Yo quiero pintar “esto”. Con el dedo encima de una pequeña porción de la obra, haciendo un círculo o un óvalo, Hernán Salamanco encierra en el aire su objetivo, la busca creativa, el experimento que se ha propuesto en este último tiempo y que, con el título de Mirador, reúne obras en un conjunto sólido, compacto, de una belleza apabullante.
El cuadro mide dos metros por dos y medio y tiene un florero con flores amarillas. El “esto” es apenas una mancha en el fondo abigarrado que podría ser humo, un borrón evanescente, una zona que se distingue en el ademán del artista. En la mácula grisácea está la clave del que parece quiere pintar el aire, capturar un soplo y hacer de esa superficie delicada y periférica el centro del cuadro.
Mientras tanto, la pintura sigue y es grande, como dijimos, y tiene un florero que ocupa casi todo el espacio oscuro, una paleta de negros y grises, con apariciones del amarillo para la morfología floral. Es probable que se pueda encontrar más “esto” en las demás pinturas que son otras naturalezas muertas, paisajes, alguna más abstracta a la persecución de volver el color una forma como alternativa al ejercicio plástico de materializar el aliento. No hay competencia entre las dos estructuras: la que parece ser el cuadro y la otra, la que está escondida, callada como un secreto. Porque son solidarias o estratégicas o trabajan en tándem con esa idea de atrapar el aura y la brisa; realizar, con unas pinceladas, el fluir de la respiración.
Cuando creíamos que estábamos acostumbrados al brillo de los cuadros de Salamanco, nos vuelve a deslumbrar. Una primera aproximación será la explicación técnica, que es la del uso de carteles de venta de inmuebles como lienzos de chapa que dejan ver, a modo de hallazgos o capas geológicas, las imperfecciones de sus vidas pasadas en agujeros, oxidaciones, incluso letras que se traslucen, según pegue la luz y el esmalte sintético de los años 70 que compra en una pinturería en la ciudad de Balcarce. Ese stock limitado del producto cuya calidad prefiere propone una línea de investigación sobre las materialidades que, en este caso específico, ata el gesto pop de la recuperación de los carteles a la producción industrial, en una suerte de vanitas, no solo como género pictórico que resalta la vacuidad de la vida en el tema de las naturalezas muertas sino en la finitud literal de los componentes y elementos.
Pero la luz viene en el sentido de iluminación en un estado de conocimiento. El que sobreviene en la contemplación que se alude a las, al menos, dos posibles interpretaciones del nombre de la muestra Mirador: quien mira y desde dónde se mira. Sin embargo, para no entrar con ambages como remos del término, dar vueltas en las aguas de la significación y quizá, lograr un poco de mareo, me detengo en la contracara (imaginaria): mostrar. Esquivo la palabra mostrador, que nos torcería el rumbo, y prefiero monstruo, que comparte, como se sabe, con la palabra mostrar la pavorosa y deslumbrante etimología. Ambas derivan del latín monstrum, que significaba maravilla o prodigio, que en el origen se vincula con una advertencia o señalamiento de los dioses para los mortales. Una mención sobre un estado excepcional, un desvío sin comparación, un asunto que conlleva impureza e hibridación.
La epifanía que se refleja en la maravilla de las flores, las copas de los árboles y los paisajes mantiene la calma aparente mientras por los costados, arriba y abajo, oculto entre esmaltes, óleos y tornillos, se hace lugar el “esto”, sin nombre aún, como el monstruo del doctor Frankenstein, de una sobrevida prodigiosa en la historia de la literatura. Porque, desde el principio, sabíamos aun sin darnos cuenta que un monstruo es lo que se muestra con el dedo.
Hernán Salamanco
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