De la época de Johannes Gutenberg a la de Mark Zuckerberg, el oficio de los editores sigue mutando, condicionado por el contexto histórico y los cambios tecnológicos. En la era de los grandes grupos transnacionales, tan grandes que la escala terrenal parece insuficiente, la fidelidad de los autores a una casa editorial, y viceversa, se renueva según la performance comercial. Ante la tribuna de las redes sociales, la promoción de un nuevo título determina, como diría el director técnico de un equipo de fútbol, un trabajo en equipo. Después de unos años de protagonismo en la escena literaria local, en la que parecían haber adquirido más importancia que los propios escritores, los editores se replegaron a un discreto segundo plano. El italiano Giangiacomo Feltrinelli había advertido que un editor no tenía nada que enseñar ni que predicar. “No quiere catequizar a nadie, en cierto sentido no sabe nada. El editor, para no ser ridículo, no debe tomarse excesivamente en serio. Es un puro lugar de encuentro y de clasificación, de recepción y de transmisión”. Para él, la hipótesis de trabajo de los editores consistía en saber que “todo, absolutamente todo, debe cambiar y cambiará”. Tanto ha cambiado que, hasta hace poco, algunos fantasearon con un mundo sin editores, reemplazados por algoritmos a la hora de preparar catálogos.
En el país, nuevas generaciones de editores recorren el camino de la profesionalización en un ámbito cada vez más competitivo por la “batalla del tiempo libre” de los consumos culturales. Hoy no se trata de una competencia entre editoriales sino de la pugna de las editoriales con plataformas de series y películas, de música e incluso de lectura por suscripción. Herederos del trabajo en el que aún hoy se destacan Daniel Divinsky, Alberto Díaz, Manuel Pampín, Luis Chitarroni, Paula Pérez Alonso y Juan Forn, los editores del siglo XXI deben conciliar la fuerza lenta del libro y la lectura con la aceleración impuesta por la era digital.
Cómo se hace un catálogo. “En los últimos 25 años la edición vivió dos movimientos contrarios pero simultáneos a la vez –sostiene Leonora Djament, directora editorial de Eterna Cadencia–. Por un lado, vivimos una brutal concentración editorial y al mismo tiempo como nunca antes la edición se volvió diversa: hoy existen muchísimas editoriales independientes, que publican de diferentes modos y en diferentes formatos, pese a que están en riesgo de desaparecer por las sucesivas crisis económicas”. En ese contexto, el trabajo de forjar un catálogo con determinados criterios, seleccionar títulos, trabajar con los escritores, pensar cómo y dónde se van a vender los ejemplares “se vuelve fundamental para que los libros no queden olvidados en un océano de infinitas propuestas o no pasen desapercibidos en medio del reinado de los algoritmos”. En Eterna Cadencia, los libros de ficción se eligen más por las escrituras que por las historias que se cuentan. “Buscamos textos que propongan nuevas miradas sobre la vida, que aporten palabras para nombrar el mundo; personajes para imaginar otras posibilidades –dice Djament, que editó textos de Hernán Ronsino, Federico Falco y Ana Ojeda, entre otros–. En relación con los ensayos, intentamos publicar libros que dialoguen con nuestro presente acerca del estatuto del arte, la crisis del capitalismo, las nuevas formas de resistencia y manifestación”. A diferencia de otros sellos, la agenda periodística no influye en las decisiones. “Los criterios internos se cruzan siempre con el catálogo como contexto (hay libros buenísimos que sin embargo dentro de un catálogo no funcionan) y el contexto socioeconómico”.
Paola Lucantis, editora de Tusquets, asegura que los libros aún se eligen de la manera tradicional. “Leyendo muchísimo, buscando autores nuevos, continuando con autores ya publicados, evaluando propuestas de agentes –enumera la editora de Federico Bitar, Leila Sucari y Mariano Quirós–.
Todos estos factores están presentes a la hora de encontrar un libro o a un autor”. Su colega Mercedes Güiraldes, de Emecé, agrega que los libros se eligen mediante una combinación de métodos y recursos, “algunos bastante intuitivos y experienciales, otros más profesionalizados”. En su experiencia personal, la editora de Ana María Shua, Pedro Mairal y Fernanda García Lao se guía por recomendaciones de autores, agentes y lectores en los que confía, por redes sociales, la prensa y su propia apreciación. “Cuando hay dudas, que es frecuente, suelo plantearlas a nuestro director editorial, Ignacio Iraola, y a mis colegas en Planeta –cuenta–. El plan de una editorial nunca es de una sola persona, especialmente en un gran grupo. Hay un ajedrez de títulos, una combinación ideal a la que apuntar. No se pueden contratar muchos títulos de un mismo género o tipo o tendencia sin que eso sea en desmedro de otros”. Lucantis observa que en las editoriales grandes se dan situaciones paradójicas. “Desde los grupos salimos con mucha oferta de títulos y eso, a veces, nos hace competir incluso internamente con títulos y autores”. Cuando se lanzan varias novedades por mes, se debe apuntar a un “equilibrio interno” del plan editorial. Como en una heladería, la oferta debe ser variada y para todos los gustos.
“Estamos atentos a todo –resume Glenda Vieites, directora de División Literaria del grupo Penguin Random House–. Lamentablemente, la cabeza de un editor no tiene horario laboral. Los fenómenos literarios de afuera no siempre se replican en el país y, a veces, ideas muy locales que funcionaron en otros países se pueden hacer con un autor local”. Respecto del futuro inmediato en el campo de la edición, vaticina más cambios. “Cambió todo y seguirá cambiando –afirma–. Un editor ya no es alguien que recibe manuscritos y edita; es alguien que detecta algo que está sucediendo, piensa y busca el autor adecuado y lo baja a un texto que tiene que ser de calidad, tiene que ser transformador para quien lo lee. Y ese texto es un contenido que puede tener cualquier formato. También puede detectar a alguien que está haciendo algo importante para la sociedad y nadie lo conoce”. Aunque por medio del análisis de datos (cada vez más usado en el ámbito de la edición profesional) se pueden descubrir tendencias de manera digital, para Vieites, “el poder de observación entrenado que tiene un editor no se ha podido reemplazar”.
Cierto grado de romanticismo. En algunos sellos independientes, la dinámica suele ser más libre, como aseguran algunos de los consultados. “Vamos por lo que nos gusta, nos dejamos llevar por esa lengua particular que tiene un buen libro –dice Karina Macció, poeta y editora de Viajera Editorial–. Un ritmo, una iluminación. Eso importa”. Para ella, el sistema editorial tal como lo conocemos está en vías de extinción, al menos en cuanto a lo literario o poético. “La literatura no se encuentra en los grandes conglomerados editoriales, se trama en redes, virtuales y reales, en vínculos de amistad y afinidad que van sucediendo. Y así pelea por encontrar sus lectores de manera incansable. El libro sigue siendo una manera ineludible de llegar al público y a lo público”.
No obstante, para el poeta Javier Cófreces, el trabajo de editor, en esencia, es el mismo. “Conserva un altísimo grado de romanticismo, audacia o locura y transgresión a la lógica del marketing –dice el responsable de Ediciones en Danza–. Por supuesto, los avances tecnológicos modificaron técnicas y procesos de publicación. En ese sentido, todos los editores debimos aggionarnos, también en virtud de la incidencia de las redes sociales y las ventas online”. Cófreces escucha con atención las recomendaciones de obras que acercan los poetas y las sugerencias del comité editorial. “Estoy pendiente de búsquedas personales de voces ocultas o relegadas de autores y autoras del interior del país –dice el editor del poeta sanjuanino Jorge Leónidas Escudero–. En el caso de poesía extranjera, las propuestas surgen del responsable del área, el poeta y traductor Jorge Aulicino, y se atienden las sugerencias del poeta y traductor Jonio González”.
Al editor y escritor Sebastián Martínez Daniell le sorprende la efervescencia del panorama literario local. A Entropía, el sello donde publicaron sus primeras novelas Romina Paula, Roque Larraquy y Virginia Cosin, entre otros, llegan cientos de manuscritos por año. “Parece que los momentos de crisis son aquellos más fértiles para esa pulsión escritural –dice–. Cada premio tiene un alud de obras presentadas. Los clubes de lectura proliferan. Las editoriales independientes y las librerías son cada día más pese a que todos conocen su árida viabilidad. Los talleres independientes, carreras universitarias o posgrados dedicados a la escritura atraen a multitudes. Es algo que, por contigüidad, trata de marcar el compás del trabajo editorial”. La curaduría del catálogo de Entropía surge de las decisiones de los cuatro responsables de la editorial. “A veces las elecciones recaen sobre autores que vienen con alguna recomendación, a veces sobre autores sobre los cuales desconocemos absolutamente todo, a veces sobre autores que salimos a buscar, a veces sobre autores que se acercan con sus manuscritos –revela–. Pero en nuestra mecánica de selección no suele haber incidencia de muchas más variables que el autor, los editores y, sobre todo, el texto”.
Para el escritor José María Marcos, a cargo con su hermano Carlos de la editorial de libros de terror y suspenso Muerde Muertos, la meta de cualquier editor es “poner en diálogo” libros que los entusiasmen y entusiasmen a los lectores. Para los hermanos Marcos, importan la obra y el autor, y el “éxito” consiste en publicar los libros que les gustan. “Como nuestra estructura es pequeña, solemos tomarnos tiempo para evaluar qué publicar, más aún en este contexto en el cual el espacio público está alterado por el covid-19, la crisis económica se ha agudizado y la industria se encuentra en plena transformación”. Los editores de Blatt & Ríos (los poetas Mariano Blatt y Damián Ríos) indican que el trabajo del editor consiste en hacer lo posible para que los libros que publica sean leídos. “La prensa, las redes sociales, la distribución, las ventas, todas estas cosas vienen a cuento de esto –dice Ríos–. En esencia, y con nuevas herramientas, el trabajo sigue siendo el mismo desde hace siglos. El autor, la autora saben muchísimo de los libros que escriben, lo saben todo, incluso saben cosas que no saben que saben. El trabajo del editor, anterior a la publicación, es señalar esas cosas que no saben que sabían, puede ser una palabra, algo de puntuación, un pasaje que puede ser mejor logrado o una tapa o un texto de contratapa que ayuden al libro, que si se está por editar ya es muy bueno”. Sergio Bizzio, César Aira, Eduardo Muslip y Leticia Obeid, entre otros escritores nacionales, publican sus relatos en este sello porteño.
Una relación muy especial. En el área de la edición literaria, las relaciones entre escritores y editores guardan un atractivo especial. Un caso paradigmático es la amistad que forjaron en años de trabajo conjunto el editor Alberto Díaz y Juan José Saer, que se acompañaron mutuamente en diversas casas editoriales. Pero el trato entre ambas partes no siempre resulta idílico y, en tiempos competitivos como el actual, aun menos.
“Si un autor se siente bien tratado, si su manuscrito tuvo un editor detrás que lo cuidó y potenció, si se hace un buen trabajo de difusión, si el libro llega a librerías, se vende y se reimprime, creo que el autor, incluso si es tentado por otra editorial, debería seguir con ‘su’ editor –dice Carlos Díaz, director editorial de Siglo XXI (e hijo de Alberto)–. La estrategia del autor ‘picaflor’, que publica en muchas editoriales diferentes, creo que lo afecta profundamente. Al final no tiene casa, es un personaje de reparto en todas las editoriales”. Díaz destaca que algunas editoriales, como la que dirige, mantienen una política de autor. “Tratamos de publicar a autores que nos interesan a lo largo del tiempo y no solo obras aisladas; a veces tenemos que publicar títulos que no nos parecen los mejores o que creemos que no van a funcionar muy bien, pero es parte de nuestro compromiso con el autor”. Entre otros ensayistas locales, Beatriz Sarlo, Andrea Giunta y Roberto Gargarella publican en esta editorial.
Para Güiraldes, este aspecto del oficio de editar es muy personal. “Solemos ser el nexo entre los autores y los demás departamentos de la editorial, como el de Arte y Diseño, el de Prensa y Marketing, el Comercial –remarca–. El autor o la autora tienen que entregar el libro en tiempo y forma, y estar dispuestos a colaborar en el diseño y la preproducción y, después, en la promoción y la prensa. La editorial, por su parte, tiene que cuidar que esos procesos se realicen con la mayor excelencia para que el libro llegue a los lectores del mejor modo posible. En esa aventura que es la publicación de un libro hay muchos imponderables y entran muchas manos, por eso es importante que la relación entre autores y editores sea fluida y esté basada en la confianza mutua”.
El sello de poesía que dirige Cófreces está por cumplir veinte años. Allí se publicaron libros de Hugo Gola, Irene Gruss y Juan Carlos Bustriazo Ortiz, por mencionar a algunos grandes que ya partieron. “Siempre sostuvimos una constante en el trato con los autores –cuenta el editor–. Está basada en una cuidada relación personal, sostenida en la confianza, la transparencia y la honestidad. Al tratarse de un sello pequeño, podemos lograr un vínculo muy estrecho con autores y traductores que habitualmente afirman sentirse como en familia. La confección de contratos suele ser un asunto accesorio, una formalidad necesaria que en general se resuelve cuando el libro ya está en la calle”. Entre la tradición y el porvenir, los editores locales escriben con tinta indeleble su capítulo en la historia del libro argentino.
El país de octubre
Luis Chitarroni
Los sentimientos no se agradecen a un editor cuando esperamos consejos o maniobras, tácticas o técnicas de apuro, pero “estar” en una editorial en el curso de una pandemia es algo que obliga a revisar aspectos de este oficio. El primero de todos, la utilidad. No amenazo con una serie de preguntas retóricas sino que me persuado de redactar una lista breve de acciones e inacciones.
El trabajo del editor, el oficio, como le decía Enrique Pezzoni, consistía en leer libros, locales y de otros países, y en tratar de que salieran en una franja cuyos bordes estarían entre lo aceptable y lo óptimo. Como explicaban los maoríes: “Nosotros no tenemos arte, pero tratamos de hacer las cosas lo mejor posible”. Tratemos de editar y publicar “excepciones luminosas”, no mandamientos ni consejos. Estamos donde estamos, no abusemos de la desesperación ni de la alarma. Por supuesto que lo primero que se nos ocurre es un “precipitado” de alternativas, de conductas contrarias a las que veníamos teniendo.
Este sentido punitivo es el resultado de una tradición cultural que no me atrevo a someter a la crítica ni al revisionismo. La industria del libro tiene una historia “exitosa”, y soportó y “publicó” muchas plagas y violencias, de Egipto a la guerra del cerdo. Las plagas parecen menos importantes que las guerras, aunque conducen rectamente al apocalipsis. Quisiéramos renunciar a todo, sobre todo a un plan divino de extinción, esperar de pie lo mejor que podamos el aniquilamiento térmico o el estrago causado por un accidente cósmico.
No se puede renunciar a algo en lo que estamos involucrados, con o sin creencia ni fe. No se puede siquiera “negociar”. Mientras tanto, para seguir agregando actos inútiles a mi vida, trato de transformar el oscuro carnaval, Dark Carnaval, en el que escribo (luego cambió de título y fue El país de octubre), en otro libro de Bradbury, que tanta felicidad aportó a mi adolescencia y juventud, Las maquinarias de la alegría. ¿Debo atribuirlo solo a un designio melancólico o nostálgico?
Atender las innovaciones
Martín Maigua
Observar el trabajo que hacen otras editoriales sirve para tener una referencia, sobre todo en cómo trabajan su construcción de catálogo y el modo en que lo visibilizan. Para nosotros, la competencia no son las otras editoriales sino las plataformas que ofrecen contenido y que en definitiva quitan el tiempo de ocio a las personas lectoras. Pero también se aprende de ellas. El modelo de lectura por suscripción es un ejemplo, que nos dio pie para crear nuestra propia Biblioteca Digital por suscripción. Estoy atento más que nada a las innovaciones que podemos aportar las editoriales, no en cuanto al catálogo sino a todo lo que tiene que ver con las distintas posibilidades de producción y de publicación.
Por convicción y necesidad, antes y después de la pandemia, muchas editoriales tuvieron que desarrollar su catálogo también en formato digital. Surgieron varias plataformas de lecturas y de audiolibros y ese terreno suma día a día una buena cantidad de lectores. También, existen sistemas de impresión que permiten internacionalizar los catálogos mediante print-on-demand, de manera que eso nomás ya abre un abanico de importantes oportunidades. Por último, la aparición de las redes sociales hizo que la presencia allí sea necesaria para mostrar nuestro trabajo, pero fundamentalmente para estar en mayor contacto con el público. El éxito de un editor se podría definir por haber construido el catálogo que quiso, lograr visibilizarlo y fidelizar con los lectores, más allá de que las perspectivas económicas hayan sido buenas o malas, y que de todo ese trabajo el mismo editor sea lo menos importante.