Para llegar al espacio, Raquel Forner tuvo por muchos años los pies sobre la Tierra. Porque no es sino hasta 1957 que, después de haber cerrado un ciclo o serie con sus temas y estilo de su pintura, abrió lo que se puede llamarse la conquista del espacio exterior. Si bien fue una preocupación lógica del humanismo de la pintora nacida en Buenos Aires en 1902, el lanzamiento del primer satélite artificial de la historia, el Sputnik desarrollado por la Unión Soviética, un 4 de octubre de 1957 dio comienzo a la carrera para saber qué pasaba más allá de nuestra atmósfera y un programa de investigación, al tiempo que llevaría a la guerra y la competencia entre Estados Unidos y la URSS a nuevas alturas. Para Forner, por su parte, fue el inicio de una experiencia de nuevas alegorías para la especie humana que tanto le interesaba. A partir de este momento, en el futuro espacial y en convivencia con la naturaleza interestelar. En cuanto a la técnica, predominan los empastes, carga sus cuadros con más material y despliega una perspectiva no convencional. Tiene que pintar terráqueos, pero también “terrícolas”, una categoría que la ciencia ficción le dio a los seres humanos desde el punto de vista de los extraterrestres. Aunque Forner lo haga desde el planeta y mantenga su preocupación por cuál será el destino de la humanidad, las promesas del progreso que intuye serán incumplidas y los desastres de la guerra, imagina astroseres y representa lunas, en plural, reforzando la cosmovisión expandida, de una imaginación que se agranda y tiene nueva información para su desarrollo.
En esta primera fase, todavía no había tripulación humana. Los tres satélites, el Sputnik 1, 2 y 3, llegaron a la órbita terrestre. El primero se incendió a su reingreso a la Tierra, en enero de 1958. Tomó los primeros datos, después de orbitar a la Tierra y viajado 70 millones de km. El segundo llevó a la perra Laika que murió una semana después por falta de oxígeno, pero vislumbró la posibilidad de los vuelos tripulados al espacio.
Recién el 12 de abril de 1961 Yuri Gargarin fue el primer hombre que viajó al espacio exterior en la nave Vostok 1. Había nacido en 1934 y murió en 1968 sin poder ver el alunizaje. El vuelo comenzó a las 6.07 de la mañana y con mucha suerte (y poco conocimiento desde la base rusa) alcanzó la órbita 25 minutos después. Las dificultades siguieron para ese pequeño gran hombre que cabía en la cápsula que costó desprender para emprender el regreso.
Debido a un error del sistema aterrizó bastante lejos de lo previsto, con un paracaídas (la cápsula se deshizo a 7 mil metros de la Tierra) y fue encontrado por una campesina y su nieta que no sabían qué era eso que llevaba un casco con las letras CCCP. Pero antes de esto había podido saludar a otro niño: Juanito Laguna. O al menos así lo refiere Antonio Berni en el poético collage. “El cosmonauta saluda a Juanito Laguna a su paso por el bañado de Flores” es del mismo año que se realiza el sueño de salir al espacio exterior con el que soñaron los hombres de todos los tiempos.
Berni imagina ese breve encuentro entre la estrella espacial que fue Gagarin y el niño villero. Para el artista argentino, Juanito Laguna, ese personaje entrañable que forma una larga serie y le sirve para experimentar con otros materiales y presentar nuevas realidades, se merece el saludo del cosmonauta. Como haciéndole cumplir ese mensaje breve que Gagarin grabó antes de salir. En que se dirigía a la humanidad toda, minutos antes de cumplir “este único y hermoso momento”.
Los desastres de la guerra. “Yo comencé a pintar realmente cuando estalló la guerra en España. La tragedia material y espiritual comenzó en España para desparramarse luego por el mundo”, le dijo a “Policho” Córdova Iturburu, el inventor de la crítica de arte de Argentina, en 1944. Imaginemos que esta conversación tuvo lugar en la Confitería Richmond, donde ambos se juntaban y formaban parte del Grupo Florida que tomó el nombre de la calle donde estaba el café. Ya se sabe que incluyó escritores como Victoria Ocampo, Leopoldo Marechal y Oliverio Girondo, entre otros muy destacados escritores argentinos y artistas, en contraposición dialéctico-literaria con el otro, el Grupo Boedo, que publicaba en la Editorial Claridad y se reunía en el café El Japonés, “más popular y comprometido”, con integrantes como Roberto Arlt, entre otros. Sin embargo, esa dicotomía es un poco inestable y en el caso de Forner, sus preocupaciones sociales tan explícitas podrían ser un buen ejemplo.
Lo cierto es que Raquel fue hija de padres españoles y de adolescente viajó a España. Los artistas del Siglo de Oro son su descubrimiento y su fascinación. A los veinte años se recibió de profesora de dibujo en la Academia de Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y el vínculo con artistas y escritores de vanguardia vino de la mano de las relaciones con el Grupo Florida, Leopoldo Marechal y Alberto Prebisch. La carrera de Forner fue reconocida y exitosa desde muy temprano como ganadora del Primer Salón Universitario de La Plata. Miembro de la Royal Society of Arts of England recibió importantes premios entre los que se pueden citar la Medalla de Oro en la Exposición Internacional, París 1937; el Primer Premio Nacional de Pintura en el Salón Nacional, Buenos Aires, 1942; el Premio Palanza, Buenos Aires 1947; el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional, Buenos Aires, 1956; el Gran Premio de Honor en la Bienal Americana de Arte IKA, Córdoba, 1962; el Premio Fundación Juan B. Castagnino, Rosario, 1979 y fue galardonada por el Fondo Nacional de las Artes en 1987.
París (no) era una fiesta. Hizo, como todo artista argentino que se precie de tal hasta el siglo XX, el viaje a París. Para ella, fue estético y una experiencia de vida. Además de ser singular porque fue la única mujer en el Grupo París, integrado por hombres tales como Antonio Berni, Lino Spilimbergo. De esa época trajo su versión del “retorno al orden”, un arte moderno que mira al pasado con los ojos de la vanguardia y se decide por las vías alternativas a la enseñanza académica como fueron los Cursos Libres de Arte Plástico junto a Guttero, Pedro Domínguez Neira y el escultor Alfredo Bigatti que dieron a partir de 1932. Vivió en Francia en entreguerras, tomó clases con Othon Friesz, conoció a Bigatti que fue el amor de su vida y con quien se casó y se puso al día con su interés primordial, “siempre me interesó la tragedia humana”. Porque, “los acontecimientos que han llenado de sombras nuestra edad se convirtieron, insensiblemente, sin proponérmelo, en la sangre misma de mi pintura”, comentaba Forner, según reseña López Anaya. Participó de diversos foros antifascistas de los años 30, entre ellos la revista de izquierda Conducta y en 1937 pinta uno de sus temas excluyentes, la muerte.
El futuro ya llegó. “Cuando me enfrento a una tela en blanco, comienzo la aventura maravillosa que es para mí la creación de una obra; me siento inmensamente feliz y privilegiada” son palabras de Raquel Forner que podía diferenciar su papel de artista, sus sentimientos frente al arte, de los temas que tocaba. “Pinto lo que siento, no busco eludir el tema, éste me aparece como un imperativo que no puedo ni trato de eludir ¿Puede la realidad copiar lo imaginado o imaginamos lo que existe y desconocemos?”
La respuesta a esa pregunta crucial, entre realidad e imaginación, está en el corpus de obra elegida para Raquel Forner. Revelaciones espaciales. 1957-1987, producida junto con la Fundación Forner-Bigatti y curada por Marcelo E. Pacheco, que reúne en el Pabellón de exposiciones temporarias unas setenta obras correspondientes a las series espaciales creadas por la artista argentina.
A pesar de los terrores del mundo, quizá para contrarrestarlos, Forner emprende la tarea de pintar el porvenir; “siento un mundo de realidades metafísicas que escapan a mi inteligencia y quiero apresarlas con mi pintura, que no puedo expresar con imágenes. Un mundo de magia y misterio que aterra mi alma y quiero captarlo y liberarme por mi arte”, escribió en su diario. Después de las series de España (1937-1939) y la del Drama (1939-1946) hasta Apocalipsis (1955) y Piscis (1957), la iconografía de Forner que coincide con la carrera espacial habla de la utopía de un hombre nuevo.
Los personajes son seres, mitad humanos, mitad astrales, y están en Mutaciones espaciales (desde 1970), en un Futuro acontecer (1979) y en Gestación del Hombre Nuevo (1980). Marcelo Pacheco escribe en el texto que acompaña a la muestra: “La figuración que Forner construye para entonces se ve rodeada de una hiperkinética actividad: crea una nueva cosmología, donde los terráqueos en contacto con los astroseres se transforman en mutantes y en seres híbridos. La humanidad aparece reducida por la violencia, y el nuevo camino se mueve hacia una dimensión prometedora, aún desconocida. Cada serie muestra nuevos personajes en mutación, y en la mayoría la Tierra está representada por grupos de personas o de individuos terrestres pintados en grises, amontonados y rodeados de cordones de sangre roja, una de las constantes iconográficas en las series espaciales.”
Forner fue una artista de vanguardia, mujer de avanzada, que escribió con sus imágenes un manifiesto presente del futuro alcanzado. Pintó, incansable, hasta su muerte el 10 de junio de 1988 en Buenos Aires. Para ella, la nueva dimensión era híbrida y no binaria, anticipándose a muchas discusiones posteriores. Creyó que la guerra no había destruido del todo los lazos de las comunidades, que había un horizonte, contra toda desesperación y desasosiego. Estableció un diálogo con el cielo y las estrellas, convocó a las lunas y fantaseó con los habitantes del mañana.
Raquel Forner. Revelaciones espaciales. 1957-1987
Curador Marcelo Pacheco
Hasta el 26 de febrero.
De martes a viernes de 11 a 20, sábados y domingos de 10 a 20
Museo Nacional de Bellas Artes
Av. Del Libertador 1473, Buenos Aires
Entrada gratuita