CULTURA
Apuntes en viaje

Desplazamientos

Sofocado por el hipo, efectuaba espasmódicos movimientos mecánicos de forma lateral, sin abandonar la posición dentro de la cabina.

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Desplazamientos. | Marta Toledo

Nunca conocí a un deshollinador; tampoco a un peletero. La primera vez que me encontré de frente a un ascensorista fue cuando nos estiramos con mi padre hasta el centro de la ciudad para buscar las pertenencias en la oficina pública donde trabajaba mi abuelo hasta escasos días antes de morir. Tenía el pelo entrecano, los ojos adormecidos, gelatinosos; surcos anchos remontaban los pliegues del rostro duro, manos deshilachadas. El moflete inflado por dominio del caramelo de mentol que, arrastrado hacia un lado y hacia otro con la lengua, bailoteaba por el cuenco hasta detenerlo ahí, en uno de los lados, que junto al bigotillo que había dejado crecer le imprimía en el rostro aspecto de lunático. Ostentaba traje oscuro con la corbata mal anudada y sobre la banqueta que descansaba a un costado de la puerta, debajo de la botonera vertical, una botellita con agua. Sofocado por el hipo, efectuaba espasmódicos movimientos mecánicos de forma lateral, sin abandonar la posición dentro de la cabina. Entonces yo tenía seis años pero alcancé a comprender que toda su vida cabía ahí, en ese instante.

Cuando mi abuela materna comenzó a trastabillar por determinación de la vejez, mis padres espabilaron el plan que consistía en vender su casa en la periferia para comprar un departamento cerca de donde vivíamos nosotros. La cosa no pudo salir peor: mi mamá y mi abuela se llevaban pésimo, verlas discutir me entristecía. Mi abuela, que había vivido en el campo hasta los 14 años, mantenía costumbres algo extravagantes como guardar el pan duro durante días para luego rallarlo, antes que comprarlo manufacturado por poco dinero, y sin esfuerzo; algo similar ocurría con los colchones. Una de las discusiones encendidas ocurrió delante de mí y del fletero que se disponía a bajar tres colchones en el domicilio, comprados el día anterior por mi madre. Mi abuela se negó, mi mamá dejó los colchones en la puerta, me tomó del brazo, y nos fuimos. El colchonero de mi abuela se llamaba Manuel, era catamarqueño e hincha de River, como yo. Lo veía cada cuatro o cinco años, cuando pasaba a buscar los colchones de lana que devolvía, días después, como nuevos.

Nunca me crucé con un vendedor de enciclopedias a domicilio, jamás di con un lechero, tampoco con un colocador de pinos de bowling; pero sí trencé amistad con Claudio, que atendía el videoclub Las Palmeras, que anidaba a dos cuadras del ph que habité cuando abandoné la vida familiar. En ocasiones, frente a una situación dramática que amenazaba llegar a esa cumbre de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos a fondo con alguien, la voz de Claudio se replegaba, se mordía la lengua como si quisiera decir por lo bajo: “Ay, si supieras”. Las sensaciones sucedían en el interior y se quedaban en el interior, sin entregarse a la vergüenza de la sinceridad. Un gran sujeto, Claudio.

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Mi madre nació en el núcleo de una familia de clase media baja rosarina, criada en una casita de una calle sin nombre en un barrio de casas bajas igual a esa. Al cumplir los ocho, la familia de tres se trasladó a Buenos Aires para acompañar el nuevo trabajo de mi abuelo Alfredo. Mis abuelos metieron de pupila a mi madre en un colegio católico; una vez clausurada la secundaria, mamá se definió por el profesorado Joaquín V. González. De manera que a los pocos años consiguió el título de profesora y ejecutó el periplo iniciático de cualquier docente secundario: suplencias en los peores lugares y horarios, hasta con el tiempo ir acumulando cargas prime time. Pero al llegar a los cincuenta mi mamá se quedó sin profesión, dejó de ser “la profesora Beatriz”. Las materias que dictaba eran taquigrafía, estenografía, caligrafía, mecanografía, y así. Borradas con panes de TNT del currículo, sin oficio y con escaso trabajo, la crisis de la mediana edad la arrastró por un tobogán elástico y tóxico que la depositó en una depresión que acabó por lacerarla. Y matarla.

Yo no cumplí los cincuenta todavía, aunque me dedico hace más de veinte años al periodismo cultural y casi quince a mi labor como editor gráfico. La pandemia no solo trajo consigo muerte y desesperación, como brotes de un miasma pestilente. Se comportó como un fenomenal acelerador de procesos hasta entonces tartamudos. Los que comemos en el mismo feedlot atendemos con pasmosa desorientación la estrepitosa caída en la venta de diarios impresos. 

Nunca en mi vida me presentaron a una telefonista, pero comparto jornadas vigorosas con colegas apasionados que, pese a contemplar el frente de tormenta, siguen en la pista, librando batalla por la palabra.