CULTURA
Apuntes en viaje

Desconocerlo todo

Una gota de sudor recorrió mi espalda: Oiga, no es personal, pero acabo de salir del hotel, estoy sin desayunar y ya son casi las 12; solo necesito un café. ¡También tenemos!

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Desconocerlo todo. | marta toledo

Nunca sabré si el abordaje asfixiante a los turistas por parte de comerciantes y afines resulta infructuoso o, por el contrario, significa una acertada estrategia de la mercadotecnia primitiva. Lo cierto es que en Tokio, por ejemplo en barrios como Shinjuku (la postal Blade Runner), el acoso al gringaje es constante. Basta con ser hombre y transitar sus arterias para que gigantescos muchachones de piel morena metidos en trajes gris coqueto se abalancen: ¿girls? (Algunos japoneses ostentan una fascinación desbordada por la cultura norteamericana, su cine, desde luego; de allí que adoptaron la costumbre rancia de que sean negros los que se apuntalen en las puertas de los night clubs a la caza de turistas.)

En mercados de Caracas –como en buena parte de la región, donde el imperio metió puño por más de cinco siglos– se imprime “a la orden”, “mande”, y así. (Al hombre blanco se le sirve y punto.) Como sea: todos aceitan los tentáculos... Pero pocos tan eficaces como en Estambul.

Hace apenas unos días arrastraba mi cuerpo por Fatih, uno de los distritos más grandes de la ciudad, cuando el misterio de la luz se hizo presente. Mal dormido, regado por los humores del infierno, me había propuesto en lo que restaba de mi primera mañana allí visitar Santa Sofía, la mezquita azul, los puntos recomendados por TripAdvisor, digamos.

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Decía: caminaba yo, chapoteando en mis cavilaciones, cuando se abalanzó sobre mí un muchacho sin edad, más bien menudo, metro sesenta tal vez; unos setenta y cinco kilos, tez trigueña, cara angulosa, pómulos en punta y los ojos de plomo hundidos con bolsas oscuras por debajo. La hendidura de la boca le impedía hablar con claridad: Pero venga, pase a probar los mejores kebabs de la ciudad (el gesto de rechazo de mi parte accionó el inventario que el sujeto sabía de memoria). Bueno, si no quiere eso también tenemos pizza y pasta auténtica italiana (mi rostro detonado ya dispensaba perlitas vaporosas de disgusto que, suspendidas sobre la humanidad del tipo, herían más que bocanadas de coronavirus).

Mientras apuraba el paso para desvanecer mi osamenta entre el gentío, el patán posó su mano izquierda sobre mi hombro (remera caqui, pantalón gris, con las perneras pinzadas a la altura de los muslos). Una gota de sudor recorrió mi espalda; tragué saliva: Oiga, no es personal, pero acabo de salir del hotel, estoy sin desayunar y ya son casi las 12; solo necesito un café. ¡También tenemos!

Una vez adentro del restaurante-café-bazar-locutorio-etcétera (detrás del mostrador un espécimen enfundado con un prolijo delantal blanco azúcar, mejillas encendidas por el alcohol), me senté junto a una pequeña ventana que daba a la galería principal, cubierta por un cortinado plástico gris tenue. De alguna oficina cercana llegaba la vibración del motor de una máquina.

Ibrahim se acercó a disculparse por el exabrupto de la calle. Me confío su pesar. Sirio, exiliado, no veía a su familia desde hacía 17 meses; creía que aún continuaban en Damasco y estaba convencido de que los sacaría de allí pronto. El turco del mostrador le tiraba unas chirolas por cada turista que seducía y arrimaba al local.

Desconozco si alguna prestigiosa universidad norteamericana (o la Navarra de España, lo mismo da) realizó algún estudio sobre la efectividad del acoso turístico y difundió los resultados. Hasta entonces, nunca lo sabré.