CULTURA
ontología de la antología

De jardines ajenos

¿Qué es una antología? Una reunión de lo mejor, la leyenda, en el sentido etimológico del término: lo que debe leerse. o también un ramillete de cosas únicas, las mejores flores del jardÍn de la literatura. Criterios férreos y arbitrariedades entran en juego. porque de eso se trata.

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Manual de antologías. | juan salatino

Entre tantos misterios que nos habitan, el de la formación de un lector es tal vez el más esquivo e indescifrable. Y como si de una parábola kafkiana se tratara, existe –muy probablemente– una única puerta de entrada a la lectura para cada uno de ellos. Las antologías literarias (ese género inclusivo por excelencia) son una de esas puertas que una vez franqueadas conectan con caminos que se bifurcan en muchas direcciones y cuyo recorrido es placenteramente interminable. Entonces: las antologías como el principio del placer.  

La palabra “antología”, como casi todo en este mundo, tiene origen griego y resulta de la unión de las palabras anthos (flor) y legein (escoger) y su significado hace referencia a una selección de flores, y algo de eso hay en esos libros de variados formatos, temas y extensión que suelen poblar los anaqueles de toda buena biblioteca que se precie de tal y cuyos motivos de publicación alcanzan incluso a cumplir una bienvenida función solidaria como fue el caso de Un sobresalto en el corazón, una punzada en la boca, una antología que reunió once cuentos de once escritores argentinos cuya recaudación por la venta del libro fue destinada, tal cual lo explicara su prologuista Gabriela Cabezón Cámara, a “reforzar los bolsones de comida” en las escuelas del ámbito bonaerense. 

Una antología es un recorte panorámico y acá, claro, empieza a tallar la figura del antólogo y en algún lado (un lado que para quien esto escribe siempre es una vieja publicación atesorada) leí que un antólogo es como un “Noé literario decidiendo quién sube al arca y quién se queda abajo”, pero más interesante resulta la idea del jardín asociada al origen etimológico de la palabra y pensar la figura del antólogo como un jardinero que selecciona flores y configura un paisaje personal de acuerdo a sus gustos, sus preferencias y sus indiferencias. Porque una antología dice tanto por aquello que incluye como por aquello que deja afuera. Guillermo Saavedra, en su prólogo a Mi cuento favorito (Alfaguara, 2000), donde catorce escritores argentinos eligen catorce cuentos de otros tantos escritores, particularizando los gustos dispersos y un poco promiscuos de los lectores de cuentos, lo explica de esta manera: “Esa dispersión a través de la cual se manifiesta el apetito de lectura parece reclamar un patrón de aceptación y rechazos. Una ilusión de orden en medio de la confusión, como en el chiste del hombre que, asistente por primera vez a una orgía donde todo ocurre en la oscuridad, enciende la luz y clama: “¡Organicémonos!”. 

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Sostenida por aparatos teóricos, tributaria de una ideología y queriendo ejercerse como una política, en el corazón de toda crítica se agazapan el gusto y una cierta idea de valor que estudiosos tan finos como Gillo Dorfles o Frank Kermode han puesto en evidencia hace bastante tiempo. Toda poética es, al fin y al cabo, un ejercicio de exclusiones que intenta dar sentido, contrario sensu, a aquello que no se ha rechazado porque resulta imprescindible”. Así, algunos cultivan jardines luminosos con flores de colores brillantes y otros jardines oscuros con yuyos, mala hierba y alguna que otra planta carnívora; en todo caso este juego de relaciones confrontadas no hace otra cosa que confirmar una poética propia, y de ese modo el antólogo muchas veces suele recortar la maleza a la altura de sus intenciones de ubicuidad dentro del frondoso paisaje de la literatura. Una antología es entonces también una declaración de principios estéticos y el antólogo, por más que se mueva por el espacio que los límites editoriales le imponen, nunca es inocente, su presencia y su impronta no solo quedan de manifiesto en el inevitable prólogo, sino también en la posibilidad cierta de su propia inclusión. Un caso ejemplar cuya mención en estas páginas nada tiene de juego azaroso es el de Héctor Libertella y las dos antologías de cuentos que preparara para la editorial Perfil en 1997: 11 relatos argentinos del siglo XX (Una antología alternativa) y 25 cuentos argentinos del siglo XX (Una antología definitiva). Que su relato “El paseo internacional del perverso” formara parte de la primera parece de antemano haber respondido más a un proyecto de carácter programático que a una decisión editorial, en definitiva lo que importa, lo que verdaderamente importa, es que Libertella se apuntó en ella para señalar las costas marginales desde donde se debía avistar su literatura. Se hace necesario entonces citar algunos pasajes de su prólogo para transparentar una operación de por sí más que transparente: “Como una sola y envolvente paradoja, de la literatura de Borges se podría decir esto: que por haber nacido un poco marginal y descentrada, por lo mismo terminó haciéndose centralmente argentina. […] Si el pathos o carácter de este escritor hoy es depositario de la representatividad argentina en el mundo, ¿qué decir entonces de quienes, en el más acá o el más allá de él, necesitaran algún tiempo extra para caminar del arrabal al centro? […] Acaso el fantasma de una literatura que para afirmar su diferencia necesitó hacerse un poco invisible, ilegible entre las líneas del mercado de hoy. […] Y en cuanto a mi intervención con un relato, solo diré que aquí estoy incluido para no hacerme sospechoso de fuga”.

Paralelamente, o no tanto, el autor de Memorias de un semidiós y El camino de los hiperbóreos reunió veinticinco cuentos argentinos insoslayables cuya diversidad estilística y el prestigio de los autores incluidos, todos ellos nombres ineludibles para transitar y entender la rica tradición del cuento argentino –tal vez solo equiparable a la norteamericana–, permitieron titular la otra selección 25 cuentos argentinos del siglo XX. Atento a la provisoriedad del gesto ampuloso y habiendo despejado las sospechas de practicar el arte de la fuga, Héctor Libertella declaró “Me hubiera gustado escribir este libro”.

Partes del todo. Pero las antologías son muchas otras cosas; son, como ya se dijo, una puerta de entrada a la literatura, permiten descubrir autores hasta ese momento desconocidos, estimulan la búsqueda y la pesquisa lectora y de esa forma se traza un plan de lectura futuro. Las antologías son un canal conector hacia los mundos autónomos y múltiples que encierran los buenos libros entre sus páginas. Una antología es un muestrario, una foto panorámica, abarca universos tan diversos como infinitos y es difícil imaginar algún tema que escape a su condición omnívora; como en botica hay de todo y para todos los gustos: antologías de cuentos policiales, antologías de cuentos fantásticos, de ciencia ficción e históricos, antologías del cuento humorístico y antología del cuento triste, antologías con gatos y antologías con perros, antologías del cuento extraño y antologías del cuento de horror, antologías de fútbol y antologías de boxeo, antologías de autores clásicos, antologías de escritoras y antologías de generaciones quemadas, antologías desordenadas y antologías que aspiran a esconder entre sus páginas el misterio y la clave de una novela secreta, antologías con un prólogo de prólogos, antologías personales y antologías que no lo son tanto porque son más que eso, son otra cosa, y ahí está por ejemplo la selección y el recorte que Alberto Girri hizo a los más de doscientos poemas en verso libre escritos por Edgar Lee Masters para los epitafios del cementerio del pequeño pueblo de Spoon River. Y están también las narraciones de Las mil y una noches, que bien podrían pensarse como formas de salvataje para una antología casi definitiva de la supervivencia. 

Como si fuera un género literario, la antología presenta marcas, partes  y señas particulares no solo en su construcción formal y en su diseño editorial, a saber: selección de autores y temas, prólogos y prologuistas, derechos editoriales y derechos de autor y herederos, notas biográficas y bibliográficas, sino que también merecen atención algunas prácticas comunes deliberadas o no y efectos de carácter residual que se perciben con el correr de los años y las lecturas acumuladas que no excluyen la práctica del subrayado de la relectura o lisa y llanamente de esa otra práctica que la niñez hegemoniza: la repetición serial. Una antología puede pensarse como espejos deformantes en esos parques temáticos habitados por personajes salidos de los libros y las ficciones de Steven Millhauser, en tanto que invitan a la lectura desviada de un mismo cuento en distintos espacios textuales, un texto es también su contexto y la autonomía y demarcación dialógica que su autor delimita quedan algo descentradas cuando su cuento es trasplantado al terreno de la antología y al sentido que su forma temática impone, así (por ejemplo) el aire kafkiano con el que hoy leemos “Bartleby el escribiente” se ve un poco atenuado por el clima sombrío y por la prepotencia de la tristeza que anida en el cuento y que las páginas de la Antología del cuento triste remarca con la presencia de la compañía circundante. 

Los sospechosos de siempre. Javier Marías es responsable de una particular selección de “cuentos únicos”, lo que no significa que los nombres que ahí se incluyen sean solo autores de un único texto, sino que son autores de un ¡único! texto memorable, al menos en la consideración del escritor español. La referencia a este trabajo de Marías viene a “cuento” porque algunos escritores argentinos podrían ser víctimas de un equívoco y merecer el extraño privilegio de formar parte de tan “innoble” categoría, sus nombres están inexorable e irremediablemente ligados a relatos geniales pero obturadores de otros hacia el camino de la consagración y del derecho a ser incluidos en esas antologías donde el escritor es invitado a participar con una sola de las flores de su jardín pero cuya elección recae en manos de un anfitrión tan elegante como conservador (clásico dirá él) a la hora de decorar los cuartos que componen el palacio de su antología por encargo: Juan José Saer y “Sombra sobre vidrio esmerilado”, Antonio Di Benedetto y “Caballo en el salitral”, José Bianco y “El límite”, Rodolfo Walsh y “Esa mujer”, Fogwill y “Muchacha punk” (casi siempre), Ricardo Piglia y “Las actas del juicio”, Osvaldo Lamborghini y El fiord, Leopoldo Lugones e “Yzur”. Ante este panorama el lector tiene su propio criterio y salteará o confirmará estos nombres y estos cuentos, pero en todo caso confrontará con el antólogo y, como si de un disc jockey de otros tiempos se tratara, armará su propia antología personal y la rotulará con el nombre de géneros universales: lentos, amor, locura y muerte.

Ladies and gentleman. Finalmente habrá que referirse al prólogo no como un elemento más que puede o no estar, muy por el contrario, el prólogo (un género en sí mismo) es un elemento central que constituye a la antología como tal, y parte de su éxito descansa en el prestigio y las buenas artes de quien lo escribe. Todo buen prologuista  funciona, o debería funcionar,  como una suerte  de presentador, un maestro de ceremonias que se intuye importante pero que sabe que aquello que lo trasciende se encuentra inmediatamente después de sus líneas de despedida. Algunos prólogos funcionan como una especie de pedido de disculpas o la justificación para la puesta en escena de un capricho personal, en todo caso, la explicación de un inevitable acto de injusticia. Pero dependiendo del conocimiento que el prologuista tenga del material que manipula, sea este un académico, un crítico literario o un escritor, algunos de ellos merecerían la edición de su propia antología. Cada lector tendrá su favorito: estarán quienes los prefieran largos y expansivos, otros cortos y precisos,  y otros,  los que apenas guardan debida y prudente distancia con la severidad del ensayo. 

La edad de la inocencia. Dependiendo de sus inquietudes y de su ánimo, cada lector elige su propio camino, lo cierto es que como cualquier otro en esa dirección,  el que se inicia a través de las antologías puede ser largo, sufrir interrupciones e incluso ser interminable, después de todo la literatura tiene la costumbre de extender los límites y ocultar las orillas. Puede que algunos de los profesionales de las letras (dicho esto en el mejor de los sentidos), críticos literarios, editores, académicos, periodistas culturales y escritores, hayan comenzado su periplo por alguna antología que aún hoy conserva su lugar en los anaqueles de sus bibliotecas, otros, sin embargo, siguen leyendo (si es esto posible) casi de igual forma que lo hacían cuando descubrieron a sus autores preferidos en las páginas de una antología cuyo prologuista muy probablemente explique, o al menos lo intente, el efecto físico que sufrió al leer el primer cuento del escritor que ahora tiene el honor de  presentarles. Son esos lectores que, a falta de una mejor definición que los contenga y les haga justicia, la nomenclatura definió como “ingenuos” o “inocentes”, lectores que demuestran que la lectura asociada al placer del instante es seguramente la menos vanidosa de las prácticas literarias.