El día se presenta espléndido. Barridas por el viento repentino, las nubes florecidas con el alba, el pronóstico indica que la temperatura sostendrá el ascenso hasta alcanzar los 27 grados hacia la tarde. Como todas las mañanas desde que arribé a la casa, desayuno bien temprano en el comedor junto a Caridad, Carlos, su marido, y Maikel, larguirucho de 16, ojotas, shorts de jean, remera I love NY. Hoy el joven extraño de sí mismo arrastra el descontento por el interior de la vivienda. Cada tanto suministra una expresión de rabia. Había arreglado encuentro con amigos pero, por una travesura que jamás asimilé como tal, la madre lo privó de la farra.
El espacio es amplio, amable. Una de las paredes, furioso carmesí, sostiene cuadros, platos pintados a mano, crucifijo en madera, cristo marmolado. Café amargo –solo en ocasiones regado con chispa de tren–, tostadas, mango, papaya o mamey, plátano frito. Caridad atiende la cocina como bomba de relojería. Carlos entra y sale todo el día de la casa. Jamás sabré en qué trabaja.
Suena el timbre en la vivienda de dos plantas; detrás de Caridad, asoman tres sujetos con mameluco azul, bidón, soplete. Ruego a Caridad transmita mi deseo de terminar el desayuno antes de iniciar la fumigación. El hombre responde con la voz plana de la desesperación: debemos terminar esta zona antes del mediodía. Inoculo el banquete con un repasador gastado.
Entre paréntesis: enrosco las imágenes en una trenza húmeda que escolto hasta el último nudo. Centro Habana = set lisérgico de película de Buster Keaton.
Antes de salir por tercera vez esta mañana, Carlos detiene la marcha junto al espejo de la entrada, se observa, pasea la mano derecha por la cara; me cuenta que en otro tiempo se afeitaba regularmente. Casi siempre lucía las mejillas limpias, ahora aglutinan pelos rojizos de al menos un centímetro de largo.
Despego la osamenta de la banqueta vacilante. Capto un aroma incierto que llega de la cocina. Agradable, pero sin vida. A través de la puerta de entrada –siempre abierta– observo a la vecina que sigue mojando las plantas con su manguera ineficaz.
Como si tuviera los nervios molidos y la policía en sus talones, Caridad toma mi brazo y me deja delante de una cómoda que soporta retratos y cucharas plateadas con escudos de ciudades, compradas en tiendas de recuerdos. Voy a mostrarte mi tesoro, tesoro. Dentro del gabinete, cajas de zapatos nutridas con discos rotulados con títulos de salsa que en realidad contienen programas completos de Cristina (María Saralegui de Avila, cubana exiliada que condujo desde 1989 hasta 2010 El show de Cristina –toda una originalidad– por Univisión. La Oprah latina). Cada vez que el hijo mayor de mi anfitriona viaja desde Miami –trabaja aparcando autos en Key Biscayne–, trae más discos. Por las tardes, ausente la casa de huéspedes y exterminadores de dengue, Caridad detiene el tiempo para quedarse ahí, delante de la tele, absorta en los momentos flash que le obsequia esta señora que, como ella, enfrenta el mundo con lo mejor que tiene.
Aquella mañana me despedí de Caridad, de Carlos, del adolescente, de la casa que sentí mía durante casi dos semanas. Antes de estirarme hasta Cárdenas, mi siguiente destino, opté por una parada mínima para refrescar el cuerpo en las aguas del este, a escasos kilómetros del centro de la ciudad.
Tiempo después le escribí un mail a Caridad para confiarle el episodio ocurrido aquella mañana en la playa (Nada grave. Resumo: entré al mar a chapotear. El agua, fría. De pronto, ay, esa sensación, como si alguien hubiera apagado un cigarrillo en mi muslo izquierdo. Percibí el ardor, el retorcijón muscular intolerable. Luego EL dolor enraizado. Atendieron la afección en la orilla. Había sido abordado por un barquito portugués, suerte de medusa muy venenosa). No se sorprendió. Ocurre seguido, me dijo. Por el contrario, la sorpresa raptó mi atención. Desde que te fuiste ocurrieron cosas, prologó. Maikel se había marchado a Viñales, a casa de su abuelo. Caridad, concebido otro hijo con Carlos. Hubiera preferido una niña, eso sí, me dijo. 3 kilos 650 gramos. De nombre: Cristino.