Sortear una ciudad, cualquier ciudad, un viernes antes de un fin de semana largo es siempre una experiencia devastadora: las circunstancias nos recuerdan, sobre todo con lluvia, que la ciudad que nos contiene más que hogar se erige virulenta como enemiga soberana. Encima, si a esa hazaña se suma el hecho de tratarse del viernes previo a los feriados de Carnaval en una megalópolis como la Ciudad de México –espacio fuera de medida, donde incluso se ha perdido el nombre que la distinguía como Distrito Federal–, la experiencia cobra los visos de una auténtica epopeya. Habitar o visitar la Ciudad de México es resignarse a permanecer en tránsito, en el no lugar permanente que presupone el desplazamiento, siempre un traslado hacia otra parte.
En este tenor, y luego de sentir en un viaje de Uber que los ejes viales y las avenidas de la capital mexicana remedan bajo lluvia a los antiguos canales de la Gran Tenochtitlán, llegamos a casa de Juan Villoro en Coyoacán desde la Condesa, un trayecto que debía hacerse entre 25 minutos sin tráfico y que a mí y al fotógrafo nos llevó hora y media en medio de un húmedo fastidio.
La entrevista es a causa de la publicación del libro La utilidad del deseo, tercer tomo de ensayos sobre literatura de uno de los polígrafos más solventes de la lengua; y si bien a estas alturas Villoro no necesita presentación, en Argentina conviene resaltar entre sus libros los cuentos de La casa pierde y Los culpables; las crónicas de Safari accidental y Palmeras de la brisa rápida; los libros para niños El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica y El libro salvaje, así como los libros sobre fútbol Dios es redondo y Balón dividido.
Cultor de la novela y la noveleta –Interzona publicó en Buenos Aires Llamadas de Amsterdam– y, en fechas más recientes, oficioso dramaturgo (hace unos años pudo verse en el Metropolitan de Corrientes su obra Filosofía de vida dirigida por Javier Daulte con las actuaciones de Alfredo Alcón y Rodolfo Bebán), es probable que sea en el ensayo donde la inteligencia literaria del autor se ofrezca en la plenitud de sus poderes, puesto que se trata de bitácoras de lectura y apetitos literarios leídos desde una transversalidad gozosa y original que tanto en Efectos personales como en De eso se trata permiten atisbar sus itinerarios intelectuales y calibrar preferencias y recurrencias, como la literatura latinoamericana, la europea y particularmente la rusa (en La utilidad del deseo, algunos de los mejores ensayos tienen como protagonistas a Klaus Mann, Peter Handke, Monsiváis, Ibargüengoitia, Gogol y Dostoievski).
Más tarde aún que el entrevistador y retrasado por la misma ciudad lacustre, Villoro, afable y tranquilo, responde empapado en el living de su casa.
—Polígrafo y periodista con vocación de ubicuidad, ¿en qué disposición te encuentras al escribir un ensayo? ¿Es un ejercicio de travestismo?
—Siempre me ha intrigado en los autores que admiro saber cuáles son los libros que los han formado. Si un autor me gusta, el primer paso es tratar de conseguir la mayor cantidad de sus libros, y el segundo es tratar de acercarme a ese proyecto paralelo que es lo que él hace en la sombra, lo que hace como lector. Algunos de ellos escriben ensayos, y eso facilita la tarea. Otros confiesan sus pasiones a través de entrevistas o de cartas, papeles privados. Menciono esto porque todo escritor está asentado en un lector no siempre visible, y el ensayo es la oportunidad que tienes de ejercer un autoaprendizaje, de descubrir las lecturas que te han formado y cuál es esa familia que desde el pasado te justifica un poco. Es bastante sencillo explicar por qué un libro no te gusta; mucho más complicado es decir por qué te apasiona. Nabokov decía que la única prueba de que una obra funciona es cuando sientes un escalofrío en el espinazo, una repercusión animal del hecho estético. Para mí, el ensayo es el arte de razonar escalofríos. Encuentro consustancial el hecho de escribir y tratar de razonar el hecho de leer.
—Leyendo tanto tus libros como tu trayectoria, un concepto que aparece pronto es el de dispersión. ¿La consideras una forma paralela del rigor o es más bien el testimonio de entusiasmos peregrinos?
—Es una maldición y una condena porque no puedo ser de otra manera. Me interesan muchas cosas al mismo tiempo, me entusiasmo con facilidad y me aburro bastante pronto. La literatura, al ser episódica, se presta para personas con mis defectos.
—Traducción, docencia, periodismo, narrativa, la actividad misma del conferencista; ¿no crees que en el fondo se trata de diversas máscaras que asume el ensayo, desdoblamientos de una conciencia ensayística?
—En el fondo de todo hay una misma voluntad literaria, y finalmente hay un solo autor. A mí me parece extraordinario que cierta gente pueda ejercer la pintura, la arquitectura, el teatro, la música y la escritura, digamos; este tipo de fenómeno renacentista está muy lejos de mí. En realidad, lo que hago es escribir prosa en distintos formatos. Hay quizá en el fondo una mente reflexiva, pero te confieso algo: en el momento de escribir literatura más personal trato de suspender este monólogo interior; es decir, de eliminar la voz más racional que se está juzgando a sí misma. Creo que la escritura creativa se beneficia mucho al entrar en cierta condición sonambúlica, lo que no quiere decir que me sumerja en un ritual chamánico en el que me dejo dictar por voces o espíritus; sencillamente trato de abandonar el papel censor de la conciencia, de no tener una mente estructurada que sabe desde el inicio adónde va. Se escribe mejor narrativa si exploras el camino mientras estás escribiendo y no tanto si crees saber desde el principio lo que debes escribir, es decir, el tipo de escritor que está como general en campaña con todo articulado. Me parece mejor someterse a la incertidumbre. Pero, en efecto, detrás de todos los géneros hay una especie de ciclorama consciente, por ello al escribir literatura trato de ponerlo al margen.
—Un proceso contrario al de la literatura de Borges.
—Creo que la gran literatura genera la ilusión de que sabes adónde vas o, como dijo Borges, crea la impresión de que se trata de un sueño dirigido. Sin embargo, ese tipo de efectos vienen de la reescritura, una cuestión de armado.
—¿Cuál sería el lugar de la reflexión literaria en un presente como el muestro? ¿Crítica moral, enajenación sofisticada? ¿Por qué publicar un libro de ensayos?
—Evidentemente es un género de minorías, y si quieres, hasta uno kamikaze: nadie escribe un libro de ensayos porque le vayan a sobrar lectores. Por ello Piglia decía un poco en broma que él había escrito sus libros de cuentos y novelas para justificarse como autor y luego publicar lo que más le interesaba, que eran sus diarios, puesto que es imposible que a alguien le publiquen sus diarios privados si no lo conocen como autor. El ensayo tiene algo parecido; si has publicado novelas y cuentos, entonces te publican tus reflexiones, como una especie de bonus track sobre lo que ya has escrito. Creo, sin embargo, que debemos defender estas zonas de la escritura que son esenciales. La cultura de la letra depende de este tipo de reflexiones profundas que permiten que se amplíen cofradías. El mejor resultado que puede tener un ensayo es que algún libro que mencionaste pueda ser leído posteriormente por quien leyó el ensayo. En esa medida, el ensayista es un intermediario entre un lector y un libro futuro. Poca gente lee libros sobre libros, pero ciertos lectores resistentes, que acaso son quienes defienden con más fuerza la tradición, también existen.
—El ensayo es algo que les importa mucho a muy pocas personas.
—Exacto, y eso a diferencia de la novela, que puedes leer muchas veces con placer pero también con la conciencia de que estás participando en una evasión sofisticada e interesante pero que probablemente dejará de acompañarte en cuanto termines el libro, como un amor de verano totalmente pasajero. En cambio, el ensayo tiene lectores muy aferrados, que se pegan al libro, lo discuten, lo comentan, lo enmiendan, lo corrigen, un tipo de lector más duro, escasos, como tú dices, pero son los que mejor resisten.
—Distintas escrituras presuponen distintos tiempos. Por una parte, el periodismo; por otra, la inmediatez de la web o el lento goteo de las páginas de un libro. ¿Cómo vivir en ese “tempo” barroco?
—Podemos vivir en muchos tiempos. Yo he estado muy cerca de las comunidades zapatistas y ellos tienen una concepción del tiempo que es casi cosmológica. Uno de sus lemas es “vamos lento porque el camino es largo”. Por ello las causas que tienen que ver con esto, como la de Marichuy Patricio, candidata de los pueblos indígenas a la presidencia de México, tiene este tiempo largo, que va mucho más allá de las elecciones de 2018 y que apunta a la organización del país desde abajo. Pero al mismo tiempo hay un plazo frenético, que es el de conseguir las firmas para estar en la boleta electoral, que se cumple en estos días, y participar en las elecciones. Se transita de un tiempo al otro. Toda proporción guardada, en los tiempos de la escritura pasa algo parecido, la dilatada paciencia que implica una novela y al mismo tiempo la guerra de guerrillas propia de la escritura de artículos de subsistencia. Se puede vivir en tiempos cruzados.
—¿Te interesa la literatura argentina contemporánea?
—Desde luego. He estado interesado en escritoras argentinas; justo ahora tengo a la mano El nervio óptico, de María Gainza, pero también Selva Almada, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, quienes me han deslumbrado. Leí hace poco también el último libro de ensayos de Graciela Speranza, y también a una escritora mexicana espléndida, de origen argentino, Verónica Gerber Bicecci, que escribió un libro de ensayos narrativos muy buenos y una novela titulada Conjunto vacío, que explora la teoría de conjuntos aplicada a las relaciones de pareja.
—Por otro lado, ¿cómo no dejarse atrapar por las herencias culturales, se hayan elegido o no, o por el cacicazgo cultural? ¿Cómo hacer para estar en todos lados y a la vez mantener independencia de criterio o desmarcarse de ciertos arquetipos conocidos y reconocidos en el mundo intelectual, sobre todo el mexicano?
—Hay cosas que puedes controlar y otras que no: nadie puede escapar a la repercusión que tiene su literatura, cosas de las que la gente se apropia y entiende a su manera, etcétera. En ocasiones, no queda más remedio que seguir la suerte de tu propio texto o de lo que has dicho. Hay otras cosas que se pueden controlar mejor. Con excesiva frecuencia México ha sido un país de caudillos culturales, de escritores que han establecido pactos directos o indirectos con el gobierno para adelantar agendas civilizatorias; siendo México un país con tantos rezagos, muchos autores, de José Vasconcelos a Jorge Volpi, han entendido que parte de su trabajo debe ser la gestión cultural para lograr desde las oficinas públicas que México cuente con espacios más civilizados de tolerancia y de discusión. Muchos escritores han participado en la diplomacia, en la gestión pública. Otra manera de intervenir han sido los suplementos y las revistas culturales que se convirtieron en árbitros del gusto, y está también la alianza de escritores con movimientos políticos. Creo que la mejor manera de estar dependiendo exclusivamente de ti mismo es no tener ningún cargo público, no tener un compromiso ideológico con una corriente determinada, no formar parte de una revista o un grupo hegemónico establecido y tratar de hacer tu obra por tu cuenta. Más allá de eso, un escritor que publica en los diarios, da conferencias y tiene injerencia en la arena pública pertenece a una cultura hegemónica; creo, sin embargo, que una vez que perteneces a esa cultura hegemónica debes aprovechar ese espacio no como un privilegio de poder sino como un espacio de transformación. A mí me gustaría ser ese tipo de autor, pero no soy quien para evaluarlo.
—Para terminar, la pregunta obligada: ¿quién es tu favorito para el Mundial?
—¡Uy, Dios mío! Inevitablemente el primer equipo que México enfrentará en el Mundial: Alemania. Siempre digo que en el fútbol las ilusiones existen hasta que te enfrentas con la realidad, y la realidad demasiadas veces se llama Alemania. Creo que Alemania es el favorito indiscutible, aunque otros equipos, como Francia, tengan magníficos jugadores, verdaderamente una generación espléndida.
—¿Y cómo ves a la selección argentina?
—Argentina siempre es un enigma; Messi sigue siendo indiscutiblemente el mejor jugador del mundo, el efecto que tiene en el Barcelona no lo tiene en ningún otro equipo. Hace poco le preguntaron a Pep Guardiola si creía que podría ganar la Champions con el Manchester City, y contestó con una pregunta: “¿En qué equipo juega Messi?”. En Argentina, Messi ha dado grandes partidos pero no ha tenido esta misma condición desequilibrante. Veo menos fuerte a esta Argentina que a otras en el papel, pero eso no dice nada; podría darse el fenómeno de Argentina en el 86 en México, que llegó siendo una selección muy cuestionada, dirigida por Bilardo, pero encontró a un Maradona en estado de gracia. Si se da una situación parecida, Argentina, con los jugadores que tiene pero con Messi iluminado, puede ser campeona.
—¿Bilardo o Menotti?
—Menotti toda la vida y al 100%.
Desde Ciudad de México.
El camino de la madera**
La utilidad del deseo prosigue la travesía de mis anteriores libros de ensayos. Los autores abordados derivan de fervores sostenidos, pero también de la repentina y auspiciosa sugerencia de un editor o un jefe de redacción. En rigor, no hay literaturas individuales; toda obra pertenece a una época abierta al influjo colectivo. Escribimos lo que está en el aire. Esto se aprecia aún con mayor nitidez en el ensayo, que trata de los otros y en ocasiones les debe mucho a iniciativas ajenas (la invitación a dar un curso o una conferencia).
Varios de los trabajos aquí incluidos tuvieron una primera vida en las páginas de un suplemento o como prólogo de un libro ajeno.
He dependido de la hospitalidad de numerosas personas para confirmar gustos literarios, y en ocasiones solo he descubierto que esos gustos son en verdad “míos” al abordarlos por escrito.
La utilidad del deseo establece puntos de contacto con ensayos previos, complementándolos en forma retrospectiva.
Sabemos, por Borges y Bloom, que todo autor crea a sus precursores. Lo mismo ocurre con las interpretaciones literarias, que alteran el pasado. La tradición, tanto la colectiva como la individual, se mantiene abierta; no admite una noción de clausura como algo ya sucedido; al preservarse, cambia y se modifica hacia atrás. En la medida en que sigue leyendo, el lector arroja nueva luz sobre lo ya leído. De pronto, un autor del que habíamos escrito hace veinte años regresa como un protagonista diferente o un curioso actor de reparto, convocado por otra puesta en escena. Es el mismo, pero su papel ha cambiado.
Los ensayos de un narrador siguen caminos que, como quería Machado, se hacen al andar. No son tratados académicos ni eruditos; son la interpretación personal (vale decir, la “traducción”) de un asombro.
A los 6 años aprendí a escribir “madera que se frota” para referirme en un idioma que no era el mío a un cerillo. Poco a poco me acostumbré a entender mi propia lengua como un depósito donde se almacenaban rarezas de ese tipo. El aprendizaje es la posibilidad de que una extravagancia se vuelva lógica. El más reciente eslabón de ese proceso autodidacta es este libro.
Los vendedores ambulantes que viajan a la Ciudad de México para ofrecer separadores llegan ahí impulsados por la miseria, pero también por un arriesgado optimismo. Aunque la experiencia demuestra que casi nadie se interesa en sus objetos, no dejan de insistir. En su peculiar concepción del mundo, suponen que tarde o temprano cada separador provocará la historia que deba señalar. Escribo de otros con una ilusión parecida, pensando que deben ser leídos y, algo aún más desmesurado, que acaso lo serán por lo que aquí se dice. Lo que sale del bosque regresa al bosque.
Leer libros: una forma de que arda la madera.
Coyoacán, 24 de septiembre de 2017.
**Prólogo de La utilidad del deseo (Anagrama).