La historia se teje así: llovía. Una de esas lluvias gruesas, que duelen. La función había terminado ya, y entonces las puertas del Colón estaban atestadas. Paraguas urdidos en coreográfico vahído, choferes a la espera, mucha pompa careta. Mientras decidían qué hacer, cómo estirarse desde allí hasta Flores bajo el temporal, José María Fernández se entretenía disparando ocurrencias de maliciosa inteligencia contra quien le venía en gana. Lo escuchaban su hermana Nela y la profesora de piano, la gran Helena Larrieu. Y también un hombre de traje oscuro que ninguno de los tres había divisado, y que sin embargo se hizo presente por detrás, como un monstruo gótico sediento.
—No se muevan, esperen aquí, les conseguiré un taxi precioso –el tipo parecía decidido.
Los tres se miraron, incrédulos. ¿Por qué tanta amabilidad? ¿Precioso? Segundos después, el hombre llegó con el taxi, precioso, sí.
—Suban, vamos.
Una vez dentro, el sujeto se acercó hasta José María, entonces de 16 años, y le comió la oreja con un susurro:
—Soy Johnny. Mañana, a las 4, te espero aquí mismo.
Luego del encuentro José María volvió a casa y le contó a su padre, extasiado: “Papá, hoy conocí a un tal Wilcock. Dice que es escritor. ¿Sabés quién es?”. El padre, corrector del diario Crítica, le explicó que se trataba de un poeta, amigo de Borges. El romance entre Juan Rodolfo Wilcock y José María duró unos dos años. Fue una relación intensa, cosida por la admiración de un pendejo pretencioso que escuchaba embobado cómo su amado recitaba de memoria poemas de Keats, Rimbaud, Byron. Para entonces Wilcock tenía 26 años y ya había publicado Libro de poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica y Persecución de las musas menores, colaboraba asiduamente en Sur y era un animador estelar de las tertulias culturales porteñas. Sus tres mejores amigos eran Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Wilcock se convirtió así en el sensei pedagógico del novato. Lo llevaba hipnotizado por conferencias, conciertos, le sugería libros. Le dedicó algunos poemas también, como La espera sentimental. Como sea, de ahí en más el tránsito vital de Pepe Fernández discurrió entre el asombro y la audacia de quien lo quiere todo. Trenzó amistad con María Elena Walsh, Mujica Lainez, Ernesto Schoo, Héctor Bianciotti, Grete Stern y, claro, los tres mejores amigos de Wilcock.
Hizo dos viajes a Europa. El primero, que se extendió de 1954 a 1957, fue promovido por Silvina Ocampo, quien pagó la totalidad del pasaje. El segundo cruce lo realizó en 1964, cuando se instaló definitivamente en París. Allí, y mientras rascaba de los oficios más diversos, abandonó para siempre el proyecto de convertirse en pianista y comenzó de a poco a interesarse en la fotografía. Fue en 1969 cuando alquiló una mansarda en el quinto piso sin ascensor de un viejo edificio en el corazón de Saint-Germain-des-Prés. Esa buhardilla, irregular, incómoda, de difícil acceso para el visitante, se convirtió sin embargo en el consulado sin licencia de los mayores exponentes del mundillo cultural porteño que llegaba a Francia. Escritores, músicos, pintores, sí. Pero también políticos y deportistas eran retratados por este cronista-fotógrafo, que en 1971 se estrenó como corresponsal de excepción para la Editorial Abril.
El 14 de julio de 2006, mientras París bailoteaba con los festejos por la revolución, Pepe se tiró en la cama y no se levantó más. Con obsesión quirúrgica, dejó como inventario más de 50 mil negativos en blanco y negro y diapositivas color, cartas, diarios, notas, primeras ediciones dedicadas. Lote que su sobrina, Mariana Grisolía, consiguió traer a la Argentina y que ahora puede verse en parte en Villa Ocampo (Elortondo 1837, Beccar), en la muestra titulada Pepe era una fiesta. Hasta el domingo 16.