Medio siglo después de su edición original, llega la traducción al castellano de la saga con la que Edna O’Brien escandalizó a la conservadora sociedad irlandesa de entreguerras y que llevó al párroco de la iglesia de su pueblo a comprar en una librería de provincia los tres ejemplares de la novela que era suceso en Londres y Nueva York, para, “con el dinero del cepillo del domingo, llevárselas de vuelta a la aldea y quemarlas públicamente en la plaza que queda frente a su iglesia” como se nos informa en el colofón de la edición española.
Difícilmente un lector actual pueda tener una reacción similar pero lo que sí es cierto que la lectura de la saga no puede dejar de lado el contexto en el que fue escrito ni los avatares biográficos de su autora, quien, en forma bastante casual y a pedido de sus jefes en la editorial donde trabajaba como lectora de manuscritos, comenzó a delinear su infancia y con ella, al campesinado pobre y ultracatólico de Irlanda, con el explícito título de Las chicas de campo.
Y las chicas, las protagonistas, son dos: Caithleen y Baba, amigas y enemigas inseparables, dos caracteres opuestos pero no arquetípicos, que transitarán su infancia en el opresor espacio familiar, se escaparán del internado de monjas donde cursan su bachillerato y se mudarán a Dublín para pasar a integrar el ejército de trabajadores de los pequeños comercios de la ciudad, en busca de su emancipación económica.
Es que el destino que les espera no es muy alentador: las mujeres que pueblan su infancia son víctimas de la mezquindad y el desamor que sustenta una estructura familiar en la que hombres y mujeres sobrellevan una vida de embrutecimiento que el olor impregnado de la bosta de los animales subraya y el alcohol, puerta de salida de la violencia, es el lado B de una religiosidad sin fisuras.
Y tanto la oralidad como la tradición literaria tienen un papel central en esta escritora –innegable precursora de la exquisita Claire Keegan– que moldea sus personajes a partir de bloques de percepción y sentimientos como la brutalidad del padre alcohólico, la aflicción resignada de la madre, la impostura de los hombres amados, la mezquindad de los inmigrantes que una vida de privaciones inculca, el sarcasmo feroz de su contracara Baba y la ternura que asoma a pesar de la dureza de las condiciones en algunos personajes secundarios, a los que dota de profundidad y claroscuros.
Con una prosa directa y descarnada aunque no lineal –con la que Caithleen se expone, sin la menor conmiseración, en la primera persona asumida por ella– describe el pedazo de tierra tapado de malezas donde se yergue la casa paterna, registrando la paleta de colores de su terruño amado: “Era una casa de mampostería roja que se erguía entre los árboles; y, por las tardes, cuando caía el ocaso, brillaba con luz propia la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor”.
Pero Caithleen (a la que su sofisticado e izquierdoso marido llamará Kate porque su nombre original le recuerda la “Irlanda profunda” tanto como Baba pedirá que la llamen “Baobra” por el mismo motivo) difiere de su amiga en el imaginario femenino forjado en horas de lecturas juveniles: “Los mejores hombres habitaban en los libros: hombres extraños, complejos, románticos; los que yo más admiraba”, mientras que Baba, por el contrario, con un pragmatismo inmune al ideal romántico, elige al que mejor pueda garantizarle una vida acomodada. Y en esa búsqueda transitarán los primeros años vividos en la pensión de Dublín, relatados en La chica de ojos verdes, años de aprendizaje amoroso, unas veces alocado y otras, atormentado, con el telón de fondo de la tragedia familiar que vuelve a la vida de Kate desde el pasado y a la que intenta conjurar mudándose a Londres y probando a ser escritora.
En el tercer tomo, Chicas felizmente casadas, vemos a Baba asumiendo la narración, un acierto de la autora, cuyas coordenadas biográficas habían quedado peligrosamente pegadas al derrotero de Kate, y su mirada ácida acerca del matrimonio le permite bajar el tono de solemnidad trágica de su amiga y revelar las fisuras que el sueño de felicidad marital esconden (“Si es así como terminan los amores verdaderos, me alegro de no haber pasado por esa experiencia”): el nido de amor para una y la opulenta vida burguesa para la otra.
Y la maternidad, destino incuestionable para la generación de mujeres previa a la revolución de la píldora, lejos de colmar sus corazones ávidos, resulta una fuente de inseguridad y malentendidos que el dispositivo médico-religioso (“Dios ha bendecido su seno”) no hace más que exasperar.
Hacia el final, la escritura, de la mano de Baba, cada vez más mordaz y amarga, pone de manifiesto uno de los temas centrales de la saga: la amistad entre mujeres como salvavidas y su complicidad en épocas de desigualdad explícita, frente a una realidad que se empeña en malograr cualquier idea de final feliz. Y es Baba la que lo intuye, cuando la risa sarcástica da paso a la lucidez extrema, y con una prosa que se tensa con la ferocidad del discurso alucinado, impreca contra la tendencia malsana de su amiga (“una puta mendicante”) a entregarse en sacrificio. “Tenía ante sí a una persona a la que habían arrebatado demasiadas cosas, alguna región importante que ambas ignoraban por completo.”
Una buena noticia su publicación en nuestro idioma, que demuestra que nunca es demasiado tarde para descubrir a las que se abrieron camino solas.