CULTURA
Apuntes en viaje

Diciembre

Los ojos se me iban cerrando mientras no lograba entender cómo haría un bebé, el Niño Jesús, para entregar sus regalos a otros niños más grandes que él.

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Diciembre. | marta toledo

Los feriados en cuarentena parecen interminables. Feriado puente; ¿puente adónde, entre qué y qué? Entre unos días parecidos a los otros y otros días parecidos a estos.

Volví a Buenos Aires un par de semanas. El olor de los tilos en flor que hay en mi cuadra es un veneno hermoso que entra por las ventanas y que me envuelve cada vez que salgo a la calle. Tan fuerte y tan preciso que penetra la tela del barbijo y casi me hace olvidar de ese trapo apretándome la boca y la nariz. Ahora frente a mí no hay verde ni pájaros que se bañan en los charcos que forma el regador ni gatos acechándolos. Hay autos estacionados y casas con las persianas bajas. A la casa que está justo enfrente de la mía se mudó una familia china y la pintaron de rojo oscuro. También las persianas siempre bajas. Antes, hace unos años, había un álamo carolina, ya saben que los álamos son mis árboles favoritos en todas sus variantes. Pero el dueño anterior lo hizo sacar antes de morirse. Esto fue hace mucho ya. Sin embargo cada vez que levanto la vista me parece verlo al viejo como lo vi apenas me mudé: en una de las ventanas del piso alto con un gato en brazos, observándome. Ese día el álamo tenía la mitad de la estatura que cuando lo cortaron.

Mi hermana me manda fotos de mi sobrino más chico, tres años, armando el arbolito de navidad. Claro, es ocho de diciembre. A mi hermana le encanta la navidad. A mí me gustaba cuando era chica; ahora me da pereza todo: los negocios explotando de cosas navideñas, la gente comprando cosas hasta la última hora, odio el pan dulce. Creo que lo único que espero con cierta animación es el lechón o el cordero que hace mi padre en nochebuena. A veces lechón y cordero al mismo tiempo.

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En la casa familiar también armábamos el árbol el ocho. En una caja de cartón, en la parte más alta de algún ropero, guardábamos los adornos. En esa época los soplillos eran de vidrio y se rompían con mucha facilidad. Estaban en la caja protegidos por lana de oveja bien escardada. El árbol aparte, plegado, adentro de una bolsa. Nunca tuvimos pesebre, tal vez solamente el Niño Jesús. Y lo rodeábamos con los soldaditos de plástico de mi hermano, los granaderos a caballo, los indios y cowboys y algún animal de granja que quedaba suelto de otro juego. Así como me molesta muchísimo que me saluden por mi cumpleaños a las 00.1 también detesto la costumbre contemporánea no sólo de Papá Noel sino la de que se abran los regalos a las 00.1 del 25 de diciembre. En la infancia nos íbamos a dormir rápido para que la noche pasara rápido, para que llegara la mañana y encontrar los regalos en el árbol. Competíamos a ver quién era el primero en despertarse y despertar al resto con el sonido del papel de los envoltorios rompiéndose. Los ojos se me iban cerrando mientras no lograba entender cómo haría un bebé, el Niño Jesús, para entregar sus regalos a otros niños más grandes que él. Cómo hacía para entrar a todas las casas del mundo cargado con cajas de muñecas, osos de peluche, juegos de mesa y bicicletas. Qué misterio puede tener ahora la navidad si a los regalos los trae Papá Noel y vemos de a varios en cada esquina de todas las ciudades y pueblos… así es sencillo entregar cientos y millones de regalos en una noche.

Tal vez el único misterio que le quede a la navidad a medida que envejecemos sea la familia: esas personas con las que compartimos un patrón genético, un árbol genealógico, un puñado de anécdotas de otros tiempos, poco presente, la cotidianidad pobre de los mensajes de whatsapp, y esa mesa rebosante de comida y de bebida una vez al año.