CULTURA
Adelanto: "Corazones desatados", de Jorge Fernndez Daz

El dolor de la traición

El periodista, escritor y autor de los best sellers “Mamá” y “Fernández” publica veinte relatos sobre el amor, en los que muestra cómo se viven hoy el deseo, la pasión, los celos y el engaño, la desesperación y la euforia. El volumen contiene una novela corta, “ El amor es muy puto ”, a la que corresponde el fragmento que se reproduce a continuación: la historia de Pedro y Helena, una mujer que encara una metamorfosis para dejar de ser la más fea del barrio, y lo que esa transformación genera en su matrimonio.

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Locura, celos, engaos, envidias: aqu estn todas las formas de la pasin. | Cedoc

- Me dedico a escuchar historias, a transfigurarlas y a escribirlas de nuevo –dijo Fernández de corrido, e hizo un silencio de parpadeos y uñas comidas. Luego se tiró hacia atrás y se cruzó de brazos. Le duraba la sonrisa en la mirada–. Dale. Te escucho .

Pedro no era agraciado ni brillante, pero noviaba con la chica más codiciada de Ramos Mejía. El abismo estético que los separaba era notable. Y en los bailes de Pinar de Rocha todos decían que representaban la perfecta ley del embudo: la mejor mina con el más boludo. Pedro había tenido que despellejarse los nudillos en varias ocasiones defendiéndose de las cargadas y de las patotas nocturnas. Y por las buenas, tampoco había podido evitar explicarles a sus amigos una y otra vez cómo era que un adefesio como él se había levantado a semejante hembra. Fue así como se le hizo carne a Pedro que por más que ella lo quisiera y todo eso, tarde o temprano la perdería.

Su derrotismo fue minando la confianza de aquella pequeña beldad de barrio y al final se produjo lo tan temido, la profecía autocumplida: Pedro la descubrió con un pibe de Haedo y la ilusión del primer amor se cayó a pedazos. Tremendamente escaldado, Pedro se dijo que sus infortunios tenían que ver con el hecho de no haber sabido reconocer a tiempo su lugar y sus limitaciones. Sin confesárselo a sus amigos, sin siquiera admitírselo a sí mismo, Pedro buscó entonces una novia fea para que no lo abandonara. Para que él no tuviese que competir con cientos, para asegurarse de una vez y para siempre la paz y la fidelidad, para evitarse a cualquier costo el mayor de los dolores. El dolor que provoca la traición. La chica más fea del grupo se llamaba Helena García. Tampoco carecía de encantos: los ojos, las facciones y la pechera. Pero el conjunto resultaba muy pobre: estaba veinticinco kilos por encima de su peso, tenía pelo corto y pajoso, y vestía ropas sueltas, amorfas y anticuadas. Nadie se fijaba en ella hasta que Pedro se fijó. La transformó rápidamente en su mejor amiga y luego en su prometida oficial. Noviaron cuatro años y cuando Pedro consiguió una parte en una agencia de lotería,se casaron en Ramos, vacacionaron en Miramar y vivieron en Mataderos. Fueron felices, a pesar de que Pedro ponía toda su libido en el progreso. Y cuando progresaron Helena buscó un embarazo. La plata llegó pero la prole se resistía. Después de muchos esfuerzos, de tratamientos y consultas, Helena se encontró frente a una encrucijada: adoptaba un chico o terminaba la facultad. Se recibió de contadora pública nacional e ingresó en una multinacional a prueba.

Entrar en el mundo laboral fue un hito en mi vida –dijo, sorbiendo la espuma del segundo capuchino que le servían en el Plaza Roma. Fernández la observaba atentamente–. Yo estaba recluida, dedicada día y noche a la casa, consagrada a mi marido, y cuando logré terminar mis estudios y conseguir un laburo, la cosa tomó un giro inesperado. Pedro nunca quiso que trabajara. Saboteó todo lo que pudo mi período de estudiante y se volvió completamente loco cuando me dieron el carg o.

No era para menos. Helena se encontró de repente con otro mundo. Un espacio donde hombres y mujeres mundanos vestían, actuaban, negociaban y se movían con otro estilo y con otras lógicas. Se sintió, de inmediato, anacrónica y burda, además de sentirse, como siempre, simplemente fea. Pero hizo amigas rápido, y lo primero que le sugirieron fue que cambiara de look, se arreglara el pelo y modernizara su vestuario. En pocos meses Helena parecía otra. Ahora era, al menos, una gordita elegante y afable. Y empezó a sentirse muy a gusto. Tanto que, con el tiempo, no pudo eludir a un nutricionista. Empezó una dieta y a caminar en jogging una hora y media todas las tardecitas. Atravesaba los barrios porteños emponchada, y volvía a casa sudorosa justo para la hora de la cena. B ajó así quince kilos bien bajados, cambiando completamente el metabolismo y consolidando con lentitud la tendencia. Se le hicieron un hábito adictivo las caminatas aeróbicas, y después la gimnasia localizada. Bajó diez kilos más antes de comunicarle a Pedro que había visitado a una cirujana plástica. La nariz distorsionaba seriamente su cara, y Helena se sentía cebada por la metamorfosis. Quería más y más, y no aceptaba negativas. Le modificaron la nariz y le inyectaron colágeno. Al final, tres años más tarde, Pedro estaba demudado y sus compañeros de oficina, decididamente calientes. No era que Helena se hubiese convertido en una diosa, pero su autoestima se había duplicado, los hombres le decían cosas por la calle y varios ejecutivos la acosaban. Fue un cambio sin prisa pero sin pausas y Pedro no acusó recibo hasta que el asunto se volvió irreversible. Entonces empezó a desesperarse y a boicotear el régimen y las ocurrencias gimnásticas y estéticas de su mujer. Había buscado una mujer fea para no ser abandonado, para vivir tranquilo, y ahora Helena García había decidido transformarse en lo contrario que prometía.

Lleno de miedos y de celos, aterido por una inseguridad creciente, plagado de antiquísimos fantasmas, Pedro empezó a torturarse y a torturarla, a perseguirla y a espiar sus movimientos, a ponerle todo tipo de palos en la rueda y a presagiar de nuevo el apocalipsis.

Aquella afable calma matrimonial, que tanto se parecía a la paz de los cementerios, había volado por los aires. Pedro sospechaba de todo y de todos, y razones no le faltaban. Hernán era una buena razón. Ejecutivo de cuentas, casado con una mujer agria y fría, bordeando la crisis de los cuarenta, se hizo compinche de Helena, y luego se tiró varios lances con ella. Hernán era buen mozo, pero cándido. Un chico bonachón, un antihéroe de escritorio que se ganó el corazón de García antes de que ella pudiese pensar en él como en un amante ardiente. La pasaban muy bien juntos y, espalda con espalda, daban guerra al trabajo y compartían gustos, confidencias y solidaridades.

Una noche, después de una fiesta empresaria, algo pasado de copas y a punto de subirse a su auto, Hernán le dio un beso en la boca. Helena se quedó atónita, parada en la playa de estacionamiento del subsuelo, y él arrancó como si lo persiguiera la policía. En esos días, Helena se sentía halagada y confundida y por supuesto también agobiada por temores íntimos. Nunca había sentido esa electricidad ni ese deseo, ni siquiera cuando Pedro le metía mano en un cine de Ramos Mejía. A pesar de los empeños de su esposo, nunca se había sentido linda como ahora. Y esa sensación hacía toda la diferencia. De repente había cambiado su relación con el cuerpo y cuando alguien se siente atractivo termina convenciendo a los demás de que lo es.

Hernán estaba convencido, la miraba como nadie: Helena García jamás había sido mirada de esa manera. Y eso le resultaba tan delicioso y gratificante que los cimientos de su propia conciencia comenzaban a trastabillar. Sin ceder a los esfuerzos de Hernán, pero sabiendo que si le daba una uña se tomaría el brazo, trató de bajar su propia fiebre y de evaluar lo más fríamente los pros y contras de probar suerte. Se dio cuenta de inmediato de que deseaba probar, pero también de que si lo hacía el temblor sería tan grande que probablemente arrasaría con su matrimonio. Trató de negociar con sus deseos y se llenó de terrores para disuadirse, y luego comenzó a inventarse coartadas para rehuir el combate. La coartada definitiva fue la coartada del agradecimiento. “ Las mujeres somos agradecidas –les dijo a sus compañeras, que no podían creerlo–. ¿Qué gracia tiene que te quieran cuando sos linda? Cuando estás fuerte todos te buscan. Pero el verdadero amor se prueba cuando te eligen a pesar de que sos un escracho. Pedro lo hizo y eso tiene mucho valor. No puedo ser ciega ni desagradecida .” Fue la sentencia de muerte para Hernán, con quien empezó a poner sutiles distancias. El antihéroe era hipersensible y se dio cuenta de todo sin que tuvieran que avisarle.

Pidió un cambio de sección y al tiempo aceptó un puesto en una empresa aérea. Interiormente, Helena estaba apenada, pero sabía que era lo mejor para todos, ocultó el cadáver de Hernán en el baúl y le puso garra a la reconciliación con Pedro. El rey de las loterías también percibió que su esposa le daba una oportunidad, y desplegó todos sus encantos: ponderaba su ropa, organizaba salidas nocturnas, la llevaba en viajes relámpago a la Costa, la mantenía abrazada en las reuniones y le traía rosas y jazmines día por medio. Para su cumpleaños le hizo siete regalos, que le fueron llegando a lo largo del día en sobres, paquetes y encomiendas. El último regalo de la noche fue una gargantilla de oro y diamantes. Helena estaba conmovida pero incómoda. Nada de lo que Pedro hacía le movía un pelo. La emocionaba su esfuerzo titánico, pero se trataba de una emoción humanitaria que no reavivaba en su interior ningún fuego y que encima la hacía sentir culpable. Era como ver desde adentro a un pajarito confundido y desenfrenado golpear una y otra vez contra el vidrio de una ventana, tratando de entrar y destrozándose en cada intento. Ella hubiera querido abrir la ventana, pero sencillamente no podía. La ventana estaba cerrada. Y cuando en el amor una mujer cierra la ventana no hay fuerza humana que pueda abrirla. Hubo un año de amesetamiento en el que Pedro pasó de la reconquista directamente a la retención. Si no podía reconquistarla al menos la retendría para sí al calor de su protección paternal. Pedro se conformaba con poco: un gran compañerismo hasta el crepúsculo de la vida. Helena, un poco decepcionada de sí misma, flotó río abajo sin destino, acatando los deseos de su esposo resignado. Hasta que Guillermo, el nuevo gerente de ventas, la invitó a tomar una copa y la meseta se volvió una peligrosa pendiente. Helena cayó por ella hasta el fondo del barranco, y aprendió muchas cosas.

Guillermo se estaba quedando pelado así que se afeitó la cabeza. Ahora era un pelado integral, perfumado y carismático, muy dueño de sí mismo y de su sonrisa, un hombre moderno que intimidaba a sus enemigos y hechizaba a sus subordinados. Valoró de inmediato el talento de la García y la ascendió para que trabajara directamente a sus órdenes. Guille la consideraba tanto que comenzó a consultarle todo, y ella a demostrar agudeza y sentido común. Tuvieron muchas batallas y muchos triunfos, y sobre todo demasiadas horas extras, agotadoras jornadas de trabajo nocturno donde aprendieron a conocerse a fondo. Guillermo era tan apasionado por su oficio que desplegaba una seducción animal. Para ciertas mujeres, un hombre que ama tanto lo que hace emite sin querer un erotismo demoledor. Como si dijera sin decir: “ Si puedo amar mi oficio de esta manera, imaginate lo que puedo amarte a vos”. Helena, que era de esa clase de mujeres, hizo esa clase de cuentas. Hernán era un tierno, Guillermo un audaz, y cuando no hay ternura debe haber aventura: un sentimiento bajo y rebelde la empujaba a no dejar pasar este nuevo tren después de haber perdido el anterior.

Luchó de nuevo con ese sentimiento, pero haciendo trampa, como quien ante un espectáculo morboso se tapa los ojos con las manos mientras espía la realidad por entre los dedos. Al final pasó lo que ella quería que pasara. El pelado la avanzó en un bar y terminaron en la cama de un hotel. Fue un sacudón en la conciencia: Helena no tenía idea de que podía disfrutar tanto de su propio cuerpo. Ni que un hombre podía estar cinco horas haciéndole el amor sin acabar, atento únicamente a que ella gozara, gozando con los orgasmos de ella y sin la mínima necesidad de acometer los suyos. Sólo cuando estaban por irse, cuando estaba seguro de no necesitar ningún vigor más, Guillermo eyaculaba y Helena lo sentía venir con una felicidad desconocida. Se enamoraron. Qué otro remedio. Aunque cada uno a su manera. Ella lo hizo de un modo torrencial, sin economías; él, de una forma más prudente, como sopesando los miedos y las consecuencias. El caballero, en calzoncillos, era vulnerable como un ciervo. La dama, en ropa interior, era más decidida que un jabalí herido.

Esos descalces se tradujeron, como casi siempre, en repliegue masculino e histeria femenina, pero el fenómeno no hizo más que unirlos, pegotearlos, involucrarlos en una escalada de callada pasión y de clandestinidad atrevida, en una ruleta rusa que jugaban por las calles como si quisieran desafiar al destino y ser finalmente descubiertos. No lo fueron porque Dios es grande y porque Guillermo separaba con esquizofrénica pulcritud la vida social de su vida íntima. En el plano social, el pelado incluía su propio matrimonio: lucía a su propia mujer en las innumerables reuniones que organizaba o asistía, y procuraba con tanta fiesta y tanto ruido, y tantas horas de trabajo y tantos compromisos y tantas relaciones, tapar el vacío, el tedio amargo de su convivencia. Al no haberse atrevido a romper ese vínculo enfermo, Guille agregaba distracciones a su coexistencia y construía, mientras tanto, mundos paralelos, habitaciones ocultas, pasadizos secretos donde amar y ser amado a los gritos. Helena habitaba ahora esos aposentos, pero se quedaba en ellos. Guillermo siempre apretaba un botón, la falsa pared se cerraba y él seguía con su vida oficial, mientras la amante encerrada se quedaba despierta, pidiendo con alaridos y golpes de puño que él volviera. “¿Cómo puede olvidarme tan rápidamente, cómo logra sacarme del medio después de lo que vivimos, cómo puede seguir con esa farsa como si nada, cómo puede dormir con esa muerta?”, se preguntaba Helena García, al borde de la obsesión y también de la ira.

Esa rabiosa obsesión la convirtió precisamente en insomne, y en distraída, y Pedro percibió que después de haberla recobrado estaba de nuevo a punto de perderla. Una tarde la llevó a navegar por el Tigre, a comprar canastos al mercado de frutos y a comer una parrillada junto al río, y cuando volvían, seis horas después, el rey de las loterías le preguntó por qué no había pronunciado una sola palabra en todo el paseo. Ella lo miró un instante y siguió mirando la nada, y Pedro asintió en silencio, y dijo con voz tenue: “ Vas a dejarme, ¿no? Hacelo rápido. Hacelo rápido, linda. Porque lento duele más”. Helena le tocó la mejilla, y al llegar armó las valijas y los bolsos. El amor no es agradecido, el amor es muy puto.