En la primavera de 1945, una muchacha austríaca de 19 años conoce a un joven oficial del ejército británico de ocupación que habla alemán con acento vienés. La primera referencia a él en su diario lo describe sumariamente como “bajito y feo”.
Surge una amistad, de parte de él un enamoramiento, de parte de ella un afecto impregnado de curiosidad por un individuo totalmente ajeno a la gente que conoce. El nació en Viena en 1920. Su madre judía, sirvienta, no pudo mantenerlo y lo confió a la edad de 6 años a un orfanato de la comunidad. En 1938, momento en que Austria da la bienvenida a su anexión por el Tercer Reich, emigró a Palestina, entonces protectorado británico. Allí se enroló en el ejército y al terminar la guerra el conocimiento del idioma hizo que lo destinaran como intérprete a Austria. No a su ciudad natal sino a Vellach, en la provincia de Carintia, uno de los baluartes del nacionalsocialismo.
En Vellach, aquella joven se ha refugiado con parte de su familia para huir de los bombardeos aliados que asolan Klagenfurt, la ciudad donde nació. Se siente un destino de poeta y sueña con partir. No tiene una meta, sólo una certeza: la negación del punto de partida, la insatisfacción ante su entorno. Su resistencia al nazismo es instintiva, alimentada por la estupidez y prepotencia de sus profesores. (¿Acaso para distanciarse del padre, profesor afiliado al Partido Nacional-socialista desde 1932, que ya no podrá ejercer cuando vuelva del frente del Este?) Para no ser enviada como otras alumnas del liceo a servir en una división del ejército del Reich en Polonia, ha debido inscribirse en la rama para adolescentes de la Juventud Hitleriana, de la que deserta aprovechando la confusión de los últimos días de la guerra.
El militar británico vive la ambigüedad, o la paradoja, de ser ocupante en el país que lo vio nacer. Es recibido por la familia de la joven, no sabemos si por mera sumisión al momento histórico o con cierta curiosidad por tratar a un sobreviviente de los expulsados. Pero es ella su interlocutora casi cotidiana. En su conversación, él va recuperando un origen que le fue negado, el idioma de su infancia clausurada, de una doble orfandad; la joven descubre que él ha leído todos los autores prohibidos de los que ella sólo ha podido asomarse a alguna página clandestina: Thomas Mann, Zweig, Schnitzler. En Vellach pronto se convierten en tema de chismes: “Esa chica está saliendo con un judío”. En su diario, ella escribe: “Si llegase a ser centenaria, estoy segura de que esta primavera, este verano, seguirán siendo los más hermosos de mi vida”.
Esa relación, de signo distinto para cada uno de ellos, se concentra en unas pocas semanas. Ella irá a la universidad, primero a Innsbruck, luego a Graz, más tarde a Viena. El volverá a Palestina. Mantendrán una correspondencia de la que sólo sobreviven las cartas de él en los archivos de la mayor poeta de lengua alemana del siglo, la que aquella joven iba a ser: Ingeborg Bachmann.
Jack Hamesh le escribe con el dolor de la separación y la esperanza que tantos judíos depositaron en la creación del Estado de Israel por votación de las Naciones Unidas, la mirada fija en un legendario regreso a la tierra prometida, ciegos ante la desposesión de la población árabe que habitaba esa tierra desde hacía siglos. (El filósofo israelí Yeshayahou Leibowitz iba a decir que no veía solución para el conflicto israelí-palestino, porque esa tierra había sido prometida dos veces: a los judíos por Dios, a los árabes por la Historia, “y entre Dios y la Historia no hay componenda posible”.) Las cartas de Ingeborg Bachmann no se han hallado. La última carta de Hamesh es de 1947. No volvieron a verse.
En otra primavera, la de 1948, en Viena, Bachmann conoce a otro judío: el poeta Paul Celan, nacido en Rumania como Paul Antschel, hijo de padres muertos en campos de concentración. Esta vez la relación apasionada es recíproca. Recorren como sonámbulos la ciudad dividida entre cuatro vencedores, entre cuyas ruinas se esconden los verdugos del pasado reciente. “Vivimos entre locos y asesinos”, escribe Bachmann. Celan va a ser el autor de una obra difícil, críptica, que no ha cesado de hacerse indispensable con el tiempo. Años más tarde, ya instalado en París, le escribirá a Bachmann, que no ha podido dejar Viena: “Cuando te conocí fuiste para mí lo sensual y lo espiritual, inseparables para siempre”. De esta correspondencia sobrevivieron las cartas de ambos poetas. Constituyen un epistolario único por la intensidad del sentimiento y el intercambio de los poemas.
En París, Celan se casa con una francesa e intenta adaptarse sin mucho entusiasmo a la vida de la capital; intrínsecamente sigue siendo un errante cuya única patria es el idioma alemán, la lengua de quienes mataron a sus padres y que él posee y retuerce hasta extraerle sentidos impensados. Como les ocurrió a otros sobrevivientes, Primo Levi, Jean Améry, el empuje vital de los primeros años de vida recuperada iba a gastarse, a dejar paso a un sentimiento de vacío. Como ellos, Celan se suicida: se arroja al Sena desde el puente Mirabeau un día de primavera en 1970. Ingeborg Bachmann, que finalmente ha realizado su sueño de viajar y se ha instalado en Roma, muere en 1973. Una muerte absurda, secuela de las quemaduras sufridas al dormirse fumando en la cama.
Todo país quiere recuperar a sus réprobos. Bachmann, que sólo deseaba dejar atrás la estrechez mental de la provincia austríaca, hoy tiene su nombre en el liceo de la ciudad de Vellach, donde también hay una calle, la Ingeborg-Bachmann-Strasse…