Las memorias son un género literario como todos, y poseen un carácter más fantástico que algunos otros. Por lo pronto, si el mundo obrara conforme a justicia, sus autores deberían ser punibles con una figura legal asimilable a la del fraude, porque obtienen renta económica engañando al lector con la promesa de una verdad que la propia escritura desmiente. Por cierto, no son lo mismo las memorias de Julio Iglesias que Pelando la cebolla , el lacrimoso último libro de Günter Grass, que hace años se ve empeñado en un monumental proyecto autobiográfico sin reparar en que cuando se termina de pelar una cebolla, en el centro no queda corazón o esencia, ni siquiera un alegre gusano verde que menea la cabeza. Quizás el núcleo mismo de la voluntad de autoexplicarse implique asomarse al misterio de vodevil de la frase: “No somos nada”.
En todo caso, lo interesante del episodio no es el voluminoso libro mismo de Grass, ni el tiempo que se tomó para confesar su participación más bien inocua en las Waffen-SS; tampoco conmueve el esfuerzo de los desdichados ejecutores de la conciencia moral de Occidente, que baten el tambor para que al pobre Günter le retiren los premios habidos y por haber, incluyendo el otorgado por la fundación heredera del dinamitero Nobel. Lo más llamativo del caso es una mención particular que hace Grass en uno de los reportajes que concedió respecto de su última publicación, donde, para contestarle a Joachim Fest, el biógrafo oficial de Adolf Hitler –que lo atacó diciendo que no le compraría un coche usado–, Grass sugiere que Fest es un imbécil o un ignorante, porque “dio por bueno todo lo que le decía Albert Speer, al que presenta como un nazi caballeroso. Ahora sabemos que Speer estaba informado de la Conferencia de Wannsee (donde en 1942 se decidió implementar ‘la solución final’ que dio lugar al Holocausto), y que estaba implicado en la expropiación de los bienes judíos”. Infelizmente, Fest tuvo el mal gusto de morirse antes de contestar, por lo que nos perdimos los ecos de esa polémica en ciernes.
Lo que quería decir es que de Grass lo que me interesa es su mención de Albert Speer. Speer, el arquitecto y luego ministro de Industria y Armamentos de Hitler; Speer, el heredero posible del Führer, su álter ego sentimental (se ve que a Adolf no le gustaban los gordos pintados y maquillados como Herman Göering), el hombre que con asombrosa precisión temporal se atrevió a cantarle a su Líder el día, el mes y hasta la hora en que sus fuerzas serían derrotadas debido a la progresión geométrica de la industria armamentística americana y a la crónica carencia de combustibles del Tercer Reich.
Ese talento múltiple que iba a darle forma arquitectónica a un “Imperio Germano de mil años” fue, sobre todo, un maestro de la autobiografía como género. Con notable sentido escenográfico, en el juicio de Nüremberg, Speer se apartó del resto de los jerarcas nazis reconociéndose culpable de todo aquello que lo acusaran, y se pasó el resto de su vida escribiendo sus diarios y memorias, contestando preguntas incisivas – Su lucha con la verdad, el libro de entrevistas que le realizó Gitta Sereny, es una obra maestra del periodismo concebido como un arte inquisitorial– y mostrándose como una especie de versión moderna del primitivo mártir cristiano, que se ve arrojado a los leones no por algún emperador sangriento, sino por la compulsión al perpetuo examen moral.
En el libro de Sereny, Speer –que habría dedicado el resto de su vida a arrepentirse, y que nunca pudo encontrar motivo alguno que explicara su fascinación por la figura de Hitler– contesta que puede fechar el inicio de su derrumbe ético cuando, al día siguiente de la Kristalnacht, pasó frente a un negocio de judíos alemanes destruido por las hordas nazis y no le molestó la muestra de barbarie sino “el desorden de los vidrios esparcidos en el piso”.
A lo largo de toda su segunda vida, desde sus años en la cárcel de Spandau y hasta que murió, Albert Speer pareció empeñado en examinar las formas y maneras en que su integridad personal fue destruida al punto de no ver cómo se pergeñaba el Holocausto, cómo el nazismo se constituía en máquina criminal. Si ahora, según Grass, nos enteramos de que Speer no sólo fue un partícipe “técnico” del Tercer Reich que ignoraba el genocidio, sino también su partícipe y hasta su beneficiario, la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿por qué, luego de haber sido juzgado y condenado, siguió mintiendo? ¿Por qué fingió, ya libre, que no sabía lo que sabía? ¿Qué necesidad tenía de simular durante el resto de su vida que estaba empeñado en una tarea de indagación y reforma moral?
La respuesta más obvia a estas preguntas formaría parte del repertorio de un compatriota: para que no lo metieran preso de nuevo. Creo que es una respuesta simplista. Se me ocurre que, ante la comisión o aceptación de hechos atroces, hay cierta clase de personas que sólo pueden ofrecer una dilación infinita del momento de la respuesta verdadera. Sería el caso de Günter Grass, que confesó su participación en las SS cuando ya estaba más cerca del arpa que de la guitarra. Creo, sin embargo, que para una mente calculadora y fría como la de Speer, esa dilación resultaba ineconómica; habría sido más liviano, más ligero, reconocer todo desde el principio, y contarlo luego a perpetuidad en libros sucesivos; echos” y subsistir entretanto gracias a sus derechos de autor. La actitud de Speer fue más ardua: se ofreció como espectáculo para la sospecha y la desconfianza, se convirtió él mismo en un –incompleto– autoexaminador.
¿Por qué lo hizo así? Sospecho que en algún momento todos los escritores se dedican a dejar sus memorias para convertirse en alguien distinto. Como Speer no podía cambiar los hechos que lo tuvieron por protagonista, no tenía sentido que, además, los contara; habría sido una duplicación insoportable. Así que se dedicó a modificarlos y atenuarlos, para construir la versión de su propia vida que podía tolerar para seguir viviendo.