstancias se habrán ido rompiendo, pero no las vi la última vez que estuve en la casa.Ese día no compré ninguna, pero a la semana o a los 15 días volví a entrar y las copitas seguían en el estante. Pedí dos porque tenía otras dos compradas hace años en el Ejército de Salvación: dos copas de pie azul, vidrio tallado y un ribete dorado en el borde. Estas otras copitas, más pretenciosas, también habrán terminado en la beneficencia luego de ser heredadas por parientes que no las querían en sus modulares. El primer domingo que usé las copas de la santería, vinieron unos amigos y rompieron una. A los pedidos de disculpas hice un gesto y dije: “no importa, son copas viejas”. Pero para mí eran nuevas y me dio rabia que una se rompiera apenas la primera vez que las puse en mi mesa. Otra vuelta, volví a pasar por ahí, entré y compré tres más. Eran las últimas tres. Las verdes seguían en su sitio. Hace unos días se rompió otra. Y antes se rompió una de las azules. Ahora solo quedan cuatro, el número ideal para las reuniones pequeñas a que nos obliga la pandemia.Un amigo que nos visitó hace poco y es un bebedor de tranco largo, de pico caliente, de boca ancha me dijo que no entendía que tuviéramos copas tan chiquitas. Le dije que simplemente me gustaban. Que me gustaba pensar que habían estado durante décadas en una casa sin que nadie las usara, esperando ocasiones especiales que nunca llegaron, condenadas a juntar polvo en una sala conurbana. En cambio ahí estábamos nosotros, esa noche, bebiendo en ellas. Nosotros que nos conocemos hace casi treinta años, que nos vemos poco pero cuando nos vemos es como si él siguiera teniendo pelo y yo siguiera siendo flaca, que nos miramos en la oscuridad en que se convirtió el día después de haberlo pasado juntos desde temprano y nos preguntamos en qué momento, cuándo, pasó el tiempo. Finalmente, después de atravesar años, las copas encontraron un destino justo, aquello para lo que fueron hechas, la celebración.