CULTURA
Ficciones paralelas

De "Okupas" al canto barrabrava gauchesco

La puesta en acto de un habla en la serie "Okupas", su novedad y atractivo hace 20 años, se relaciona con la obra del escritor platense Francisco Magallanes, autor de los libros "Los impuntuales" y "El palomar", ambos reeditados este año.

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La pandilla de "Okupas", que ahora puede verse en Netflix. | CAPTURAS NETFLIX

Okupas fue y será la mejor serie de televisión argentina. Producida casi por casualidad y con recursos materiales limitados, la serie se convirtió en un modelo para las ficciones televisivas posteriores. Y, sin embargo, ninguna derivación alcanzó su altura. ¿Por qué? Se cometió el error de valorar su autenticidad documental, su condición de cinéma verité y la potencia de su denuncia social y de su alcance sintomático de una época. Es decir, se leyó lo que Okupas era en términos de realismo y no se entendió que lo que movilizaba a esa ficción era su escritura: el lenguaje puesto en escena, la palabra hablada que circulaba entre sus caracteres: y no sólo la palabra imitada del natural, sino la combinación que producía para arrojar frases que se convertían, automáticamente, en citas clásicas, en apotegmas. Okupas era, como suele suceder tanto con el arte como con la argentinidad, “puro estilo y lengua” (Lamborghini dixit). 

Francisco Magallanes, entre los cuentos perfectos de Los impuntuales (digamos que el cuento perfecto es casi un sub género en sí mismo) y esa escritura porosa y abierta que encontramos en El palomar (que no puede llamarse novela sin colocársele a la palabra un signo de interrogación), se formula esa misma tensión entre mímesis realista y experimento con el lenguaje: una escritura que, partiendo de las convenciones y motivos de lo que podría ser un realismo social, se proyecta y se disemina, para buscar el fondo de sus poderes, el drama esencial de su visión, en otra parte. Podríamos hablar de vanguardia, pero sería como no decir nada. Aun así, valga la mención: algo que tiene que ver con la vanguardia, con su impulso, con el sentido primigenio de la palabra, aparece puesto en escena por Magallanes en ese paso de Los impuntuales a El palomar. ¿Entonces el autor era realista y se hizo vanguardista? 

La simplificación del juicio mata el misterio y más vale quedarse con lo intransmisible de la vivencia que convoca ese viraje: hizo algo, luego hizo otra cosa, y entre ambos hay un degradé transitivo. Con Los impuntuales partimos de una tradición, la americana, que venera al cuento esférico, monádico, minimalista, unitario en su sentido y repujado por esa aspiración del realismo hemingwayeano que es la epifanía (todo cuento termina con una revelación ambigua o, más bien, con la sensación de que se ha revelado algo); luego llegamos a El palomar y resuenan otras voces, otra conversación sobre la literatura: la pregnancia de la lengua y de una escritura que desautomatiza y desarticula la convención del libro y de la literatura (ahí se percibe una biblioteca detrás: Zelarayán, Lamborghini, Bellatin, Luppino). En vano sería pretender inocencia al invocar nombres como estos: es vox populi el sistema de alianzas, la declaración de afinidades y la formulación de proyectos en común que ha ido escandiendo Magallanes, desde su doble rol de editor y escritor, junto con Ariel Luppino. El tándem no diluye la autonomía de las poéticas: por el contrario, estas intrigas se perfilan bajo la forma del intercambio mágico. Y el proyecto de Club Hem (cuya ambición pareciera engendrar en el lector la impresión de estar ante el comienzo del mundo) no diluye la autonomía de Magallanes como escritor (cuando leemos su obra, no es la escritura de un editor que también escribe, sino la de un escritor a secas).

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Al escribir una reseña sobre El palomar, la primera tentación es comenzar diciendo algo como “La increíble potencia de lo lumpen para erigir una épica del lenguaje”. Pero, inmediatamente, uno retrocede. Volvamos a Okupas. Porque, en Argentina, el siglo XXI arrancó con Okupas. No fue el despliegue de su peripecia ficcional lo que conmovió, lo que originó la actitud de culto que circuló en torno a la serie, sino más bien la irrupción de su lenguaje: era puro estilo y lengua, ya lo dijimos. Era, en un cierto modo, el carisma de un estilo, ciertas palabras, la cruza de jerga y situación. Todos empezamos a repetir “mascapito”, “hermanitas macana”, “¿dónde está la conga?” y “a ver quién es el más pistolero en este conventillo de mierda”. La lumpenización del lenguaje como un modo de vehiculizar lo narrativo sin necesidad de nada más. En Okupas los personajes hablan y eso es suficiente. Su mundo entero está ahí. En El palomar, Francisco Magallanes produce esa alquimia, esa pertenencia, ese efecto de tribu. No cae en la superstición según la cual lenguaje y narración operan por separado. Jactancioso, su oficio es hacer sonar la lengua: la narración ocurre, podría decirse, por defecto (por virtud, más valiera). El palomar es una escritura de tímpano: casi se la puede escuchar. Después de leerla, pareciera que sonó. De lo cual deviene un efecto raro y obsesionante: lo real teñido de una especie de irrealidad. Ahí hay una salida del realismo: la distorsión inevitable que adviene cuando la lengua se autonomiza de la ilusión mimética. 

La corrupción política en La Plata de los años noventa, la degradación corporativa del fútbol, el mundillo de los monoblocks y los códigos urbanos de la barra de la hinchada de Gimnasia y Esgrima La Plata, no son meros temas de la obra, fondos referenciales para recortar la ilusión de realidad, sino que configuran la propia forma expansiva de ese sueño, habilitan un imaginario y establecen un lugar que funciona de manera amniótica: el lector es sumergido en estas aguas turbias, sostenido apenas de los talones, para salir luego casi como invulnerable. No es la idiosincrasia y lo coloquial emulados para el turismo, sino más bien la sublimación poética de un escritor cuya mirada sobre su ciudad es ambigua: la pertenencia del que banca la parada y, a la vez, el asombro del que no puede creer que todo eso exista: la ciudad-jungla, el mapa del laburo, la utopía casi epicúrea de la hinchada… Un lenguaje reapropiado por sus usuarios como una bandera pirata (o tripera) sobre la RAE. Como quien dice “El cielo es de quien lo vuela y la calle es nuestra”.

Hay una permutación que debe ser señalada. Poner el ojo en esa cisura: ¿qué programa de escritura está implicado en el paso de un narrativismo a un trabajo con la lengua? No hay oposición, porque indudablemente en Los impuntuales ya se anticipaba el sonido de El Palomar, pero en El palomar tampoco falta una voluntad narrativa que acompaña al flujo de lengua. No debe perderse de vista aquí Los impuntuales, porque, como en la lógica borgeana de los precursores, la novela posterior contamina hacia atrás y vuelve palomarescos a los relatos que los preceden. No se puede pensar en El palomar sin atender al gesto que subyace en la continuidad y la ruptura que plantea frente a la forma canónica del cuento en Los impuntuales. Es evidente que Magallanes formula ese paso en términos de evolución y de purificación, de purga: una optimización que no sería otra cosa que el paso de la literatura a una escritura, desde una idea de la literatura narrativa (signada por la doctrina hemingwayeana del iceberg y por el minimalismo epifánico de cuño americano) hacia cierta prepotencia de la escritura autonomizada, hacia un orgullo del significante donde resuena una conversación con otra tradición selectiva (además de las alianzas ya mencionadas, podría pensarse también en la atmósfera de La vida entera de Juan Martini…). 

El palomar lleva las islas de oralidad de Los impuntuales a la saturación de su masa crítica. Lo popular adquiere un espesor que va más allá de lo unidimensional de la literatura de denuncia social. Por momentos, el tímpano lumpen parece volverse gauchesco, tanguero, boedista, cumbiero: toda una genealogía concentrada, como si en la coloquialidad popular de la ciudad resonaran, sedimentados, los sustratos de un ultraje. Es el malevaje de cancha, el canto del barrabrava al compás de la vigüela. El traidor y el héroe. Se percibe esa exigencia de operar fundamentalmente desde la escritura. Es lo concreto, es cierto, pero también hay que ver cómo de repente lo concreto se desdobla y aparece lo poético al mismo tiempo, en la misma frase, en un mismo impulso. La idiosincrasia se convierte en invocación y se repone cierta canallada boedista: la violencia y lo sentimental unidos, la autenticidad de la lengua barrial que hace un movimiento de transmutación. Lamborghini rechazaba "la cosa llorona" de Boedo. Magallanes invierte el apotegma, sube la apuesta y lamborghiniza esa cosa llorona para elevarla a épica.

Ese paso que va de Los impuntuales a El palomar, marca, sin embargo, no sólo la distancia entre dos momentos de escritura, sino también la problematización del realismo y su conversión en juego. Ambos textos marcan el avance hacia los bordes dentados del realismo: el registro de un habla y la concentración poética con que tal registro se erige en escritura apuntan hacia un afuera del realismo, hacia la magia de un territorio hecho de lenguaje. El palomar pertenece a esa zona en que la escritura llega antes y más lejos que la literatura, como si Magallanes adscribiera al lema bellatineano: “Si me preguntan qué es literatura, no lo sé; si me preguntan qué es escritura, lo sé”. 

¿Testimonio de qué es este viraje sino de la búsqueda de pasarse a otro territorio, de una renuncia a la Literatura para alcanzar otras escrituras? Entre uno y otro libro, el lenguaje referido (todavía ceñido al diálogo o al estilo en Los impuntuales) adquiere un rango de continuum cerrado: ya no hay nada por fuera de esa lengua en estado de flujo. Es una interioridad absoluta. Ya algo de ese rito de pasaje se ve en el cambio de diseño de las portadas entre la primera edición de Los impuntuales y la reedición de 2021: el paso de lo obvio a lo obtuso, de lo legible a lo escribible, de la referencia directa a la connotación sibilina. Esta segunda portada ya nos está diciendo que Magallanes no es el mismo escritor de antes. Es una portada que hace justicia a quien ya es autor de El palomar.

Sobre los once cuentos de Los impuntuales se señaló la lograda verosimilitud y autenticidad de su contenido coloquial, la calidad especial de lo inesperado en sus resoluciones compositivas, la imaginación para componer historias mínimas, como la tragedia del inolvidable Dabelbiú o el heroísmo sentimental de Gregorio Chocho Presto, el piloto de carreras. Pero más allá de toda clasificación, jugando las fronteras minadas del realismo, está la magia extraordinaria y la irrealidad cruel de la escritura. Leemos “Regalo de Reyes”, con sus raras disonancias fantásticas en el seno de un relato coloquial y casi costumbrista de infancia, o “El Toro Rojo”, flujo frenético que, por una alquimia magistral, torna un cuento de precariedad social de La Plata en un carnaval orgiástico y lamborghíneo en Montevideo… Y entendemos que la búsqueda de este libro apunta hacia otra cosa. Que su visión de la literatura no viene del lugar común de donde vienen las palabras y que la llegada a El Palomar es, en cierto modo, inevitable. El punto de partida puede ser el realismo: el de llegada está en los Reinos de lo Irreal, como diría Henry Darger. Lo verosímil es sólo una puerta. Detrás hay una carcajada desolada: niños crueles, vejaciones en cada esquina, accidentes repentinos. “Los impuntuales dominan este país, sabelo”. Cierto retorno al verdadero Boedo, el de las estampas cotidianas de Roberto Mariani, timbradas por el misterio de la crueldad.

Y entonces uno recita: “Un universo paralelo. Una realidad aparte, / sembrada línea tras línea palabra por palabra. / Imagen, metáfora, atmósfera”. ¿Quién es el poeta? Magallanes. El observatorio publicado por FA Editora, funciona como puente entre los cuentos y la novela, y viene precisamente a vaciar de géneros las distinciones: es un poemario, diecinueve poemas donde se tiran líneas hacia la propia escritura narrativa: el paseante, el barrio, la construcción de una especie de mapa de la percepción, e incluso hay algo de cierto Saer, del mejor Saer, el de Nadie nada nunca. Y por supuesto, "ese centro tripero" que es el que le da vida a El palomar y su épica de la barra de Gimnasia. Pero es importante señalar cómo se disemina esta escritura entre el cuento, la poesía y la novela, demostrando que el desplazamiento por los géneros es más bien (y debe ser) una indistinción: es la escritura. 

Mario Bellatin escribe obras donde la cisura de las frases cortadas, igual que en un poema, no garantiza la filiación genérica. Leemos El libro, la mola, el monstruo o El palacio, y la voz bellatineana parece indicar, claramente, "esto no es un poema". Del mismo modo, El observatorio se funde con ese flujo de voces de Los impuntuales y El palomar. Los momentos de escritura son diferentes, los estilos o búsquedas pueden experimentar virajes, crecimientos, maduraciones. Pero se mantiene una dominante: en las tres obras hay escritura, que es lo único que importa en el mundo, y las tres se contagian sus fuerzas genéricas cuando pasamos de una a otra de manera desordenada: viniendo de Los impuntuales, El palomar revela su grandeza como cuento; viniendo de El observatorio, su grandeza como poema. Viniendo, a su vez, de El palomar, El observatorio puede ser una novela, y cada cuento de Los impuntuales, el germen para su ampliación.

Magallanes, con su impulso martinfierresco, concibe con El Palomar una obra tripera cuyo mapa rebosa implícitamente de esas calles con nombres numéricos que un no-platense es incapaz de retener en la memoria… Incluso cuando viaja, como en El observatorio, de fondo está La Plata. Sobre esta escritura y sus ritos de pasaje podría decirse lo que alguna vez se dijo sobre la relación entre Dublín y el Ulysses: si La Plata se destruyera, podría reconstruírsela ladrillo por ladrillo leyendo a Magallanes.