CULTURA
Apuntes en viaje

Cuadrilla angustia

Frente al panal de nichos, atraído por la librea de las cotorras y el quejido del óxido, el compañero de la víctima se siente consumido por la culpa.

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Cuadrilla angustia. | marta toledo

En la explanada hendida de concreto, a metros de la nave mal iluminada y frente al ingreso primordial de la capilla, una treintena de personas aguarda la llegada del cuerpo, y con ésta la del funcionario municipal que, con el apremio obsesivo del ritual perfectible, indicará los pasos a seguir según las estrictas cláusulas protocolares. Asistirán a la misa, breve. Al finalizar, cuatro operarios se apoderarán otra vez del ataúd para caminar unos quinientos metros en sensible romería hasta las escalinatas centrales; descenderán un nivel y aguardarán allí a que el silencio sudoroso sea acuchillado por los llantos de familiares, amigos cercanos y curiosos de ocasión. 

(La versión desabrida de la madre del muerto, se seca una lágrima.)

Frente al panal de nichos, atraído por la librea de las cotorras y el quejido del óxido, el compañero de la víctima se siente consumido por la culpa. En las profundidades de su interior regurgita un amasijo de penas que asciende por el tubo digestivo hasta quedar atorado en el preámbulo de la garganta. Esos tenues escrúpulos tan suyos son extirpados por el andar cansino de la cuadrilla sumergida en la angustia. Siguiendo en detalle el bosquejo de su inventario, piensa seriamente en declararse incompetente. 

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(El sujeto se encuentra flanqueado por una mujer gorda –los pómulos húmedos e hinchados por el llanto– y por un hombre robusto y serio; perdidos en el estrecho callejón de hornacinas, envueltos con el perfume ancestral de gladiolos y nardos, y calas, y rosas, y jazmines; una intensa brisa regala el aroma dulzón de los azahares en parto.) 

Los disparos resuenan como una abrumadora descarga y disipan definitivamente las nieblas del sueño. De la alameda se desprenden manojos de pájaros, como expulsados por un maleficio, partiendo hacia el cielo, desorientados; y las aves toman rumbos distintos para buscarse luego, en un punto de la ancha avenida, para encauzarse, fundirse en un manto de picos, alas y cuerpitos emprendiendo el camino juntos, escapando de aquel sonido, irreconocible para ellos, aunque demasiado fuerte como para soportarlo. 

Con mi compañera caminamos por un sendero curvo hasta quedar a una distancia que nos asegura discreción y buena visibilidad. En ese ángulo perfecto, la escena montada nos parece de diseño: doce policías uniformados, en línea recta, firmes como postes, mastican el quebranto, alzan los rifles y apuntan hacia arriba. A un costado de la tropa, pegado al sujeto de atuendo dalmático, otro policía igualmente uniformado, metido en un saco de gabardina azul salpicado por una decena de condecoraciones multicolor. Hay luz. El fulgor rojo se empecina en los ojos. La primavera se instala en la región, resquebrajando así la carpeta extendida de hojas. Sopla el viento, tremolaban palmas. Por lo general prenden un solo galardón sobre el féretro, pero en este caso se trata de dos, uno a cada extremo, y así los ubica el oficial de rango antes de que el cajón ingrese al monumento funerario: un inmenso bloque de basalto negro. 

De repente diviso dos siluetas que se desprenden del enjambre para dirigirse hacia nosotros. Oímos un avión pasar. Unos llantos, trasfondo de trasfondos, resuenan en la colina de los muertos. Con una irreprimible y recóndita sensación de miedo, vuelvo a mirar. Cuando los tengo a una distancia considerable, lo confirmo: dos polis de civil (uno, vaqueros azules, camisa blanca, el otro remera caqui, pantalón gris, con las perneras pinzadas a la altura de los muslos; ambos con pistola en la cintura) que nos confunden con el hermano y la hermana del difunto, otro poli abatido en las afueras de Bogotá aquella madrugada de 2012. Nuestro acento evapora las dudas al instante. (Miro a mi compañera, trenzamos manos y abandonamos la escena que ya no nos pertenecía.).