¿Cómo evitar la decisión, tan habitual, tan misérrima, de hablar bien sobre un escritor una vez que ya no está? ¿Por qué no hacerlo antes, por qué repetir el gesto, siempre sospechoso, de crear un mito a partir de la desaparición física?
Dicen que nació mientras llegaban a un nuevo Asentamiento.
Que su madre, la Cantora, lo parió caminando, atada al borde de un carro, medio colgada, medio arrastrada.
En este caso, todo se debe a una coincidencia funesta. Aunque obtuvo el Premio Casa de las Américas en 2002 y fue publicada por Interzona en 2004, supe de Rafael Pinedo y su novela Plop hace poco más de un mes, cuando en una charla sobre nueva narrativa varios de los participantes mencionaron el libro como uno de los más asombrosos de los escritos en los últimos tiempos. La recomendación me llegó tarde. Terminé de leerla, finalmente, el domingo pasado. El mismo día, Pinedo murió de cáncer. Tenía 52 años. Estaba enfermo, pero en las últimas semanas se lo veía recuperado: incluso trajinó los pasillos de varias editoriales y cerró trato con Interzona para publicar, en 2007, su segunda novela: Subte.
Los tontos, débiles o muy rebeldes van a parar a Voluntarios Dos, para que no duren. Los que tienen enemigos, a Recreación Dos; los que cuentan con un propietario, o son adquiridos por alguien importante, pueden zafar de esas brigadas y van a Comando o Recreación Uno. Al resto, la mayoría, se los asigna a Servicios.
Plop es, sólo en la superficie, una novela sencilla. Pinedo empezó escribiendo cuentos brevísimos, hasta que vio que allí incubaba una novela. Lo primero que llama la atención es la consecuencia con la que Pinedo lleva a cabo una poética de la sustracción, una lucha contra la propia escritura. Como en los mejores cuentos cortos de Hemingway, o de Carver –aunque a la vez muy lejos de ellos–, a la novela de Pinedo parece no sobrarle una línea, una sola palabra.
No estaba satisfecho. Desde hacía un tiempo tenía sexo todos los días, y varias veces por día. Y no estaba satisfecho.
Se despertaba con una erección tan fuerte que le dolía.
Se había acostumbrado a dormir con alguien para usarlo a la mañana.
Aunque objeto completamente extraño a la producción actual hay, claro, una filiación posible entre Plop y un clásico de la literatura argentina contemporánea: Los pichiciegos. Para Los Pichis de Fogwill, como para El Grupo de Pinedo, hay una sola manera de vivir la vida: sobreviviendo. Sería fácil decir que Plop habla de un mundo primigenio, o de lo que quedará de nosotros cuando ninguno de nosotros esté ya aquí. Pero sería más atinado señalar que Plop es un libro que condensa el presente de la manera más radical. Que habla de nosotros hoy (la miseria diseminada, la violencia absurda, el sexo como imposición o como simple mercancía), ahora mismo, que transparenta como pocas ficciones los mecanismos que mueven los hilos de nuestra sociedad. Una novela del presente, entonces, apenas disfrazada de distopía.
Lo bajan con una soga atada a un pie. Por la mitad lo sueltan.
Cae al barro.
Hace plop.
Pero Plop es también, o sobre todo, una lograda parábola sobre el poder: sobre el camino hacia su obtención y los intentos por mantenerlo. Aunque no se sepa bien por qué, ni para qué. Es en este último sentido, y no en la posibilidad de ser leída como un viaje espeluznante hacia la degradación antropológica, en donde se cifra la rotunda vigencia y actualidad de esta novela breve, revulsiva, imperdible.