CULTURA
Entrevista a Jay Parini

De Roadtrip con Jorge

Con la Guerra de Vietnam como telón de fondo, en 1971 Jorge Luis Borges conocerá a un joven estudiante de doctorado con el que partirá de viaje –a instancia suya– hacia las Tierras Altas de Escocia. La historia de esa aventura es el jugo que nutre la novela del estadounidense Jay Parini Borges y yo. La novela de un encuentro (Emecé), el libro del año, que pronto tendrá su versión cinematográfica.

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Entrevista a Jay Parini. | Oliver Parini

Vueltas hace demasiado tiempo una forma de medida –tanto por las razones precisas como por otras desafortunadas y hasta viles–, la obra y la figura de Jorge Luis Borges, soldadas y amalgamadas en el imaginario occidental como un bello tapiz de arabescos, laberintos y prodigiosos animales, suelen deparar pocas sorpresas no contenidas en la hoja de ruta que él mismo trazó para su interpretación: salvo el Borges de Bioy –que está siendo traducido por la editora Valerie Miles y promete ponerle sabor al caldo del más bien insípido entramado editorial anglosajón, tan pendiente siempre de hacer festivales de postín y descubrir valores emergentes muy del gusto colonial entre nosotros–, uno no suele sorprenderse por las noticias que llegan de Borges, puesto que de una manera o de otra ya sabemos qué esperar: comparaciones insólitas sostenidas en una erudición minuciosa, sagas islandensas y lúcidas lecciones de poesía anglosajona mezcladas con oído fino para el habla popular rioplatense así como una maledicencia exquisita nutrida por una ironía no exenta de racismo y prejuicios elevados a la categoría de distinción estética y moral, un cóctel que hemos tomado demasiadas veces y que en su momento despertaba la congoja de aquel buen hombre que debió ser Pedro Henríquez Ureña: “¡Es tan caprichoso, tan arbitrario en sus juicios! Con eso ha hecho mucho daño en su generación, a la cual autorizó a ser ignorante”. Por ello resulta soprendente conocer la figura de Borges aventurero y glotón, tomador de más pintas de cerveza de las aconsejables para un anciano y hasta lamedor furtivo de libros antiguos, erudito como siempre y obnubilado con sus lecturas, no muy pendiente de los senderos en que se bifurca la atención de sus oyentes. Por ello, el libro del escritor y profesor americano Jay Parini, Borges y yo, es una bocanada de aire fresco que despeina la figura que creíamos conocer de aquel viejo bibliotecario: en sus páginas vemos no solo la potencia de una curiosidad desaforada a la que le estorban más bien poco un cuerpo añoso y una ceguera parcial, puesto que a la primera oportunidad le propone salir de viaje (corriendo con los gastos) a un joven desconocido para conocer a través de sus descripciones los paisajes y batallas que ha leído tantas veces, dándole cuerpo a la geografía de su imaginación. Novela de iniciación pero también memoria de viaje con la dosis justa de ficción, el libro de Parini ofrece a un Borges humano, demasiado humano, alejado de las diversas mitologías que lo recortan como un anciano venerable y nos lo entregan más como un Quijote extemporáneo fascinado por lo mundano y lo divino, enamorado fatalmente de las bellezas y fastidios de la vida cotidiana, que son siempre ditirámbicas cuando nos encontramos de viaje. Con ese telón de fondo, PERFIL dialogó por escrito con el autor del libro del momento.

—¿De dónde viene su fascinación por los escritores como materia de la literatura misma? Se lo pregunto por sus aproximaciones biográficas a personajes como William Faulkner, Gore Vidal o Rober Frost?

—Siempre he estado interesado en la vida de los escritores. Me he preguntado cómo pasaron de un poema a otro, de un relato a otro. Es probable que ello se deba a que he estado escribiendo por más de cincuenta años, y me refiero a poemas y novelas, trabajo crítico, teatro y reseñas de libros. He mirado a mi alrededor para ver cómo trabajan otros. El uso obsesivo de Faulkner de una pequeña parte del mundo –su propio país en el Mississippi– me pareció algo extremadamente emocionante de contemplar. Frost hizo lo mismo con Nueva Inglaterra. Amo a los escritores que tienen un sentido particular del mundo. Como con Gore Vidal, no solo un buen amigo, sino consejero también. Hablamos por teléfono casi todas las semanas durante tres décadas o más. Escribí sobre él para tratar de entenderlo mejor, para juntar las piezas de un largo y fascinante rompecabezas.

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—Una de las figuras más atractivas de su libro “Borges y yo” es la del poeta Alastair Reid, un conocido traductor tanto de Borges como de Pablo Neruda al inglés. Con una personalidad tan arrolladora, ¿no pensó nunca en dedicarle un libro al poeta escocés? No parece que le falten elementos para ser el depositario de una saga de aventuras, o directamente de una película intensa de viajes, guerras y países a lo largo del siglo XX, con Robert Graves incluido.

—A menudo he pensado en escribir más sobre Alastair Reid, que fue un amigo muy cercano. Cuento la historia de nuestro primer encuentro en el libro y eso es todo lo que sucedió allá por 1970. En sus últimos años era común que él viniera a pasar temporadas con mi familia. Tuve oportunidad de visitarlo en muchos países, como la República Dominicana, donde él tuvo una casa en la playa desierta de Samaná: vivía allí como Robinson Crusoe, cultivando sus propias verduras, bebiendo agua de lluvia de una cisterna. Creo que fue la persona más influyente sobre mí como escritor, en parte porque cuando lo conocí yo era muy joven y por ello modeló mi forma de pensar sobre la escritura y sobre el mundo en sí. Desde luego, ese mundo para él era el mundo de Borges.

—¿Recuerda usted un poema o un verso al menos de Alastair Reid que le sea especialmente significativo?

—Me encanta su poema Dedalus, que arranca así: “Mi hijo tiene pájaros en la cabeza”. Adoro la mayoría de sus poemas y solo lamento que haya escrito tan pocos. Tengo escrito un largo ensayo sobre su poesía en uno de mis libros llamado Some Necesary Angels.

—Para mantenernos en la órbita poética, ¿qué piensa usted de la poesía de Borges, de las traducciones al inglés? ¿Lo prefiere como poeta, como cuentista o como compañero de viaje junto con su erudición extravagante?

—En realidad, yo amo todos los aspectos de Borges, pero admiro los poemas, especialmente en las traducciones de Alastair Reid, como con The Other Tiger, que es Alastair en su mejor momento como traductor (y Borges en su mejor momento como poeta). Ahora bien, he vivido en los poemas, cuentos y ensayos de Borges durante más de medio siglo. Lo releo todos los años, al menos los principales relatos y poemas. A menudo también vuelvo a su obra menor: sus maravillosos ensayos literarios, por ejemplo. Solo conocí a Borges fugazmente, ¡menos de una semana! Pero el hombre mismo dejó una vívida impresión en mí, como sugiere mi libro. Su maravillosa forma de hablar y su gran erudición fueron una inspiración para mí.

—Creo que uno de los hallazgos de su novela radica en que, teniendo a Borges como un faro que apuntala el horizonte, en realidad es un pretexto para contarnos partes de su vida, narrada con un oficio que la vuelve lo mismo entrañable que digna de ser recorrida. Por ello, creo que hay una similitud profunda relacionada con el orgullo que sentía Borges por la gloria militar de sus ancestros –que él solo podía mitificar desde la falta de coraje de un intelectual de su naturaleza– y el hecho de que su libro esté atravesado por no haber ido a pelear la Guerra de Vietnam. ¿Qué piensa al respecto?

—El orgullo que Borges mostraba por sus ancestros militares me desconcertó, y la verdad es que el hecho aún hoy me desconcierta. No creo que Borges haya resuelto nunca sus sentimientos respecto de su pasado. En el momento en que nos conocimos yo estaba obsesionado con la Guerra de Vietnam. Tenía tres amigos que estaban combatiendo en Vietnam. Por mi parte, estaba tratando de NO pelear en Vietnam. Pensé que se trataba de un conflicto inmoral y me horrorizó la idea de que se gastaran dólares de los contribuyentes estadounidenses en esa guerra ridículamente inmoral, que costó tantas vidas, tanto americanas como vietnamitas. Perdidas por absolutamente nada. 

—¿Está usted al tanto del libro titulado “Borges”, de Adolfo Bioy Casares, ha tenido oportunidad de leerlo? Se lo pregunto porque considero que en los mejores momentos de la reconstrucción del personaje usted consigue una naturalidad y una brillantez semejantes a la visión del autor de “La invención de Morel”.

—Me temo que nunca leí el libro, pero voy a buscarlo.

—Tratándose de una figura del tamaño mítico de Borges, resulta difícil no traspasar la línea entre el anecdotario de autor y el chisme sofisticado –pienso, sobre todo, en la mala fama de un personaje tan peculiar e incluso nefasto como Norman Di Giovanni–. ¿Cuál fue la línea que estableció para tener algún límite respecto a lo que podía o debía contarse, tratándose de un género de suyo tan poroso como la autoficción?

—Espero haber evitado la trampa de crear chismes sofisticados dándole a mi libro una forma mítica: mi modelo es la road novel junto con Cevantes. El libro es a la vez una historia típica del género coming-of-age y una especie de “retrato del artista”, en este caso un boceto de Borges. Pero en realidad y en el sentido más profundo se trata de cómo llegué a escribir a mi manera a través de mis contactos con Alastair Reid y Borges, teniendo en cuenta la manera en que su visión del mundo modeló mi propio pensamiento. Traté también de hacer del libro una especie de recorrido introductorio al mundo de Borges: de sus escritores y libros favoritos así como sus puntos de vista respecto de la filosofía y la literatura. En mi opinión, el momento crucial del libro es cuando Borges pide escuchar un poema mío. Le leí un poema de amor y él me dijo que había escrito exactamente el mismo poema, pero no lo dijo en el sentido de que yo lo copiara, sino que todos escribimos en realidad las mismas historias y los mismos poemas. Todos somos parte de un proyecto en desarrollo: expresar sentimientos e ideas. Borges estaba en contra de la originalidad en muchos sentidos. Y yo también.

—Qué opinión le merece el siguiente comentario de Paul Auster sobre Borges: “Su escritura parece la de alguien que no ha madurado en la vida. Borges es un gran escritor menor. Su mayor fortaleza radica en el hecho de que conoce sus límites; él nunca trató de escribir novelas: no podía. En cambio, perfeccionó lo que sí podía hacer. No hay nada en Borges que conmueva, aflija o hiera el corazón de los hombres”. 

—No estoy de acuerdo. Creo que al volverse pequeño, Borges apunta a lo grande. A todo lo que importa: el amor y la guerra, las presiones de la imaginación y la relación del ser humano con el mundo social: todo eso está en Borges. Sin embargo, uno no “mide” a los escritores ni los pondera como “mayores” o “menores”. Eso es una estupidez. Borges lo entendió. Todos hacemos lo que nos es dado hacer. Nada más. Pero en este caso, nada menos.

—Para todos aquellos que, lo queramos o no, nos encontramos embebidos por el santo y seña de Borges, en algunos momentos de la reconstrucción de su personaje hay un poco de muñeco de ventrílocuo, una suerte de software que mueve a un androide a hablar “como lo haría Borges”. Infiero que se trata de una condición inevitable tratándose de un libro como el suyo, mediado tanto por la distancia temporal como por tratarse de un personaje tan conocido, pero quisiera saber qué tantas fuentes ajenas consultó para armar su propio Borges (hago esta pregunta para tratar de comprender los mecanismos de su construcción narrativa).

—He leído muchos libros sobre Borges a lo largo de los años. Escuché interminables entrevistas con él. Releí sus historias y poemas, una y otra vez, esa fue mi preparación. Creo que los cincuenta años en los que el libro estuvo en el limbo de mi cerebro fueron útiles, puesto que me permitieron reconstruir a Borges. Muy a menudo hablé con Alastair Reid sobre él, sobre el significado de su trabajo. Así que fue un proceso largo y gradual de asimilación de Borges para que, en Borges y yo, pudiera evocar como una criatura de ficción con cierta fidelidad tanto al hombre como al escritor.

—Hay algo profundamente enternecedor, humano, valiente y hasta delirante en el viaje de dos extranjeros –uno ciego, por cierto– que deciden partir rumbo a las Tierras Altas de Escocia a buscar a un tipo que en realidad vive en Oceanía, en medio de paisajes de fantasía. ¿Qué piensa usted de aquella persona que fue? 

—Soy una persona muy diferente ahora: más sabia, espero, y mucho más versada en literatura y filosofía. He tenido interminables conversaciones con otros escritores, con amigos inteligentes. Por aquella época, cuando lo conocí, yo era increíblemente ingenuo, inmaduro e inexperto. Era virgen además y desconocía absolutamente todo lo que el amor pudiera significar. Intentaba desesperadamente unir el mundo en mi cabeza y en mi corazón. Y fallaba todo el tiempo. Creo que conocer a Borges fue un momento crucial. Hice pequeños cambios en mi vida que, en el transcurso de décadas, se convirtieron en cambios más grandes en las direcciones correctas. Ciertamente, he ganado una confianza en mí mismo que no tenía a la edad de 21 o 22 años.

—¿Alguna vez volvió a encontrarse con Borges, ha visitado Buenos Aires?

—No, nunca he estado en Buenos Aires ni volví a ver a Borges jamás. Es algo que lamento profundamente. Ojalá lo hubiera hecho. Pero algún día espero visitar Buenos Aires. Quizás el próximo año.

—Su libro es un entrañable espejo de algo, más que de alguien. ¿Está usted de acuerdo con ello?

—Espero que sus palabras tengan razón. Si el arte es un espejo de la naturaleza, este libro es un espejo del tipo de vida que tuve alguna vez. Lo escribí con alegría y optimismo, por ello pensar en Borges de alguna manera me hizo muy feliz y sentí que podía evocar una versión de Borges que tuviera una especie de inocencia y pureza. Se trata en gran medida de una obra de ficción, pero una que está escrita por amor, un amor hacia Borges, Alastair Reid y hacia mi yo más joven. Cualquier buen libro es un misterio, y yo sentí que este libro poseía un misterio muy singular. Es tan difícil de explicar. Solo quiero que los lectores disfruten del viaje.

 

‘Borges y yo’ (extracto)

Jay Parini

Lo de mear contra la rueda era un comportamiento habitual en Borges. Como la mayor parte de los hombres de cierta edad, orinaba con frecuencia; una y otra vez me pedía que me detuviera para aliviarse, lo cual, en general, hacia contra la rueda delantera izquierda. Era como si fuese su favorita por alguna razón. Nuestro progreso hacia el norte no llevaba más de media hora cuando exclamó:

—¡Es urgente! Debe detener su carruaje.

—Rocinante no es un carruaje, es un caballo.

—Bueno; es sabido que los gauchos saben aliviarse sin necesidad de bajar del caballo. Toda una muestra de destreza. –Recitó algo en castellano, y le pedí que me lo tradujera–: “Mi caballo y mi mujer/traen recuerdos pasados”–. Y continuó: “Mi caballo ha de volver/mi mujer no me hace falta”. –Se volvió hacia mí–. Me da la impresión de que usted necesita una mujer. ¿Es así?

—Sí –respondí, preguntándome si Alastair le había contado de mis males de amores o si Borges podía oler mi soledad, así como podía oler la presencia de los libros–. Pero no tengo suerte.

—Yo tampoco. ¿Sabes qué es el amor no correspondido?

—Más de lo que quisiera.

—Ay, ay, ay. Empiezo a ver que tenemos mucho en común.

No me pareció que fuese deseable tener mucho en común con un viejo ciego que no podía dejar de hablar, que ignoraba a todos los que lo rodeaban y que parecía obsesionado con una mujer de su lejano pasado. ¿En cincuenta años yo sería así?

—Estuve enamorado, profundamente enamorado, quizá siempre y exclusivamente enamorado, de Norah Lange.