Mal que pese, el modelo del amor que el cine de Hollywood y la industria cultural de masas han consagrado orbi et urbi proviene en buena parte de algunas obras literarias difundidas por Europa entre el siglo XI y finales del XII bajo la invocación del amor cortés. De esto hay pocas dudas. Casi todos los especialistas coinciden en que la novela romántica o rosa (romance novel, en inglés, roman à l’eau de rose, en francés) contemporánea proviene más o menos de modo directo de los romances medievales, llamados así –“romances”– porque se escriben en lengua romance y de este modo dan nombre a un nuevo género: la novela (del italiano novella). Si bien suele presentarse como antecedente remoto al escritor griego Aquiles Tacio (siglo II), autor de Las aventuras de Leucipa y Clitofonte, o a Heliodoro de Emesa –obispo de Trica, Tesalia, en el siglo III–, autor de las Etiópicas y Teágenes y Cariclea, la novela de amor se desarrolla en Occidente fundamentalmente a partir del amor cortés o, como prefiere Jean Markale en El amor cortés o la pareja infernal (1998), del fin’amor o “amor extremo”, por decirlo así.
En todo caso, las obras de Tacio y Heliodoro pertenecen a la novela bizantina y por eso mismo al conjunto de influencias –narraciones denominadas en inglés romances– que preparan la novela romántica desde la Edad Media y el Renacimiento, es decir, los libros de caballería, la novela sentimental, la pastoril y la novela bizantina. Esta se renueva en los siglos XVI y XVII, manteniendo el mismo esquema de la antigüedad (dos jóvenes amantes que desean casarse se enfrentan a obstáculos que se lo impiden hasta que, luego de separarse e innumerables peripecias, se reencuentran y se aman) y, hasta hoy, no por lo repetido ha perdido eficacia. También de argumento amoroso, aunque en un marco bucólico idealizado, la novela pastoril se inicia con la publicación de La Arcadia (1547) de Sannazaro y acaso llega a su cumbre con La Galatea (1585) de Cervantes. La novela sentimental surge entre el siglo XV y la primera mitad del siglo XVI y se centra en una historia de amor cortés de final trágico, generalmente ambientada en escenarios lúgubres (castillos, bosques, etc.), lugares lejanos y estratos de la nobleza. Por igual, las populares novelas de caballería (siglo XV y XVII) –parodiadas por Cervantes en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605)– enaltecen el amor cortés, pero raramente llegan a un desenlace desdichado.
En perspectiva histórica, resulta innegable la influencia de los relatos amorosos de final feliz y trágico incluidos por Boccaccio en el Decamerón (escrito entre 1349 y 1351) y la historia sobre Mariotto y Giannozza del Novellino (1476) de Masuccio Salernitano –una colección de cincuenta novellas o relatos breves– adaptada luego por Luigi da Porto como Giulietta e Romeo (más tarde como Historia novellamente ritrovata di due nobili amanti) y posteriormente por Bandello, cuya traducción al inglés en 1562 es la fuente de la celebérrima obra teatral de Shakespeare. Tanto Boccaccio como Salertiano, junto a otros novellieri italianos, inspiran durante el barroco (siglo XVII) a los autores de la llamada “novela cortesana” española, en rigor, narraciones cortas de tema amoroso y ambientación urbana, regularmente con elementos costumbristas, pastoriles y picarescos, que se recogen y reformulan en la novela Pamela o la virtud recompensada (1740) de Samuel Richardson –historia de una joven bella y virtuosa que reforma a un libertino y se casa con él– y en Tom Jones (1749) de Henry Fielding –una variación picaresca del mismo asunto–, consideradas hoy las primeras novelas románticas.
Según los especialistas, otra de las raíces del género se encuentra en la novela gótica, un producto de la tendencia medievalista del romanticismo claramente expuesta en los escenarios (castillos ruinosos, monasterios, bosques sombríos, etc.). La primera novela gótica, El castillo de Otranto (1765), de Horace Walpole, intenta crear una nueva literatura fantástica sobre la base de la novela de caballería. En las obras de Ann Radcliffe, para algunos las mayores y más representativas del período gótico (y de mayor influencia en la novela romántica con The Romance of the Forest, de 1791), el medievalismo aparece en el marco histórico y los sitios lejanos de la época, como en Los misterios de Udolfo (1794), ambientada en 1584 en el sur de Francia –la Provenza, región de amor cortés– y el norte de Italia. La heroína de este “romance”, Emily St. Aubert, es bella, virtuosa y decidida que deja una huella nada menor en la protagonista de Orgullo y prejuicio (1813), de Jane Austen, uno de los grandes clásicos románticos –a la par de Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, o Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë–, pese a que Austen, en La abadía de Northanger (1798), se burla de los ingredientes sobrenaturales de Los misterios de Udolfo. Por otra parte, en la medida que Las penas del joven Werther (1774), de Goethe, una de las joyas del Sturm und Drang (y del amor cortés), influye sobre el romanticismo y se vincula con la novela rosa actual, aunque viola uno de sus principales preceptos: el final feliz.
Se ha observado, además, la incidencia del melodrama teatral originado por el romanticismo hacia el siglo XIX en el género de los idilios literarios. De hecho, el primer teórico del melodrama (entre cuyos rasgos principales se destacan el maniqueísmo moral y el sentimentalismo exagerado) es el escritor romántico-gótico Charles Nodier, autor incluso él mismo de dos obras melodramáticas: Le Vampire (1820) y Ber-tram (1821). Si se sigue un artículo suyo publicado en la Revue de Paris en 1835, el cual forma parte en 1840 de la introducción al teatro escogido de Guilbert de Pixerécourt, fundador del melodrama, sorprende el argumento político de Nodier a favor de éste, porque para él no sólo constituye el auténtico signo teatral de la época de la Revolución, sino una forma de democratizar la tragedia cuando el pueblo alcanza su emancipación histórica. Desde luego, de aquí hasta las técnicas contemporáneas del marketing editorial hay un gran paso, pero un subgénero de la novela romántica muy exitoso como el chick-lit –concebido y dirigido para jóvenes solteras, entre los 20 y 30 años, que trabajan–, donde se mezclan amoríos, información sobre sexualidad y reflexión sobre el rol social de la mujer, bien puede justificarse con argumentos parecidos.
La fórmula de la novela rosa que hoy seduce a millones de lectoras repite indefinidamente la de los “romances” medievales, aunque ya no se trata de una joven bella y virtuosa como la heroína de Radcliffe, que se mueve entre castillos y nobles, sino, por lo general, una mujer de mediana edad muy libre en apariencia (o una chica pobre) que vive en una gran ciudad (Nueva York, París, Londres, etc.) y se enamora del héroe con el cual, luego de conflictos y desencuentros, contrae matrimonio. En Una historia natural de la novela romántica (2011), Pamela Regis afirma que una novela rosa es una ficción que relata la historia del cortejo y casamiento de una o más heroínas y define ocho rasgos en su construcción: una sociedad definida, el primer encuentro entre los dos enamorados, los obstáculos para que el amor se realice (opositores a la pareja, villanos, ruina moral, etc.), el enamoramiento, la declaración de amor, varios factores y acontecimientos que los lleven a pensar que el amor que se tienen es imposible, el reconocimiento del amor y finalmente el encuentro entre ambos o el obligado final feliz.
Pero si es cierto que la novela romántica o rosa contemporánea proviene de los romances medievales, en ella debe sobrevivir de algún modo el modelo del amor cortés que Chrétien de Troyes, poeta-trovador de la corte de Champagne a fines del siglo XI, introduce en los primeros que se conocen: Erec y Enide (compuesto entre 1150 y 1170), Lancelot, el caballero de la carreta (escrito entre 1176 y 1181) e Yvain, el caballero del león (entre 1186 y 1189). En estas obras, como también en el Roman de Brut (escrita por el poeta anglonormando Wace hacia 1155), se recrean las leyendas celtas cristianizadas de la corte del rey Arturo y todo el sistema de valores caballerescos como honor, nobleza, cortesía, que caracterizan luego la saga artúrica. En particular, en los “romances” de Chrétien se exaltan los ideales del amor cortés dentro y fuera del matrimonio (una gran diferencia con su realización histórica) en medio de batallas y pomposas descripciones de la vida cortesana. El adulterio entre Lancelot y la esposa del rey Arturo, la reina Ginebra, muestra vívidamente el lugar de la mujer en este modelo amoroso: el caballero trata a la dama como si fuera divina y a ella se somete en cuerpo y alma. La primera parte del famoso Roman de la Rose –escrita primero en francés por Guillaume de Lorris entre 1225 y 1240, y continuada por Jean de Meung entre 1275 y 1280– es poco menos que una grandiosa alegoría de connotaciones religiosas de la doctrina del amor cortés.
La historia del mito artúrico que quizá mayor atracción provoca en el siglo XII (y no ha perdido fascinación) es la del amor de Tristán –un caballero de la Mesa Redonda– e Isolda –una princesa irlandesa– relatada en las diferentes versiones de Thomas de Bretaña, Béroul (la más fiel al relato primitivo) y Eilhart von Olberg. Los diversos Tristan e Isolda narran a su manera la leyenda medieval, ambientada en la época de las cruzadas, del sobrino del rey Mark de Cornualles, Tristán, quien se compromete a llevar a la princesa Isolda ante su tío para que se despose con él, pero en el camino beben por accidente un filtro amoroso, se enamoran y Tristán, arrebatado por la pasión, traiciona al rey, su señor. En el clásico estudio El amor y Occidente (1938), Denis de Rougemont descubre en este mito la fidelidad suprema del amor cortés que se opone a los valores de la caballería y al matrimonio legal, en correspondencia con un juicio de las cortes de amor (que prosperan en los siglos XI y XII) celebrado en tierras de la duquesa de Champagne que declara incompatible el amor y el matrimonio.
Precisamente, con relación a esta incompatibilidad, es el autor de El amor y Occidente quien sostiene que el amor cortés (y con ello el modelo amoroso occidental) expresa un movimiento herético del cristianismo de carácter gnóstico: los cátaros o albigenses. La tesis se las trae. La herejía cátara –exterminada a sangre y fuego por el papa Inocencio III y la corona francesa entre 1213 y 1229– se propaga en el siglo XII por una dilatada zona de Europa occidental conocida como Occitania, que abarca desde el Macizo Central (centro-sur de Francia) a los Pirineos (norte de la Península Ibérica hasta el sur francés), y desde el Mediterráneo al Atlántico, un territorio muy poblado que tiende a encajar con el Mediodía francés o la llamada Vía Tolosana. Desde el siglo IX al XIII, Occitania (los poderosos condados de Carcasona, Tolosa, Foix, Provenza y el Ducado de Aquitania) florece como uno de los centros culturales europeos más importantes y refinados, donde confluyen la herencia románica y celta, y cuyo idioma escrito llega a reemplazar al latín como lengua oficial. Especialmente en el sur de Francia, entre los siglos XII y XIV, la poesía trovadoresca que se disemina por toda Europa occidental se compone en occitano. Según Rougemont, con el amor cortés exaltado por los trovadores se consuma el misticismo amoroso del catarismo a medida que se extingue.
No es mucho lo que sabe acerca de los cátaros porque se han conservado pocos documentos (dos: el Liber de duabis principiis y el Ritual Cátaro), pero está claro que reconocen dos principios creadores y dos Cristos (por igual, uno bueno y otro malo, como los maniqueos), niegan la resurrección de la carne y rechazan el matrimonio como una forma de prostitución. Históricamente es posible la teoría de Rougemont. De hecho, los escritos más antiguos acerca del amor cortés pertenecen al trovador-poeta Guillermo de Poitiers o Guillermo IX, noveno duque de Aquitania, el principal ducado de Occitania. Su hija, Leonor de Aquitania, como reina de Francia (1137-1152) y luego de Inglaterra (1154-1189), cumple un gran papel en la difusión del amor cortés al congregar en la vida cortesana a los trovadores y trovatrices y, además, con sus diversas y apasionadas historias amorosas. Si se le cree a Markale (algunos no le creen), en el libro ya citado afirma que en la Champagne, en los alrededores de Troyes –la ciudad de Chrétien–, se producen las primeras manifestaciones del catarismo antes de expandirse por Occitania, con lo que se cerraría el círculo que adjudica a los cátaros la invención profana del amor cortés y, por lo tanto, el núcleo amoroso de los diversos géneros de “romances” de la literatura occidental.
Pero la cosa no es tan simple. Mientras Rougemont concibe el amor cortés en términos de un “amor-pasión” sufriente, místico y platónico (un “delirio divino”), fuertemente espiritual y siempre adúltero, Markale, sin alejarse demasiado de ello pero más cerca, si se quiere, de un romance artúrico como el de Lancelot y la reina Ginebra, le agrega algunos elementos más: relaciones carnales con excepción del coito – reservado como obligación al lecho matrimonial –, el surgimiento de la noción moderna de pareja en el fin’amor (y en Chrétien de Troyes), y el culto a la Virgen María, llamada desde los tiempos apostólicos Theotokos (“Madre de Dios”), lo que obviamente ha provocado algunas complicaciones teológicas. Según esto, el extraordinario auge del marianismo y la proliferación de imágenes de la Virgen en el siglo XII (a veces los trovadores le cantaban a ella) coincide con el triunfo de la dama del amor cortés y la sublimación de la imagen femenina como un hada maravillosa o una diosa salvadora. Por supuesto, también la teoría de Markale es históricamente posible, y esto explicaría la resistencia al marianismo, muy popular en América Latina, de ciertos grupos católicos y de los protestantes como una “mariolatría” más pagana que cristiana.
Como sea, si la novela romántica en el fondo proviene de los romances medievales y estos del amor cortés, el marketing editorial no hace más que reproducir lo esencial de este modelo erótico: la atracción amorosa como pasión (es decir, “sufrimiento”, pathos), la idealización maniquea de los amantes, la sublimación de la mujer, un misticismo del amor absoluto y la exclusión del matrimonio. Se sabe que la narración rosa, en cualquiera de sus formas (literatura, cine, telenovela, etc.), llega a su final por excelencia cuando la pareja culmina el embrollado cortejo y finalmente, para satisfacción de las lectoras, se casan. Al menos desde Erec et Enide, de Chrétien de Troyes, que defiende el amor cortés dentro del matrimonio, no hay romance posible en el reino matrimonial, usualmente disputado por otros géneros narrativos que le convienen más: el drama, el policial y –desde ya– la comedia.