Dicen que quien avisa no traiciona, así que vale la advertencia: La nobleza de estado. Educación de elite y espíritu de cuerpo de Pierre Bourdieu no es un libro fácil. Sin embargo, tampoco es un texto exclusivo para los doctos. A diferencia de algunos de sus compatriotas intelectuales (basta nombrar a Lacan o Deleuze entre los crípticos con más adeptos), el sociólogo francés supo tener voluntad didáctica, y alcanza con explicitar algunos de sus presupuestos teóricos para poder enmarcar y disfrutar de los hallazgos que propone, que no son pocos. Por ejemplo, ¿qué entiende por “acción política”? A diferencia de lo que plantean otros autores o de la noción más difundida desde el sentido común, para Bourdieu es la posibilidad de actuar sobre el mundo social actuando sobre las representaciones que se tienen de él. La acción política implica producir e imponer representaciones (mentales, gráficas, verbales, teatrales, etc.) ya que, según plantea, el mundo tal como lo percibimos no es más que un efecto de conocimiento. Y en relación con los modos de conocer, dos instituciones resultan fundamentales: la familia y la escuela (lo que Althusser llamó, incluyendo a la Iglesia, aparatos ideológicos del Estado).
A pesar de su afán por desmarcarse de las posiciones estructuralistas clásicas, Bourdieu piensa la posibilidad de lucha a partir de un esquema dicotómico: hay dominantes y dominados, discursos hegemónicos y contrahegemónicos. Es esta división la que posibilita la génesis histórica. En este libro (publicado originalmente en 1989 y ahora editado en español por Siglo XXI), Bourdieu se refiere a un aspecto específico de la regulación estatal: la educación. Para ello evalúa la trayectoria tanto de alumnos como de profesores al interior de un sistema educativo especialmente expulsivo y piramidal como el francés, que hace que las condiciones iniciales y las elecciones tempranas tengan gran impacto a largo plazo, cerrando caminos desde los primeros años de la juventud. La “nobleza” a la que alude el título no apunta como podría suponerse a los mecanismos “justos y nobles” que entrañaría la selección escolar sino, por el contrario, denuncia que la supuesta meritocracia que sostiene al sistema no es más que una velada legitimación de aquellos que ya ocupan lugares privilegiados dentro de la sociedad.
Muchas nociones se juegan en torno al “saber”: las distintas disciplinas (y sus cada vez más compartimentadas “especialidades”), los títulos académicos, los autodidactas sin titulaciones, la efectividad de dichos saberes (legitimados o no) a la hora de ingresar al mercado de trabajo. También lo que se considera “capacidad personal” y la apelación a supuestas esencias (“la cabeza no le da”): aspectos que suponen una suerte de inteligencia per se que no tiene en cuenta el género, el origen social ni la trayectoria de clase, que naturaliza los resultados de procesos histórico-culturales como simples logros individuales, que mitifica el éxito como quien repite el slogan publicitario “Just do it”, como si “hacerlo” implicase lo mismo para todos.
Lo que Bourdieu plantea, esta vez aplicado al ámbito de la educación, es parte basal de su teoría: hay maneras de ver el mundo (estructuras estructurantes) que son aceptadas, a pesar de su arbitrariedad, no sólo por aquellos a los que favorecen sino también por quienes por ellas resultan afectados. Es decir que los dominados siempre contribuyen a su propia dominación, porque son reproductores de la ideología en la que fueron socializados, en los valores dominantes de su cultura. En este caso, Bourdieu analiza el modo en que el poder se introyecta en los sujetos que llegan a la escuela ya moldeados para aceptarla como autoridad, dado que han reproducido dentro de sus propias estructuras subjetivas (durante toda su socialización) la investidura que le conceden tácitamente a dichas instituciones, incluso al ser expulsados de ellas. Por ello plantea concebir una sociología del conocimiento, y de los mecanismos e instituciones que lo sustentan, como una sociología del poder. Retoma de Foucault (a quien no cita, y que sólo aparece mencionado en los datos de las encuestas que analiza, según los cuales ciertos profesores lo priorizan entre sus referencias intelectuales) la idea de que la escuela es un aparato disciplinario (o “ideológico de dominación”, como incluso antes de Althusser ya había planteado Gramsci, a quienes tampoco cita siquiera una vez) y que en ella puede verse, a modo de laboratorio, la manera en que funciona el poder. Parece que los grandes pensadores franceses del siglo XX –Foucault el primero– han tenido un problema de ego y otro tanto de falta de honestidad intelectual en lo que respecta a citar con nombre y apellido a sus colegas cuando aluden o se basan en ideas que fueron acuñadas por ellos y que, sin embargo, no aparecen en los “créditos” (esos que después exigen que puntillosamente aparezcan en las tesis de sus alumnos, empezando por sí mismos).
Digresión al margen, a diferencia de Foucault, Bourdieu no se centra especialmente en el efecto sobre los cuerpos (lo que él llamó la microfísica del poder) sino en el modo en que se reproducen en las instituciones educativas las jerarquías preexistentes, los criterios de valoración, las nociones que separan lo prohibido de lo permitido, los rituales por los cuales se es reconocido dentro de uno u otro campo de acción, ya sean las artes, la política, la universidad o el deporte. Lo que Bourdieu propone son coordenadas para leer al poder y para ubicar a cada sujeto al interior del espacio social de acuerdo con la posesión de dos capitales que considera fundamentales: el económico y el cultural (y si éstos fueron heredados, conseguidos con trabajo y esfuerzo, animados o desestimulados). Y para leer cómo ya desde la escuela –y luego en las sucesivas instancias educativas– el origen social, la trayectoria de clase, la proveniencia geográfica o el género juegan a favor de uno u otro destino, eso que luego cada sujeto vivenciará como “su” recorrido personal.
Para todos, pero no tanto. Contrariamente a los presupuestos de democratización de la cultura y de la educación en abstracto como garantía de ascenso social, a partir de datos de una encuesta que se repitió regularmente en Francia a lo largo de varias décadas, Bourdieu advierte una sospechosa estabilidad en la estructura de distribución de los “premiados” según el origen social y la profesión de sus padres, constatada también en las carreras consideradas de “elite”. Además de analizar cuadros comparativos de los egresados de distintas disciplinas de acuerdo al nivel de escolarización y profesión de sus madres y padres, también encuentra constantes y paralelismos en aspectos como sus gustos musicales (por ejemplo, en sus definiciones sobre el jazz), y relaciona variables novedosas para dar cuenta de cómo se construye el capital cultural en relación con las posiciones y trayectorias de clase.
Según Bourdieu los docentes suelen proclamar, con ilusión de neutralidad, juicios que apenas disimulan los prejuicios sociales. El resultado es que, por ejemplo, aprecien mayormente la aplicación y la tenacidad en los alumnos provenientes de las posiciones más desfavorecidas, mientras que en los originarios de las posiciones superiores sea más valorado el “carisma”. Y es que lo que comúnmente se considera “desenvoltura” no es más que el privilegio de quienes han adquirido su cultura “ilustrada” de manera inconsciente en el seno de su familia, y mantienen con ella una relación de confianza, como si se tratara de su “lengua materna”.
En cualquier caso, si hay ideas dominantes en las ciencias, las artes o la política, es porque las estructuras que sostienen dichas ideas se reproducen en los sujetos desde los primeros pasos de su socialización, en los cuales las instituciones educativas tienen un rol fundamental. En este sentido, Bourdieu también pone en jaque la figura del intelectual legitimado (que los medios de comunicación reafirman a partir de un ideal abstracto de “saber” y de “palabra autorizada”) que actúa como formador de opinión pública en un círculo de reproducción casi cerrado (porque afortunadamente tiene algunas fugas y la acción política y la crítica hacen de las suyas con algunas subjetividades).
En suma, si la obra de Bourdieu se caracteriza por desarrollar análisis sociológicos minuciosos de los mecanismos de reproducción de las jerarquías sociales, La nobleza de Estado es una disección aguda –amparada en datos más que elocuentes– de la capacidad que tienen las instituciones educativas para imponer sus producciones culturales y simbólicas, esenciales para perpetuar y naturalizar las relaciones de dominación, bastante lejos de los ideales libertarios e igualitarios (y mucho menos, fraternos).
Un pensador iconoclasta
Fallecido en 2002 a sus 71 años, Pierre Bourdieu fue uno de los principales actores de la vida intelectual francesa de la segunda mitad del siglo XX y fue reconocido mundialmente por su producción intelectual enfocada a dilucidar la dinámica de reproducción del poder, apuntando a las grandes problemáticas sociales. En 1981 fue designado en el puesto académico más prestigioso de Francia, en el Collège de France, con el título de profesor titular de Sociología (cátedra que dictó hasta su muerte). Hijo de padres campesinos que fue alentado a continuar sus estudios por uno de sus profesores de instituto, debido a su origen de clase Bourdieu vivió en carne propia los cierres simbólicos que plantea –de manera tan disimulada como persistente– la dinámica educativa francesa. De hecho, su propia carrera académica y su pasaje por distintas instituciones hasta lograr alcanzar la máxima posición de reconocimiento fue su mejor trabajo de campo para desarrollar una teoría crítica de la cultura y de sus criterios de legitimación. Esa crítica que paradójicamente se volvió teoría, enunciada desde esa posición de poder a su vez legitimada por las mismas instituciones a las que siguió denunciando.