CULTURA
SURREALISTA Y GENIAL

El extraño mundo de Burton

El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires presenta Fauna de un país, muestra dedicada a la obra de Mildred Burton, donde no solo destaca en escena la visión femenina de una sensibilidad única, sino también una clave para comprender el pasado reciente.

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Impresiones. Una de las pocas imágenes que se atesoran de la artista que transitó la infancia y la adolescencia a la sombra del sauce y del neuropsiquiátrico. | cedoc

Mildred Burton murió dos veces y nació alrededor de cinco. Para contar su biografía, entonces, tenemos que ser precavidos, al tiempo que confiados. Como lectores de género fantástico aprendimos que en el mundo nuestro, sin vampiros, diablos ni espectros, pueden suceder acontecimientos imposibles de explicar por las leyes de un contexto familiar y conocido. Sin embargo, esa explicación racional debe existir y nos da la libertad de optar por alguna de las dos soluciones. Lo decimos con la teoría sobre el cuento fantástico de Tzvetan Todorov, que no fue el único, aunque el más estructuralista, y nos convenció de que esta fórmula era la que podía encorsetar a un género escurridizo y lábil como es el fantástico. Porque lo fantástico debe estar tan cerca de lo real que uno casi tiene que creerlo.

Como el doble fallecimiento de esta artista plástica argentina que había nacido, en alguna vuelta de la vida, en Entre Ríos el 28 de diciembre de 1942. Parientes y allegados contaron que se mantuvo ausente, sin verla ni encontrarla, perdida, extraviada, ida, según la intensidad del vínculo y el grado de injerencia del desorden psíquico que quisieran darle, durante unos años. La dieron por muerta, entonces, pero volvió con sus pinturas de seres cándidos y espeluznantes y sus canciones interpretadas con guitarra en bares con oscuridad de tugurios, las trenzas, los ojos claros, a su casa de La Boca, a vivir entre maldiciones y recuerdos, para hacer miles de exposiciones, tener reconocimiento, ganar premios, ilustrar libros, enseñar como profesora, estudiar y leer, ser amiga entrañable, hermosa, dulce, tremenda, genial. Y morir para ser una muerta tan poco definitiva, el 30 de agosto de 2008

Mildred Ethel Azcoaga Burton nació cuatro veces más. Al menos eso es lo que investigó y escribió Victoria Verlichak en Una (posible) historia, un ensayo para el libro Atormentada y mordaz (Ediciones Manuela López Anaya). Aparece la fecha de 1923 en un padrón electoral y su prima, haciendo cuentas, cree que fue en 1931. Para su hija, el año de nacimiento de su madre fue 1936 y en algunas biografías figura 1941, y son cuatro fechas distintas a la de 1942 que se fueron sumando. Eso sí: siempre es el día de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre, y ¡que la inocencia te valga!

El extraño mundo de Burton. Esa primera fecha de nacimiento, cual sea, tiene algo más de historia. Muchas andanzas que sucedieron en la casona de su familia de origen irlandés y con su abuela alemana a orillas de Paraná. Ella como la protagonista de cuentos que mezclan castigos y penitencias, desobediencias y disciplinamiento. Un gato ahorcado por la Oma que Millie o Pelusa, como le decían de niña, encontró en el árbol. O por lo menos, es lo que ella contaba y estamos dispuestos a creerle: “Mi abuela era terrible conmigo y yo la adoraba. Me daba manguerazos y me tiraba de las trenzas. Sus manos eran mi terror. Por eso yo pinté a mi abuela niña, mutilada, sin manos, en uno de los cuadros”.

Los personajes desfilan en sus relatos de iniciación y se quedan pintados en los retratos de esa familia “muy normal”. El escenario combina la fronda tupida, los pájaros, el monte y los animales con los muebles de roble traídos de Europa y las decoraciones de empapelados con flores, alfombras calurosas, cortinados de pana. En ese entredós, la cultura sajona y el desborde mesopotámico, Burton es una versión exuberante de la inglesa que bebe la sangre caliente de un manotazo en Historia del guerrero y la cautiva, de Borges, para tejer su biografía: “¡Qué fiasco! No tuvieron en cuenta que nací en América del Sur entre achiras, ceibos, yaguaretés y curiyús, y bajo la advocación de Ajotaj, viento vengador latinoamericano. Bebí la primera leche de aguara-guazú cautiva y me alimenté con mandioca, porotos, maíz y charqui, a pesar de los bellos robles Chippendale del piano, de las boiseries victorianas, de las bibliotecas Tudor y del escritorio Thompson de mi padre, que me controlaba con amor y arrogancia sajona”.

Esa educación, además, intentó controlar los desbordes de la pequeña. La infancia y la adolescencia de Burton se desarrollaron a la sombra del sauce y del neuropsiquiátrico. “Las malas notas, reprimendas y castigos caían sobre mis piernas flacuchas, mis blúmers y mi cabecita dura. Consultas, psiquiatras, vitaminas: ¿podrán ser los parásitos?” La familia, que primero intentó curarla con una internación, fracasó y probó con mandarla al campo. Nuevo fallido. Finalmente, la casaron con “un esposo militar, apolíneo, poderoso y lleno de perifollos dorados y atenciones exageradas”. El encierro del matrimonio y luego los cinco hijos, de los cuales dos murieron. Por fin salir de Paraná luego de haber estudiado música, pintura, grabado y dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Entre Ríos y llegar a Buenos Aires para estudiar escultura en la Escuela Ernesto de la Cárcova.

Extracción de la piedra de la locura. Claudio Iglesias escribe una biografía espléndida y de precisa profusión narrativa en su libro Genios pobres sobre Burton con dos tesis luminosas. La que liga la locura con la temporalidad, la locura como la juventud eterna, y la obra de ella como inacabada: “Ella, que había sobrevivido a tantas masacres, pergeñó una obra que la pudo sobrevivir y que el tiempo fue llevando hasta el pasado más reciente, el pasado que quiere dejar de ser pasado y convertirse en tiempo fluido, manso y lleno de sorpresas. Por eso esta biografía no puede terminar; porque la obra de Mildred Burton está sin terminar”.

En esa línea de pensar el trauma y sus efectos menos con una explicación biográfica ramplona que como un sistema, como una herramienta para una lectura crítica, sea histórica con Burton en el contexto de las artes visuales durante la dictadura o como la articulación de una narración, se acomoda Mildred Burton. Fauna de un país, curada por Marcos Kramer.

La sala del Museo de Arte Moderno con los cuadros de Mildred es la de una casa. Un engendro entre la de sus padres en el Litoral y la de La Boca. Tiene un empapelado que se termina descascarando en la mitad, alfombra, mesa y silla de lectura. Tiene sus obras, por supuesto, que se sostienen en el floreado oscuro y tenso de las paredes hacia el blanco de la otra mitad. Ida y vuelta. Para, en ese reversible, hacer evidente el contraste y el pasaje. De lo doméstico a lo desconocido; del adentro al afuera: “La obra visual de Mildred Burton, más de un siglo después, ha venido tejiendo y destejiendo desde el inicio aquella trama densa entre la naturaleza y la civilización”, escribe Kramer en su texto curatorial.

Las imágenes hacen lo propio. Hasta cierto punto son amables, preciosas, realistas, pero en los detalles está la clave. Un ratón en el hombro del señor bien vestido, la mosca en la frente de la niña de pelo vaporoso, la oveja masacrada en el campo ingenuo, la flor en la oreja, el tigre dueño de casa, el dragón en la mesa de café son algunos de los elementos que rompen el verosímil realista y nos mandan a otro cuento. Que se incorporan en lo cotidiano para erosionarlo. Son la llave de la puerta que se abre para las dos posibilidades de interpretación. La que necesita de la imaginación, del sueño, de lo sobrenatural para descifrarla; la que prescinde de todo y se presenta como una alternativa para los crédulos.

The end. Para el libro que acompaña a la muestra, una cuidadísima edición del Museo de Arte Moderno con tapas enteladas, tipografía y diseño que remeda la estética Art and Crafts de finales del siglo XIX, Mariana Enríquez escribió un cuento. Uno que está contado por la hermana de Millie que se está pudriendo. Por esta niña contrahecha, en descomposición o metamorfosis, nos enteramos de que Millie quiere hablar con los pájaros porque no son lo que parecen; son mujeres, en general, que han sido hechizadas y viven en esa condición de aves. Que la retrata a ella con moscas en la cara porque no puede sentir la piel que se va cayendo. Que sufre los castigos de su padre, que fue internada. Que Millie es la única que puede mirarla y no le importa nada su condición monstruosa.

Ese relato corrobora el componente narrativo de la obra de Mildred. En especial, el que enlaza sus cuadros con sus cuentos populares e infantiles, las obras narradas y luego pintadas. Con una habilidad mayúscula, la indispensable para contar los grandes relatos, salvajes y dulces, sangrientos y amorosos, que les han gustado a los niños de todos los tiempos.