CULTURA
El Vampiro de Curitiba

Dalton Trevisan

Se publica por primera vez en castellano La trompeta del ángel vengador, clásico del legendario escritor brasileño, desconocido en nuestro país.

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En mayo de 2012, cuando Dalton Trevisan ganó el Premio Camões –el más importante de la lengua portuguesa–, los periodistas no llamaron al escritor sino a la librería de Aramis Chain, en el centro de Curitiba. Es por medio de Chain que el mundo exterior se comunica con Trevisan, que hace más de cuarenta años no brinda entrevistas a la prensa, no posa para fotos y no aparece en público. Con 87 años de edad, aquél que muchos consideran el más grande escritor brasileño vivo es también el más enigmático, el más esquivo a los medios, el más adverso al contacto social.

El ahínco con el que Trevisan defiende su privacidad lo ha convertido en un personaje folclórico, al punto de ser conocido internacionalmente como “el Vampiro de Curitiba” – título de uno de sus libros más conocidos, y el único publicado en la Argentina, hace lejanos 37 años. Desde entonces, Trevisan agregó algunas decenas de títulos a su extensa bibliografía, que permanecía prácticamente desconocida para los lectores de lengua española. La publicación de La trompeta del ángel vengador por la editora Mardulce permite ahora que esos lectores tengan acceso no sólo a un autor ineludible, sino a toda una literatura.

La misantropía de Trevisan, más que un capricho, debe ser vista como la contracara de una inversión radical en la autonomía de la obra literaria. Ello es visible no sólo en el comportamiento del escritor, sino también en la propia apariencia física de sus libros. Tome cualquier libro de Trevisan publicado en Brasil y no encontrará imágenes del autor, ni biografía, ni prefacio, ni fragmentos de reseñas laudatorias. El mensaje es claro: “Nada tiene para decir fuera de los libros. Sólo la obra interesa, el autor no vale el personaje. El cuento es siempre mejor que el cuentista,” como decía un texto que el escritor solía distribuir a los periodistas que lo buscaban.

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Esa postura tal vez sólo encuentre paralelo en Rubem Fonseca, nacido el mismo año que Trevisan (1925) e igualmente famoso por su aversión a la prensa y por su talento como cuentista. Las similitudes entre estos dos gigantes, sin embargo, no se detienen ahí. Cada uno a su manera, ambos fueron los principales responsables por tirar abajo las puertas de la literatura brasileña al principio de la década de 1960, permitiendo que estuviera a la altura de las transformaciones brutales que Brasil atravesaba en aquél entonces.

Con la industrialización acelerada a partir de la Segunda Guerra Mundial, en menos de una generación Brasil dejó de ser un país rural para ser un país urbano. Atraídos por las oportunidades de empleo, millones de migrantes hincharon las ciudades del Sudeste y el Sur del país. Esa nueva realidad estaba ausente de la obra de escritores consagrados como Jorge Amado y Guimarães Rosa. “Nada tengo que ver yo con Guimarães Rosa, estoy escribiendo sobre personas apiladas en la ciudad mientras los tecnócratas afilan el alambre de púas”, dice el personaje del cuento Intestino grueso de Fonseca. Palabras que bien podrían haber salido de la boca de Trevisan.

El erotismo y la violencia en un contexto urbano marcado por la mediocridad, por el provincianismo y por la cursilería: éstos son los temas recurrentes de la obra de Trevisan. Sus personajes, que en varios cuentos  reciben los mismos nombres –João y Maria son los más usados–, son gente común enfrentando la sordidez previsible de sus vidas. Las situaciones se repiten obsesivamente: peleas conyugales, dramas domésticos movidos a hipocresía y alcoholismo, crímenes pasionales, suicidios. Con la ironía corrosiva, que es una de sus marcas registradas, el propio Trevisan, en el texto ¿Quién les teme a los vampiros? (de Dinorá, 1994), resume de esta manera su obra: “¿Hace cuántos años escribe el mismo cuento? Con pequeñas variaciones, siempre el único João y su bendita Maria. Pavo borracho que, en el círculo de tiza, repite sin arte ni gracia los mismos pasitos. Le falta imaginación hasta para cambiarle los nombres a los personajes. (...) El que leyó un cuento ya los conoce a todos”.

Siempre las mismas historias, siempre los mismos personajes. Y, sin embargo, es justamente esa repetición la que permite que la misma materia prima sea retrabajada obsesivamente, volviéndola cada vez más concentrada, hasta que sobra apenas la esencia descarnada del humano, demasiado humano. De nuevo Trevisan: “Dirán, pues, él se repite. Y yo les diré, sin embargo, ¿cómo podría hacerlo, si cada personaje está basado en una persona diferente? Si alguien se repite son ellas, esas personas iguales, siempre las mismas. Caramba, destino propio, historia única, vida original – ¿ya no hay más?” (Pico na veia, 2002).

En ese sentido, Trevisan puede ser visto como un César Aira al contrario: si el prolífico Aira no reescribe nunca, el igualmente prolífico Trevisan no escribe, sólo reescribe. Pero, por caminos muy distintos, ambos autores llegan a un resultado semejante: no escriben libros, escriben una obra. Y esa obra sólo revela su verdadera fuerza cuando es considerada en su totalidad, como un conjunto orgánico en el que cada libro sustenta e ilumina a los demás.

Esas características le dan a Dalton Trevisan un lugar muy particular en la cultura brasileña. El que busque afinidades entre el escritor y otros creadores en su tierra verá que es más fácil encontrar paralelos en la música popular que en la literatura. Los hermanos espirituales de Trevisan se llaman Nelson Cavaquinho, Lupicínio Rodrigues y, en especial, Aldir Blanc, letrista de tantos temas clásicos grabados por João Bosco. En Blanc encontramos el mismo universo de perdedores, pequeños empleados mediocres, obreros alcohólicos, prostitutas que ya tuvieron mejores días; encontramos, sobre todo, la capacidad de capturar toda la sordidez de ese universo en pocas y lapidarias palabras: “En el dedo un falso brillante/Aros iguales al collar/Y la punta de una torturante/Curita en el talón” (“Dois pra lá, dois pra cá”, del disco Caça à raposa). Compárense esos versos con joyas de Trevisan como ésta: “Un dientito torcido, ojos alegres, cabello corto. Qué delicia: la cicatriz de la vacuna en el brazo izquierdo.” O ésta: “Ningún diente arriba, dos o tres abajo. Bigote más largo para simular”.

Es probable que Trevisan jamás hubiera llegado a ser Trevisan si no hubiera vivido toda su vida en Curitiba. La capital del estado de Paraná tiene poco o nada que ver con los estereotipos más comunes asociados a Brasil. Es la más fría de las grandes ciudades brasileñas y la única en que la nieve, aunque rara, aparece de vez en cuando (la última vez fue en 1988). Su población está compuesta en gran parte por descendientes de italianos, alemanes, ucranianos, japoneses y polacos. Ciudad de gente introvertida, trabajadora y provinciana. De Curitiba, decía el gran poeta Paulo Leminski (1944-1989), conterráneo de Trevisan: “Esta es una ciudad en la que la sexualidad, el Eros de la vida, es reprimido. Y Eros coincide con la creatividad. Entonces, la represión de Eros es la represión de la creatividad. No creamos nada en el sector primario y secundario, o sea, ni agricultura ni industria. Curitiba es, por lo tanto, una ciudad de administración y notariados, donde se vive la plenitud del determinismo económico de la clase media”. A pesar de ello –o tal vez debido a ello–, Curitiba proporcionó al mundo artistas tan poco convencionales como Paulo Leminski y Dalton Trevisan.

Escapar del provincianismo sin salir de la provincia: esa parecía ser la utopía de Joaquim, revista editada por Trevisan entre 1946 y 1948. Entre los colaboradores, estaban conterráneos, como el poeta José Paulo Paes, los críticos Wilson Martins y Temístocles Linhares y el ilustrador Poty Lazarotto, en igualdad de condiciones con Carlos Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes, Manuel Bandeira y Di Cavalcanti. En sus 21 números, Joaquim publicó inéditos en portugués de autores como T. S. Elliot, Rainer Maria Rilke, García Lorca, Virginia Woolf. Publicó también artículos virulentos contra escritores consagrados, como Monteiro Lobato, y contra íconos locales como el poeta simbolista Emiliano Perneta. Publicó, además, los primeros cuentos de Trevisan. No era poco para una ciudad que contaba en aquel entonces con apenas 150 mil habitantes.
Original, combativa y sin complejo de inferioridad, Joaquim puso a Curitiba en el mapa de la cultura brasileña y fue la plataforma de lanzamiento de la carrera literaria de Trevisan. En las páginas de la revista aparecieron los anuncios del lanzamiento de sus dos primeros libros, Sonata ao luar y Sete anos de pastor, luego renegados por el escritor.

Más de diez años pasaron desde el fin de Joaquim hasta que Trevisan lanzó el libro que él mismo considera su verdadero estreno en la literatura: Novelas nada exemplares (1959), recopilación de cuentos y novelas escritos a lo largo de casi dos décadas. Es ahí donde encontramos los elementos esenciales que se desarrollarían en los libros siguientes: la concisión del lenguaje, el universo de vidas mezquinas y apagadas, el lirismo desesperanzado. El libro fue bien recibido por la crítica y ganó el Premio Jabuti de la Cámara Brasileña del Libro. Naturalmente, Trevisan no compareció a la ceremonia de entrega.

A partir de mediados de la década de 1960, el escritor publica en promedio un libro por año – 42 títulos, desde Cemitérios de Elefantes (1964) hasta O anão e a ninfeta (2011). Más impresionante que la cantidad es la calidad de su producción, cada vez más despojada y contundente. En 1968, en una de sus raras entrevistas, decía: “Existe el prejuicio de que después de los cuentos uno debe escribir nouvelles y, por fin, novelas. Mi camino será del cuento al soneto y al haiku”. Cumplió su promesa. A partir de la década de 1970 sus cuentos son cada vez más breves y las frases, que ya eran cortas y directas, son aun más sintéticas; verbos, adjetivos, pronombres, conjunciones, nada está a salvo del cuchillo afilado de Trevisan.

Ahí es donde se encuentra una de las claves del talento narrativo del escritor: al reducir una historia a su esencia, maniobrando con maestría las elipses y desechando todo lo que no sea absolutamente necesario, Trevisan le brinda al lector la libertad de completar, como mejor le parezca, los vacíos, alusiones y entrelíneas. Así es como cada lector lee un Trevisan distinto.

La trompeta del ángel vengador, publicado en 1977, es una especie de suma de las obsesiones temáticas y estilísticas de Trevisan. En él se encuentran la eterna pareja João y Maria, las tragedias domésticas, la Curitiba mitológica esbozada con poquísimos elementos, los diálogos cortos y cortantes, los clichés icónicos (“las tortitas de maíz”, “la cotorrita enana”, “el tufo de la putita mojada”). Está, sobre todo, el lenguaje preciso y directo, que sugiere más de lo que revela. Un lenguaje inspirado en procesos criminales, noticias policiales, anuncios publicitarios, prospectos de remedios y otros fragmentos de lo real. El mismo Trevisan que alguna vez escribió “ojalá tuviera el estilo del suicida en su última nota” muestra aquí de lo que es capaz:

“Me maté por amor. Yo quiero a María y ella no me quiere. Me comí tres cucharadas de vidrio molido pero no surtió efecto. Entonces me ahorqué. Sólo te pido, María, la bombachita de florcitas azules de mi cajón. Con odio, el último beso. João.”

(La palomita y el dragón rojo)

La materia prima de Trevisan está toda aquí: historias de adulterio (El lunar negro de la pasión), alcoholismo (Padre mío, padre mío), prostitución (El cazador furtivo), peleas familiares (Cuestión de herencia). Historias en las cuales lo que no sucede es tan o más importante que lo que sucede. Historias “sin trama y sin final”, como pregonaba Chéjov, ídolo máximo de Trevisan.

Algunos cuentos, como  Las siete plagas de la novia y Dormite, Gordo, se destacan por su poder de síntesis. Hay fragmentos que funcionan en sí mismos como minicuentos  (o “ministorias”, neologismo creado por Trevisan):

“Tres de la mañana. Saltó del taxi, se tambaleó en el jardín. Todas las luces prendidas: la famosa guerra psicológica. En el cuarto, la mujer mecía a la hija menor cabeceando y canturreando.
—Tiene dolor de panza. No para de llorar.
El agarró su almohada y, dándose media vuelta, se dirigió al sofá del living:
—No llores, hijita, que mamá ya para de cantar.”
(Dormite, Gordo)

wwTextos como ése prenuncian la radicalización del proyecto literario de Trevisan en las décadas siguientes, en particular a partir de Ah, é? (1994). Redoblando la apuesta, el escritor reduce y fragmenta sus narrativas hasta el límite y, con eso, prácticamente funda el microrrelato en  lengua portuguesa, con textos como ése:
“En la cama, dice el marido:
—Sí, sos gorda. Pero sos limpia.
—...
—Sos fea, ¿no es cierto? Pero sos gratis.”

No llega a ser una sorpresa que ese giro minimalista haya venido acompañado de un aislamiento aun mayor. Trevisan, que ya era recluso, dejó de hablar hasta con algunos amigos de muchos años. Tal como destacó Miguel Sanches Neto –escritor y crítico literario, paranaense como Trevisan– a partir de ese momento sus libros pasan a funcionar cada vez más como un canal de comunicación, incluyendo, bajo el manto de la ficción, evaluaciones críticas, respuestas a provocaciones y mensajes a sus desafectos. Uno de sus blancos fue el mismísimo Sanches Neto, luego de la publicación de Chá das Cinco com o Vampiro, novela autobiográfica à clef, en la cual la relación entre el joven aspirante a escritor Beto Nunes y su maestro, el intratable Geraldo Trentini, no deja lugar a dudas sobre de quién se está hablando. Trevisan, irritado, retrucó con un poema intitulado Hiena papuda, en el cual ataca al “Judas que se vendió por treinta lentejas”.

Hace dos años que Trevisan no publica un libro. A sus 87 años, es posible que ya no tenga el mismo vigor para seguir escribiendo. O, quién sabe, haya finalmente llegado a la cumbre inevitable de su búsqueda por la concisión absoluta: el silencio. A fin de cuentas, como él mismo dijo, “para escribir el más pequeño de los cuentos la vida entera queda corta”.