Gonzalo Leon
El escritor y traductor español Javier Calvo publicó hace unos meses un ensayo sobre la historia de la traducción: El fantasma en el libro (Seix Barral). En él cuenta que este oficio en un inicio empezó siendo algo de príncipes y de sabios, que luego estuvo vinculado con la religión, y que siempre hubo textos imposibles de traducir, básicamente porque se les consideraba sagrados, porque era tabú o porque era extraño ver un mismo texto en dos idiomas.
Cuenta que, en Roma, Marcelo Tulio Cicerón fue el “primer traductor estrella de Occidente”. En esa época la filosofía griega no se traducía: “La idea misma de coger los conceptos de la filosofía y traducirlos al latín resultaba chocante; imperaba la idea de que para eso habría que inventar un idioma nuevo”. Pero también los textos religiosos eran intraducibles: “Era tabú pervertir los textos sagrados escribiéndolos bajo una forma distinta a la original”. Pero además los romanos “no concebían que se pudiera escribir el mismo libro en dos idiomas, les resultaba una idea demasiado extraña”. Cicerón, contrario a las ideas de su tiempo, sí creía que podían traducirse textos filosóficos y a eso dedicó la última parte de su vida. Tal vez esta desfachatez propia de Cicerón, pero que también puede encontrarse en José Salas Subirat y Marcelo Zabaloy, los primeros traductores al castellano de las vanguardistas obras de James Joyce, es la actitud que ha llevado a desacralizar ciertos textos y llevarlos de un idioma a otro.
Al parecer es necesaria esta falta de respeto para traducir textos en algún grado sacros. Pasó con la traducción de la Biblia al latín que emprendió Jerónimo de Estridón, a quien el papa Dámaso I le encomendó en el año 382 dicha tarea.
Borges tenía una tesis con relación al carácter sagrado de los textos. Cuenta que cuando tradujo para Victoria Ocampo a André Gide suprimió “algunas repeticiones completamente idiotas”. Entonces Victoria le dijo que no podía hacer eso, porque el espíritu de Gide se perdía, pero él ironizaba con esto: “Lo que pasa es que una vez que algo aparece en letras de molde, en un libro, ¡ah!, ya es sagrado, no se puede tocar, solamente puede ser como es”. Las traducciones de Borges estaban hechas con una concepción del siglo XIX ya que, como explica Calvo, en ese tiempo la tarea de los escritores-traductores “consistía en mejorar a los autores de épocas anteriores y corregir sus errores”.
Entonces desacralizar para traducir. Pero, ¿qué sucede si esta desacralización la hace alguien que no es un traductor profesional? Salas Subirat y Zabaloy emprendieron las traducciones de Joyce como amateurs y por disfrute. Sin ir más lejos, Zabaloy es un ex rugbier que ayuda a su hijo en su agencia de viajes y que el año pasado sorprendió con su primera traducción: nada menos que del Ulises, del mismo Joyce. Desde Sydney, responde: “Ya lo he dicho varias veces: cuando hice las traducciones, las hice para leer mejor, para entender, pero también por el gusto de escribir”. Zabaloy escribe narrativa pero le da pereza hacerse publicar, entonces traducir es la mejor forma de pasar el tiempo y de escribir: “Insisto: nunca fui traductor de profesión, tengo el impulso para traducir, me largué a hacerlo, y así llegué”.
Las palabras de este bahiense hacen recordar al primer traductor del Ulises al castellano, Salas Subirat, cuya biografía, escrita por Lucas Petersen con el título de El traductor del Ulises, apareció recientemente. En este libro se muestra cómo fue que este hijo de inmigrantes nacido en 1900, con escasa educación y autodidacta, se preparó leyendo libros por kilo y escribiendo novelas, libros de poesía y de cuentos, hasta por fin llegar a la traducción del Ulises en 1945. Petersen intenta descubrir el misterio de cómo una persona como él llegó a traducir algo para lo que no estaba destinado. Los parecidos entre Salas y Zabaloy son grandes: ninguno vivió de la literatura ni hizo carrera como traductor, ambos dicen traducir por disfrute y tampoco ninguno fue bien recibido en la comunidad de traductores y escritores profesionales.
El Finnegans Wake sigue siendo considerado por algunos especialistas como intraducible y como un libro tabú. El crítico y traductor español Eduardo Lago dijo hace poco que es “acercarse a algo que no tiene entidad real, una suerte de lengua universal, que crea amalgamando elementos tomados de más de ochenta idiomas naturales, con el inglés como sustrato común”. Para Guillaume Contré, traductor francés de Pablo Katchadjian y Daniel Guebel, en cambio, nada es intraducible, lo que puede pasar es que se traduzca mal: “Digamos que ciertos textos pueden perder demasiado al ser traducidos. El fiord, de Osvaldo Lamborghini, en francés por ejemplo, no está mal, pero algo fundamental de la ‘música’ del estilo ya no está. Ni me imagino cómo se podrían traducir textos tardíos del mismo Osvaldo, para no hablar de su poesía”. A Contré, sin embargo, le cuesta imaginar una buena traducción de Raymond Roussel, porque tal como Joyce hacía “juegos complicadísimos con palabras francesas para armar después sus relatos. Aunque ese procedimiento es medio secreto o escondido, una vez traducido, ya no queda ni rastro. La traducción entonces sería un especie de libro fantasma”.
Traducir lo imposible o traducir mal es el miedo que paraliza a cualquiera que pretenda llevar un texto en una lengua a otra. Esto no le pasó a Marcelo Zabaloy, quien vio en el Finnegans un campo de pruebas para la traducción. Si su tarea está bien, más o menos o mal, lo tiene sin cuidado porque él tradujo por disfrute: “Es una cretinada ponerse a revisar traducciones dónde se equivocó tal o cual, eso vale para la química o la física, porque puede depender el futuro de la humanidad. Esos son pasatiempos, cosas de críticos”. Borges, pese a que era un crítico de ciertas traducciones, pensaba algo similar cuando insistía en que había que “leer traducciones: tal vez en ellas el estilo sea malo pero probablemente el pensamiento será bueno. En las traducciones, lo que importa al lector es saber a quién admirar”.
Zabaloy no tiene nada en contra de los traductores profesionales, aunque los describa como aquellos que le dedican una vida a traducir centenares de libros, que manejan cinco o seis idiomas y que siempre exhiben sus resultados. Este bahiense sabe dónde ubicarse: “Yo no soy eso; traduje, por lo tanto fui traductor dos veces y quizá lo sea en un futuro. Ahora soy agente de viajes, pero he reparado máquinas de oficina, y cuando digo máquina de oficina hablo de máquinas de escribir, calculadoras, y fui evolucionando hasta que aprendí a arreglar computadoras. Nunca me planteé ser escritor y dedicarme a eso, tenía seis hijos y debía darles de comer. Estoy acostumbrado a andar por la banquina, no por la autopista”.
Salas Subirat también anduvo por la banquina de esa autopista llamada literatura. Fue un conspicuo agente de seguros de La Continental, escribió libros de autoayuda y tradujo libros infantiles. En los años 40, cuando emprendió la traducción del Ulises, como escribe Petersen en su biografía, “no era un escritor desconocido en el mundo de las letras; era, peor aún, un escritor menor, casi insignificante en relación con la inmensidad atribuida a Ulises, que, para colmo de males, había hecho sus primeras armas en Boedo”. Esta parte es interesante porque sitúa a Salas en los años 20, en medio del grupo Boedo, un grupo más receptivo al realismo social que, como se sabe, se oponía al de Florida, abierto a las vanguardias.
Salas no tenía, al menos hasta esos años, ninguna posibilidad de traducir un libro de vanguardia. Sin embargo, participando en Boedo se las ingenió para leer el futurismo de Filippo Marinetti y escribir y publicar un libro, a propósito de la visita del italiano a Buenos Aires (Marinetti. Un ensayo para los fósiles del futurismo), en el que lo denostaba. Petersen explica que su inserción en Boedo demuestra que no fue un grupo tan dogmático como se ha pretendido mostrar: “En general tendían hacia el realismo, había algunos que eran militantes del realismo social y que no aceptaban ningún tipo de disidencia, pero las disidencias eran toleradas al interior del grupo Boedo, incluso Salas Subirat en ese contexto nunca adhirió de manera indiscutida al dogma del realismo social, todo el tiempo estaba entrando y saliendo. El dentro de Boedo defendió ciertas expresiones vanguardistas”. Le da importancia al grupo Boedo, porque coincidió con la formación intelectual de Salas, época en la que todo el mundo además hablaba del Ulises, de Joyce, lo leyeran o no lo leyeran: “Creo que desde esta época el Ulises era una cima a la que todo lector tenía que enfrentarse en algún momento”.
Hay otro punto de conexión entre José Salas Subirat y Marcelo Zabaloy, y es la traducción francesa del Ulises. Si bien el bahiense no es lector de traducciones, ya que prefiere leer el original, sí le prestó atención a la traducción francesa de esa novela. Cuando estaban en plena tarea con el editor del Cuenco de Plata, Edgardo Russo, y surgía alguna duda, Russo recurría a la traducción de Salas Subirat, pero antes de que le dijera cualquier cosa, Zabaloy adivinaba dónde estaba la objeción o problema, porque recurría rápido a la traducción francesa, lo que indica que su predecesor también estuvo atento a esa traducción. Zabaloy no leyó la traducción de Salas, pero no por desprecio, “al contrario me parece un héroe extraordinario. Pero cuando me largué a traducir yo no estaba compitiendo con Salas Subirat ni con ninguna de las traducciones que se habían hecho del Ulises. Entonces cuál hubiera sido el chiste de mirar otras traducciones: ¿mirar lo que hacía tal o cual?”.
¿Pero cómo fue la traducción de Salas y cómo fue la traducción de Zabaloy?
Salas, al comienzo del Ulises, optó más por la literalidad de las palabras, pero pronto empezó a cambiar su forma de traducir, introduciéndose en la prosa de Joyce, entendiendo hacia dónde va e interpretándolo. Para Petersen, no es que haya rechazado la literalidad, sino más bien “un cambio de tono que se expresa en varias partes. Yo tengo la hipótesis de que empieza a traducir para otro y no para sí mismo, entonces la literalidad al comienzo no era una opción de traducción, sino porque él quería traducirlo para él, no deteniéndose en la prosa de Joyce, como si fuera un subtitulado de película. Luego cuando empieza a traducir para otro, para el público [que es cuando consigue una editorial], ahí sí opta por una traducción cada vez más libre”. Borges al leer la traducción juzgó severamente las partes donde se limitaba a la literalidad de las palabras: “Salas Subirat suele fracasar cuando se limita a traducir el sentido”, mientras que Wilcock señaló que el traductor “ha logrado superar con bastante habilidad algunos de los mayores escollos de la prosa de Joyce, decayendo –inexplicablemente– en muchos pasajes que no ofrecen tantas dificultades”.
Quizá estas imperfecciones se deban a que él tenía la concepción que “para traducir es necesario cumplir con dos etapas. La primera consiste en lo que corrientemente se entiende por traducir: dar el significado de lo que dice el original en otro idioma. La segunda etapa impone escribir y adecentar lo que se ha traducido”. Petersen observa que esta concepción es algo candorosa y explica que eso se debe a que no es un traductor con oficio ni menos profesional, puesto que entiende que “embellecer algo es adornar”. Por lo tanto, el cambio de tono en la traducción se debe a que en un momento entendió que “escribir y adecentar” significaba “constituirse en informante de la prosa joyceana y recurrir a invenciones que puedan transmitir el juego original”, en el fondo se trata de “dar testimonio de algo”.
En El traductor del Ulises queda claramente consignado el carácter de la traducción de Salas, se trata de una mezcla de una norma culta del lenguaje con lunfardo, no es plenamente una traducción castellano rioplatense, sin embargo tiene pasajes que sí lo son. Petersen cita a Ulises. Claves de lectura, de Carlos Gamerro, en la que se observa que en la traducción hay una tensión de lenguas: “El Ulises original está escrito, no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial)”. Salas habría conservado esta tensión, según Gamerro, ya que “reproduce en todas sus imperfecciones el tironeo del original. Vacilante, políglota, revuelta: esa es la fricción que enciende el inglés del Ulises, y que hace que el español de nuestro Ulises criollo posea una vitalidad parecida”. Zabaloy, por su lado, también hizo lo suyo, especialmente con el Finnegans, ya que mantuvo los juegos de palabras y los mezcló con lunfardo (pibe, boludito, currar) y personajes de la política nacional, lo que le valió las críticas de los especializados.
Sería aventurado afirmar que tal como Salas, Zabaloy será recordado en setenta años más, como para que alguien en ese futuro se anime a investigar sobre él y escriba una biografía. Por lo pronto, las similitudes entre ambos existen, cuestión que obliga a pensar la importancia que se le da a la traducción en Argentina, más allá del terreno de lo profesional. Si los traductores más intrépidos han sido amateurs, habría que poner más atención sobre ellos, ya que al parecer su espíritu lleva a traducir lo imposible.