Los días transcurren sin sobresaltos. La vida suspendida entre paréntesis imprime el tránsito tibio de los actos cotidianos, ciertamente esquivos a la tristeza ascendente. Un veloz raspaje en los posteos de mis amigos que no conozco de las redes sociales despide el ronroneo de la tendencia: un agitado encuentro del novato con los procesos subterráneos del codex alimentarius: la mezcla del agua con la harina.
Para mí la cocina no reporta ningún compromiso circunstancial. Poquísimas veces almuerzo o ceno fuera de mi casa, jamás pido comida a domicilio, cocino a diario. En mi caso, atento al inventario fuera de programa, he optado por las fotos. Cuando el trabajo expira al caer la noche, o los domingos bien temprano, me arrimo a ellas. Hablo de fotos de mi infancia, que atesoro en una caja de cartón inmensa repleta de álbumes recuperados de la casa de mi madre cuando murió de cáncer y hubo que vaciar el depto.
Las fotografías sujetan una o más personas dentro del encuadre, siempre ostentan un acontecimiento reconocible: nacimiento, bautismo, fin de curso, cumpleaños, y así. Por el contrario mis fotos, las que tomé yo mismo o quien fuera pero que me ubican como protagonista, son siempre de viajes, renuentes las capturas al evento social. Conjeturo rápido: décadas atrás, para un argentino medio resultaba extremadamente difícil viajar fuera del país; por los costos, pero también por la escasez de rutas aéreas disponibles desde Argentina. Vaya hipótesis. Fuerzo: lo que más me interesa mientras dure este tránsito es viajar. No puedo mantenerme quieto, no percibo siquiera respirar sin moverme, sin planificar un viaje. Al decir de los labios: enfocarme en eso me oxigena.
De mis últimos viajes tal vez deba contar las fotos (digitales) de a miles. Sin embargo jamás hago algo con ellas más que dejarlas ahí, guardadas en los álbumes tartamudos que me ofrece el teléfono que ejecuto como cámara. Claro, el problema, como ha ocurrido ya otras veces, es que al perder el teléfono las fotos simplemente desaparecen. Así me sucedió con las imágenes capturadas durante un largo viaje por Japón, con los retratos de Vietnam y ahora que lo recuerdo, también las de Tailandia. De esos viajes solo conservo notas en una libreta y evocaciones que de manera dispersa caminan la explanada cerebral.
Debe haber algún sistema que desconozco, por desinterés o por holgazanería, que permita retenerlas. Hay quien me dice que las guarde en la nube, pero ya de por sí ese término etéreo acaba por confundirme. Por lo demás, entregar mis momentos, mis registros a un copo de gas operado por una empresa que a escala planetaria almacena datos personales, me parece descabellado. Mis fotos son mías, y las quiero así: impresas, sopapeadas al cartón, detrás de la filmina plástica de álbumes estampados, atrapados en la caja que abriré otra vez durante la próxima cuarentena.
Hoy es domingo, y como todos desde que opera el aislamiento, me estiro hasta el armario para repasar la ristra de imágenes impresas; descubro sin proponérmelo una que había olvidado por completo. Tomada en diciembre de 1999, en Fez, el centro cultural y religioso de Marruecos. El primer plano arroja la versión desabrida de un amigo que ya no frecuento, al guía y a mí; detrás, las calles estrechas y serpenteantes de la medina.