CULTURA
CELEBRADO RESCATE

El grito de Gloria

Nacida en Francia, de padres argentinos, Gloria Alcorta escribió sus primeros versos en francés –prologados por Borges– pero se hizo recién conocida por el libro de relatos “El Hotel de la luna y otras imposturas”, que por estos días reedita Leteo en una edición exquisita que permite sacar del olvido a una escritora autora de un realismo alucinado.

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Gloria Alcorta. | Juan Salatino

Con el retorno del frío, algo cambió en el taller de la Calle Mayor” abre el telón de la caída y la infamia “El Hotel de la luna” de Gloria Alcorta. La primera oración de uno de los cuentos más singulares y extraordinarios de la narrativa local, apuntan el escritor Jorge Consiglio y el director Oscar Barney Finn. No se parece a nada asiente el editor Christian Kupchik, y a la distancia coincide con José Bianco, el autor del inclasificable “Las ratas”, que admitió impresionado el relato en la revista Sur de Victoria Ocampo. Que sería un fantasma en la carrera de Alcorta, para bien y para mal, Gloria amiga de Angélica Ocampo, a quien consideraba su “segunda madre”. A la primera la había perdido tempranamente y a partir de ese momento Gloria vivió secretos de familias y spleen parisinos que reclamaban su estirpe de tirar manteca al techo. Una que Alcorta, como una gata hambrienta, libre y desprejuiciada, derritió, “Los pobres podrían atraparme y desnudarme: todo sería inútil”, en “El Anacardo” dedicado a Silvina Ocampo, compañera de ruta, “Hicieran lo que hicieran, yo no tenía entre las manos sino un puñado de nada envuelto en puntillas de valenciana que gritaban como gritan las almas que han vivido más allá del tiempo”. Purezas que nadie conoce, almas a los tumbos, imposturas de clase, hacía allá arremetió Gloria. Sola. 

“Recorría antiguas aventuras, hasta que un pájaro cortó en dos la tarde”,  en el prólogo de Olga Orozco para un libro de Sudamericana de Alcorta, en los tiempos que las mujeres dominaban las listas de bestseller, de Beatriz Guido a Silvina Bullrich. Mujeres que compartían además un pedigree que les permitía codearse en salones áulicos y abrir puertas doradas. Hija de una familia de linaje que hunde sus raíces en Juan Manuel de Rosas, y con los antecedentes de los escritores Lucio V. y Eduarda Mansilla, Gloria Alcorta fue prologada por Jorge Luis Borges y Rafael Alberti y trataba de igual a igual con Albert Camus y Éric Rohmer. Y, de todos modos, la campana del infiernillo literario vernáculo apaga el Grito de Alcorta.  “A solo diez años de su muerte, la indiferencia del mundo parece haberla sumergido en las profundidades de un mar desconocido, de otra galaxia”, comenta Kupchik, quien reeditó casi íntegro “El hotel de la luna y otras imposturas” (1958), con el agregado de cuentos de “Noches de nadie” (1961) y “La almohada negra” (1981), y recalca el impulsor de la exquisita Leteo edito. “Esto no es del todo extraño: nos acostumbramos a fuegos fatuos y estruendosas fugacidades. Pero siempre es recomendable detenerse entre dos silencios, en la sinfonía de una nota sola, para capturar mejor la belleza que nos habita”. Algo de belleza había en los fundacionales poemas de Alcorta, por entonces artista visual en ciernes en 1935, para que Borges pondere versos de “la más delicada y ardiente perfección”. Alcorta en una sui generis perpendicular de lo “sobrenatural y sorprendente”, Borges dixit, con la máquina narrativa de la chilena María Luisa Bombal y la futura de Silvina Ocampo.      

Borges no ATP. “Un realismo alucinado, un Borges zarpado” enfatiza Consiglio, el escritor tan benedettiano de “Pequeñas intenciones”, y estima que “los relatos de Gloria Alcorta inauguran acá un nuevo sistema causal. Donde lo sobrenatural expone ingredientes que terminan por definir la trama. Este artificio narrativo es particular porque incluye dentro del sistema al delirio, a lo onírico, a lo mitológico, al humor. El asombro y la sorpresa sostienen la intriga. La narrativa única de Alcorta progresa de hallazgo en hallazgo”, sintetiza maravillado por una sintaxis impecable que agujerea, que nunca va para un lado, siempre en movimiento. Y que pinta escenarios de campos y playas, casonas y tribunales, apestados de amnésicos, paranoicos, traidores, reprimidos, pérfidos, torturados, leprosos y, en especial, de mujeres que luchan en el entorno podrido y enajenado. Pierden. Nada hay para ellas como en “El Anacardo”, un palacio de los terratenientes reconvertido en loquero, relato de Alcorta dedicado a Silvina Ocampo, a principios de los sesenta. Ya en ese tiempo Gloria estaba instalada en París, non grata en Buenos Aires, gracia de Doña Victoria que creyó percibir en el inmundo y ricachón Olaf Schöenberg de “El hotel de la luna” un aire familiar. Y no se equivocó. 

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¿Quién le teme a Gloria Alcorta? Barney Finn la conoce por aquella época suya de estudiante de cine en Francia y comparte parte de ese mundo que mezclaba intelectuales y artistas de nuevos y viejos continentes. La casa de Gloria era un fiesta y recuerda el co-realizador de “Misteriosa Buenos Aires” que muchas de las mejores actrices de la nouvelle vague pululaban en esos sillones de fina tapicería. En tanto trabaja Gloria, la fortuna familiar de los Alcorta y los Girondo, casada con el hermano de Oliverio, no eran infinitas como suponían en 1910. Incansable Alcorta de corresponsal en los festivales de cine para diarios compatriotas, amiga de la primera gran ola de argentinos accediendo a Biarritz o Cannes, lentamente desaparece del radar literario de este lado del Atlántico. En cambio en Francia, donde ya era conocida desde que los poemas de “Visages” ganan el Prix Rivarol en 1952, su figura conserva un aura mítica, aumentada con el Premio Médicis en 1964 y la orden de Chevalier des Arts et des Lettres en 1971. Los jóvenes poetas galos se acercan para conversar con una narradora que consideraban antes poeta de una galaxia deseante y desesperada y, al fin, solitaria. 

“Alcorta fue una escritora casi a pesar de sí misma: siempre estaba instigada por otros a escribir. Algunos pretenden huir del pasado cuando en realidad corren tras él y acaban, un día u otro, por atraparlo en su futuro. El pasado cuenta con tiempo, y sabe esperar con paciencia el cruce con el porvenir. Allí hay varias claves de la narrativa de Alcorta: la permanencia del olvidado, el ineludible destino de la culpa, la inmortalidad de los desaparecidos, la compañía de la soledad, la saludable maldición del amor. Hay que buscar en estos arcones las llaves de sus recursos expresivos”, enfatiza Kupchik. En uno de los arcones, Consiglio destapa en estos relatos a Kafka, junto a Henry James las influencias reconocidas por Alcorta. “¿Dónde ocurre la ficción de Kafka? Ocurre en el mismo terreno de Alcorta, en lo mitológico, en lo simbólico, en los realismos y naturalismos distorsionados, pervertidos”. Cuentos como “La tortura perfecta” o “Infierno, o el juego de las cruces”, detrás de cada gesto de sociabilidad, el puñal. Sin piedad. Como Gloria. 

“Para mí, particularmente, en particular… bueno yo tuve la suerte de no necesitar a Victoria Ocampo desde el punto de vista literario”, saldando cuentas con la Señora Cultura. En declaraciones inéditas a Barney Finn, Alcorta prosigue en la mesa de disección, “para mí Victoria era el centro cultural como quizá haya sido Luis XIV en el siglo XVIII en su corte. Según parece Luis XIV, bueno lo sabemos, no era ningún escritor, ningún pintor, ningún genio filosófico, pero supo reunir a su alrededor los más grandes de su tiempo, ¿no es cierto? Creo que Victoria fue para mí eso”, aunque más abajo, en el discreto encanto de la aristocracia, reconoce que fue la Ocampo el motor que la hizo querer escribir. Y remata, de vuelta un retorcido charme, que pese a “la belleza nunca vista” de la fundadora de Sur, Victoria Ocampo era como una “estatua”.

La piedra de la locura. “Escribo para engañar la angustia, porque tengo miedo, para no naufragar, para sentirme viva, todavía un poco, y con la esperanza de que en el momento deseado, el amigo desconocido me tienda la mano… en el laberinto que me hallaba prisionera, conozco la alegría que siente el navegante a la vista de una tierra prometida”, reflexionaba Gloria Alcorta, té y masitas en mano, con Olga Orozco, en las imperdibles conversaciones coordinadas por Antonio Requeni para “Travesías” (1997).  Los oropeles y flashes de los festivales entumecidos en la espalda y los dolores de un hijo apenas sobreviviente de la dictadura, y una hija fallecida al filo del milenio, hicieron mella en la antes altiva Gloria, de acuerdo a Barney Finn. “En sus últimos años, instalada en Buenos Aires, ella quería un poco de reconocimiento”, refiere de Alcorta. Varias veces hablaron de adaptar algunos de sus relatos, de interés para el también guionista y dramaturgo, porque “me atraen mucho sus cuentos que remiten a personajes que se quieren liberar, prisioneros. Ella estuvo muy atada a las convenciones de su época aunque Gloria Alcorta fue un espíritu libre y rebelde. Pero también, quizá por las censuras de clase, guardaba sus sentimientos, que a veces explotaban, parecido a sus seres de ficción. Explotaba Gloria con ira. Me acuerdo una vez en mi casa, en una comida con Amelia Bence, que surgió una disputa por un hombre aristocrático que habían conocido. Básicamente por el derecho de quién de ellas podía hablar. Alcorta podía ser brutal”. Basta saberla soltarla donde sea preciso, acotaría su capitán d’O de El deseado. 

“Almohada Roja Almohada Negra/Sueño, un seno sobre el costado/entre la estrella y el cuadrado/¡Cuántos escombros de banderas” del poeta René Char, otro prólogo, ahora en “Noches de nadie” de Alcorta, otro de los amigos célebres que frecuentaba el departamento “bien puesto” de Gloria cercano al metro de Alésia, no muy lejos del Montparnasse de Jean Cocteau y Pablo Picasso, más amigos de Gloria. Ella vivió en el faro del mundo e iluminó Alcorta, despiadada, resbalando a las oscuridades de estas pampas. ¡Papá es un viejo farsante!

 

“El deseado”

A Jacques Huisman (director belga del Teatro Nacional)

Cuando luego de haber despreciado las indicaciones de las balizas avanzó hacia mí con su casco agujereado de luces y separando con su proa estrellas y peces, comprendí que estaba viendo al Deseado.

Poco antes de morir, Marcela me había prevenido. Yo sabía que ese barco extremadamente sensible estaba expuesto a apagarse al menor ruido y que no se encendía sino para dormir cuando su capitán, cansado de representar, se tendía en el puente y entregaba su montura a la voluntad de Dios. 

Me era preciso ser muy prudente; pero, por fortuna, yo conocía las márgenes de mi río, en cuyas escarpadas orillas había nacido, entre la tierra pedregosa y el sol. Había jugado y dormido en cada una de sus hendiduras y, más de una vez, las lluvias espesas del verano me habían sorprendido a orillas del agua tratando de atrapar un navío.

El 15 de septiembre de 1855, al pie de la barranca de El Silencio (así llamaban a nuestra quinta), segura de haber logrado por fin lanzar hábilmente mi cedazo, esperé que El Deseado se aventurara donde el viento lo empujaría de forma inevitable, es decir, en la suerte de pinza que forman las dos riberas de mi río antes de entrar en nuestra propiedad.

Yo me había disimulado entre los arbustos. Un mínimo error de mi parte podía rehenchir las velas de la embarcación haciendo que, entonces, virara de inmediato para volver al mar. Por fortuna, El Deseado ignoraba que su casco tocaría fondo bien pronto y se hallaría aprisionado en un espeso limo. Tampoco sabía que sólo la tenacidad de una niña lo había dormido y desviado de su ruta… Ignoraba que, una vez hecho prisionero, debería vivir toda una noche nada más que para mí.

En un momento dado, la voz del agua hendida y el gusto del viento estuvieron a punto de desmayarme antes del el arribo de El Deseado. Me era preciso resistir esa suerte de maleficio, pues mi hermana había muerto e iba a ser yo la única que recibiría al navío en la quinta de nuestros abuelos. Era yo quien debería dirigir la marcha del animal dormido entre las araucarias, quien debería hacerlo trepar hasta el césped para que la noche no se lo volviera a llevar y quien debería velar, como lo haría una madre, para que una vez en mi casa no sintiese hambre ni sed.

Todo tendría que quedar hecho antes del amanecer, pues a las siete en punto la vida cotidiana estaría de vuelta.

El Deseado avanzó hacia mí tal como yo se lo había pedido al Señor, tal como Marcela me lo había descrito poco tiempo antes de morir. Con sus velas acostadas a lo largo de los flancos, abrió los ojos para entrar entre nuestras dos márgenes y, sin apresurarse, con la firmeza de un amante, forzó la entrada de la rada. De pronto estuvo tan cerca de mí que pude posar mis manos en su vientre.

En la punta de la proa, el capitán d’O abrió los ojos en el momento preciso en que lo reconocí, y con él, despertaron todos los ruidos de El Deseado. El héroe era tal cual lo había imaginado, según la descripción de mi hermana: más grande que lo natural y como esculpido en la noche. Personajes ávidos y oscuros surgieron de las canoas y cayeron en racimos desde los mástiles. Otros, vestidos de púrpura, de cuero o seda y de campanillas, resplandecieron alrededor mío. Se izaron fortalezas entre los cordajes, buques enteros fueron extendidos sobre los puentes, hubo manos que blandieron terrazas y, sobre un fondo de cielo, dibujaron los barrotes de una cárcel.

Al mismo tiempo, una voz invisible anunció el comienzo del primer acto.

Durante todo ese zafarrancho, el capitán d’O no dijo una palabra. Con el pie derecho apoyado en el timón y un codo en la rodilla, mantenía su mirada fija en una casa que dominaba la barranca de El Silencio. Y sin haber dado aún con ellos, yo sabía que sus ojos habían recorrido ya la galería noreste y franqueado la puerta que se abre directamente sobre el salón de fiestas. 

A pesar de la indiferencia del capitán, la vida a bordo proseguía sin el menor obstáculo. Los comediantes representaban sus papeles con entusiasmo y el señor Malatesta apuñalaba a su mejor amigo sin que lo perturbaran en lo más mínimo los gritos de las brujas ni las risas de Barrabás.

D’O me tendió la mano para que pudiese subir hasta él y me permitió acuclillarme a sus pies. Sudores apasionados se mezclaron de pronto, entre las murallas de cartón, con los olores de mi río. Las planchas de madera mojada crujieron suavemente bajo los pasos de los actores mientras el navío entero, oscilando en la noche, hacía un acogedor ruido de cuna.

Cuando el capitán bajó los ojos hacia mí, vi que sus pupilas eran de un verde de tormenta y que su rostro oscuro recibía el viento con placer. Vi también que su frente cubría un pensamiento casi visible y que las aletas de su nariz estaban cuidadosamente modeladas. 

Y me pregunté, sin encontrar respuesta, cómo podía quedarse así, dando la espalda a los gritos, y cómo sabía sorprender y corregir los errores de sus marineros sin cambiar de postura: la de una estatua célebre a la que nadie piensa desobedecer…

Cuando el capitán d’O dejó de mirar cuidadosamente la casa de la barranca y se dio vuelta hacia el río, su capa de terciopelo se mostró lenta para seguir los movimientos de su pecho. Con la mano hizo una señal que lo obligó a levantar muy alto el brazo, y de inmediato el rodar de los bosques y terrazas se reanudó con mayor intensidad, para acabar luego en un silencio donde sólo pude escuchar el grito de una única y múltiple voz: “¡Viva el capitán!”

Después, cuando menos lo esperaba, los actores del complicado drama de-saparecieron como tragados por una boca gigantesca… Y los puentes brillaron bajo la luna, vacíos y resbaladizos. 

Sólo el capitán d’O se mantuvo fiel a su posición favorita en la proa del Deseado.

 

Gentileza de Leteo edito presentamos un fragmento de “El deseado”, o un “Lewis Carroll, que se tomó un descanso por allí, para jugar con Gloria en “El País de las Maravillas”, en palabras del editor Christian Kupchik.